15 junio, 2008

Ana María Shua-Buenos Aires, 1951

LOS DIAS DE PESCA
(fragmento)


Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar engancharse en las rocas. Íbamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo “nos” pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: “por ahí es un mero, nomás”. Sabía también reconocer a los gatazos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas oscuras se llamaban “overos”. A los gatazos les sacaban el anzuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía mi papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de nailon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. “Tuvo que dormir en el suelo toda la noche”, me dijo mamá. “En la cama no podía ni darse vuelta”. A la noche volvió cansado pero menos dolorido. “Levantarme del suelo me dio un trabajo bárbaro”, me dijo. Había ido al médico esa tarde. “Hernia de disco” le diagnosticaron. “Tómese unos calmantes.”
En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces papá me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba el porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme). El magrú tiene un olor fuerte y mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del coche. En ocasiones muy especiales papá compraba calameretes y los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy gordo de color amarillo mostaza que me había tejido mamá y jugaba a hacerme canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pulóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento (...)
En el Pozo de la Burriqueta teníamos más suerte. Había que bajar una especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que había entre las huellas de papá, setenta metros más o menos a lo largo de la playa. Y sin embargo, papá se murió. ¿No es increíble?.
(...)
Una vez pescamos una corvina negra con las huevas hinchadas de huevitos. Como era muy grande papá se sacó una foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embargo mi papá se murió. ¿No es increíble?.
Tuvo que volver mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. “Si no se opera, pierde el pie”, le dijeron. Porque papá y mamá no querían. “Está pinzando el nervio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?”, le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. “No hay alternativa”, le dijeron. “Hay que operarse”. Porque querían ver lo que tenía adentro.
Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue del día del cardumen. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los nuditos de nailon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. “Un cardumen en el muelle”, dice, y se va corriendo. El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña. La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada. Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había llevado la caña pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones, casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás del otro lado de la cámara. Y sin embargo mi papá se murió, ¿No es increíble?.
El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que los filmáramos. Habían pasado tres días desde la operación. A papá le gustaba llevar el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto de a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.
A los pescados el anzuelo no siempre se les clava en la boca. A veces se lo tragan y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso papá decía que el pescado era “robado”. Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se cote la línea. Cuando parecía que había picado algo grande papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche, les salía bastante sangre. Nunca se me ocurrió preguntarle a papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera responder. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?.
“Me ahogo”, me dijo mamá llorando que papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. “Hicimos todo lo que pudimos”, me dijo mamá llorando. “Fue una embolia. Los pulmones” Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?. Lo pescaron.

Nació en Buenos Aires, Argentina el 22 de abril de 1951. Es escritora y Profesora en Letras egresada de la Universidad Nacional de Buenos Aires.

Desde sus primeros poemas, reunidos en El sol y yo, ha publicado más de cuarenta libros. En 1980 ganó con su novela Soy Paciente el premio de la editorial Losada. Sus otras novelas son Los amores de Laurita, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Ciudad de Buenos Aires en novela). Cuatro de sus libros abordan el microrrelato: La sueñera, Casa de Geishas,Botánica del caos y Temporada de fantasmas.

También ha escrito libros de cuentos: Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre. Con Miedo en el sur obtuvo el Premio Ciudad de Buenos Aires en el género cuento.

Recibió varios premios nacionales e internacionales por su producción infantil-juvenil. Sus cuentos figuran en antologías editadas en diversos países del mundo. Algunas de sus novelas han sido publicadas en Brasil, España, Italia, Alemania y los Estados Unidos.

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