-Madre, no puedo respirar. Madre, escúchame, no puedo respirar. Madre payasa, inservible, increíble.
Los insectos taciturnos de la noche sobrevuelan en torno a las hordas de drogadictos cesantes. Ni siquiera sabemos cuánto, de cuánto exactamente disponemos entre lo que se oculta en el fondo de las arcas fiscales, qué caótico, debo intentar salvar algo de lo que tengo, resguardar, al menos, mi mano derecha. Mi mano derecha es la más valiosa de mis pertenencias. Mi madre muerde mi mano derecha y veo cómo uno de mis dedos cuelga sangrante entre sus dientes:
-Devuélveme mi dedo, suelta mi dedo, quédate con mi dedo. Está bien. Haz lo que se te antoje.
Así es como me quedan cuatro dedos. Estoy furiosa, internamente furiosa y te hago un dulce gesto de despedida con mis cuatro dedos que ya no puedes devorármelos porque mi sangre te hace vomitar, espasmódica, sin comprender –imbécil- que mi dedo, que yo, que toda mí, soy sangre de tu sangre.
Se deja caer el segundo ataque de asma.
Aspira un trechito de aire porque si no lo haces, te mueres. Ahogada, busco a mi madre por los corredores. Guturo sí sí sílabas por los corredores mientras las bandas, regidas por sus pasiones políticas, oran, piadosamente agradecidas, alucinadas por el éxtasis comercial del reciente acuerdo. Tambaleante, en la esquina del estrecho corredor aparece el Dios fulgurante y ebrio que me pide una moneda:
-No tengo dinero- le digo- no traigo encima ni un mísero peso. ¿entiendes?.
Pero no entiende, no entiende que avanzo, a duras penas, hacia mi madre chocando con las embatidas del asma. El Dios limosnero insiste tendiéndome la mano, incitándome a la caridad:
-No te voy a dar nada. Ya te dije que no te voy a dar nada.
-Ni un centavo- me dijo mi madre- te lo juro por Dios.
Después ella se me vino encima y volvió a la carga ensañándose en mi mano derecha. Sus dientes traspasaron mi palma y luego, claro, su rostro empapado en mi sangre. Los vómitos se prolongaron toda la noche entre arcadas infatigables. Operática mi madre, como ninguna.
Cuatro dedos y un orificio.
Un orificio bellamente circunscrito que oculto con el doblez de mis cuatro dedos sobre la palma. No quiero que nadie reconozca la huella de los dientes milimétricos de mi madre dibujando mi concavidad. Salgamos a la calle. Salgamos a la calle con un dedo menos para celebrar ya no me acuerdo cuál última victoria. Salgo con mi madre a la calle y no deja de gritarme que no, que no, que no. Obedezco. Entro a la casa. Las sábanas están imposibles:
-Criticona estúpida- me dice.
Meto el índice izquierdo en mi orificio y pasa de largo.
Ella, mi madre, es la esposa del jefe máximo. El jefe máximo podría y podría no ser mi padre. Anda armado él. Por todas partes camina con su arma a cuestas. Sabe perfectamente que mi madre me cortó un dedo con sus dientes. Intuye lo del orificio. Se calla porque le conviene. Salimos los tres perfectamente juntos y son impresionantes las reverencias. Tanta reverencia. El pópulo se inclina con una abierta servil impudicia, esperando, sabemos, toda la suma de dinero que se esconde detrás de cada nueva promesa. Pero no van a recibir ni un cinco. Mi orificio vale oro. Del más alto kilate. Y no me vengas a decir que no lo sabías antes de afilar tus dientes sobre mi.
- Hay bicharracos por todas partes- dije.
De inmediato, una multitud furiosa me cayó encima acusándome de esto y de lo otro. Pero mi dedo izquierdo pasa de largo por mi orificio y eso es peor, mucha más gracia que la falta de uno de mis dedos en la mano derecha. Vago cerca de mi tercer ataque de asma y espero que sea el definitivo porque si sobrevivo quedará mocha, sin dedos, mi mano y entonces ¿qué?.
Me sumo a la multitud servil. Camino servilmente. Escucho, a lo lejos, unos profusos vítores que no tienen principio ni fin. Recojo un trapito del suelo que tiene una leyenda que no soy capaz de descifrar.
