27 marzo, 2007