Sí, la descifro. Voy recolectando todo lo que encuentro. Mi dedo no está en ninguna parte, mi orificio permanece incrustado dentro de mí. El olfato omnipotente de mi madre reprueba la limpieza pública que voy haciendo de la basura acumulada después del festejo. Sè que mi madre también adora la basura, ella guarda mi dedo descompuesto y reblandecido en uno de sus pequeños cofres. Acaricia mi dedo de noche, lo reverencia, se felicita. Mi dedo masacrado es el chupete al que se aferra mi madre.
Sigo caminando plagada de alergias que me toman de la cabeza a los pies. Hoy, el lóbulo de mi oreja, mañana, una parte central de mi estómago, después, el codo, lo sé, para luego enroncharse el muslo y el ojo, la encía. ¿Qué sería de mí sin la alergia? Mi alergia se dispara con el polvo, el polen, el pulso, las pelusas, el pelo de mi madre. Cuando mi madre me pone su pelo encima, la alergia no me concede ni siquiera un segundo de tregua. Rascarme furiosamente con cuatro dedos y dejar mi orificio expuesto a una de las tantas infecciones que amenazan con la picazón. Si mi orificio se infecta. Ah, si mi orificio se llegara a infectar, se lo que tendría que hacer para despejarlo. No lo haré, jamás dejaré que nadie examine mi orificio, ni me rasque el orificio, ni pretenda curarme el orificio. Es mío. Mío y de los dientes sagrados de mi madre.
Hoy cumplo 60 años y mi madre me ladra desde su habitación. Está tan acabada mi madre y tanto el que podría y podría no ser mi padre. Vamos a cumplir 60, 80, 100 de la misma manera. Retengo desde hace mucho tiempo el maldito ataque de asma. Lo logro manteniendo la mínima, inaudible respiración.
Dos dedos menos y el orificio. El orificio no me da tregua al tener que ocultarlo y ocultarlo siempre de las miradas. Desde hace un tiempo ni siquiera yo le doy una ojeada a mi orificio. Mi madre aúlla:
-Mentirosa.
Ah, sí, perdí otro dedo de mi mano derecha. Fue inevitable. Una mordida precisa que no logré escamotear. Una hemorragia de proporciones que nos dejó a ambas extenuadas, acurrucadas y mudas contra la pared. Otra vez uno de mis dedos mutilados en su boca, oscilando entre sangre y saliva. Otra vez el dolor. Esa noche (cómo podría no recordarlo) hubo una espantosa confabulación política a la cual se plegaron aceleradamente las hordas. Resultó lenta la limpieza de la sangre. Mancha tras mancha. Desde ese día me vi obligada a ocupar mi mano izquierda. Absolutamente. Tengo tres dedos en la mano derecha y mi orificio está a la vista de cualquiera. Pliego mis tres dedos y me cubro como puedo. Apenas puedo tapar mi orificio y veo cómo las miradas se detienen en mi deformidad:
-Tápate- me dijo mi madre.
¿Y que tanto? Tres dedos, la alergia y el orificio. Mi madre ya se ha empezado a desparramar, habla desparramando una seria de términos que no me atrevo a reproducir. Se ha puesto más obsequiosa que nunca. Pero no le perdono que me imite. Es cierto. Mi madre me copia descaradamente de la misma irredarguible manera en que una puesta de sol imita a una puesta de sol, de modo irritante en que una lágrima repite a una lágrima y mi sombra a mi sombra.
Tenemos tres dedos, la alergia, el orificio y la constante abrumadora repetición de cada uno de los tres dedos, la alergia y el orificio. Pero ya no soy la misma exacta yo. Asciendo en un vértigo triple, estremecedoramente solitario, en el que me desplazo a una velocidad intolerable.
-Quédate tranquila.
Mi madre me grita desparramada desde la cama y sus alaridos pueden ser percibidos desde afuera y entonces se puede dejar caer la pasión colectiva por mi orificio. Es verdad que mi orificio contiene una masa impresionante de pasión que ya me hizo perder dos dedos. Dos dedos menos cuando ya cumplo 60- ¿Qué me espera?, pienso yo, ¿Qué más me espera?.
-Espérate no más- grita mi madre.
Pero, en realidad, sigo aguardando que se desencadene la boca de mi madre. Agazapada debajo de su cama, estoy atenta a cada uno de los movimientos que me permiten advertir sus sueños. Como una fiera la vigilo desde abajo y aunque seque ya se le desparramaron todos los dientes, ella todavía mantiene la esperanza que yo (que ya no seré nunca más exactamente yo) realice una acrobacia inaudita con los ocho dedos que me quedan.
Después fue previsible. Del todo previsible que mi madre, copiando desenfrenada mi ataque de asma, enardecida por el ahogo, me arrancara de cuajo otro dedo. Mi mano garra de pájaro-suéltame, animal- es ahora repugnante. Ella se metió debajo de la cama y me asaltó en la penumbra. No alcancé a esquivarla porque mi dedo encajó maravillosamente con su apetito. Luego, se trepó hasta su cama y se regocijó con mi dedo metido en la boca. Lo succionó hasta el cansancio mi madre. Desde abajo, sangrando estrepitosamente, yo escuchaba su sorbeteo, ese ruido avasallante que no impedía que yo pensara: ¿qué voy a hacer ahora con mi orificio? Permanecí paralizada, dorsal debajo de la cama, deseando un poquito, un poquito, un poquito de clemencia, un techo para mi orificio. Me extendí en el suelo y así me dejé caer en picada hacia una de las noches más alérgicas y desastrosas de mi vida.
-Anda toda desastrada- me dijo mi madre.
Desastrada. Sí. Pero todavía mis dos dedos. Yo puedo: doblar dos dedos, separar dos dedos, retorcerlos. Agarrar un carbón con dos dedos, escribir, sí sí silábica con mis únicos dos dedos. No se sabe cuándo se desencadenará el definitivo ataque de asma. No se sabe, tampoco, en qué momento las nuevas tendencias políticas rendirán una cuenta pública sobre el botín producto del pacto. Lo que sí sabemos es el riesgo creciente que minuto a minuto experimenta mi orificio. Sabemos, ya sabemos todos en cuánto se arriesgan las perforaciones, los abismos, las zanjas, los boquetes, los resquicios, cómo cualquier abertura convoca las peores intenciones, los más abyectos impulsos. Mi orificio, tan expuesto ahora, podría convertirse en el lanzadera de las miserias que acumula mi madre.
¿Dos deditos? Uno y uno.
Ni un solo dedo y el muñón. Con el último mordisco, se fueron mis últimos dos dedos. Pensé prevenir, dilatar; pensé que había aprendido a adelantarme a cada uno de sus pensamientos.
Soy un orificio a punto de despeñarse. Me muevo torpemente con mi muñón envuelto en un trapo. Toda yo orificio, con los dedos perdidos, prolongo mi mirada hacia fuera donde la naturaleza estalla y estalla en millones de atardeceres. Ah, madre. A lo largo de este escandaloso atardecer se me pueden caer los dientes. Tarde o temprano perderé todos mis dientes si las encías continúan inflamadas y escurro tantísima sangre por la boca. Cierra la boca cuando atardece. De una vez por todas cierra la boca orificio para que afirmes tus dientes, estos vulgares y poderosos huesos que me mantienen pese a todo, contra todo, derecha. Bien derecha:
-Camina derecha, concha de tu madre- me dice.
Demasiado seniles, centenarias ya, sólo nos resta la costumbre del arrullo.
Agosto 1996
Diamela Eltit nació en Santiago. Profesora de Castellano y licenciada en Literatura, desde 1991 y durante varios años se desempeñó como agregada cultural de la Embajada de Chile en México. Representa una interesante corriente narrativa, que tiene carácter experimental y de ruptura tanto en su contenido -mundos sórdidos, personajes marginales- como en su forma. Suelen asociarse a esta corriente varios narradores unificados como la generación del 87, posterior al golpe que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y cuya desazón y resentimiento ha generado nuevas búsquedas desde el punto de vista literario. Cabría agregar que, en este marco, muestra una clara preferencia por el cuerpo femenino sufriente. A todo ello van aparejados una técnica y un lenguaje ambiguos, transgresores de los moldes usuales, y que hacen más compleja su lectura. Estos rasgos pueden apreciarse en las novelas Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1990), Los vigilantes (1994) y Los trabajadores de la muerte (1998).
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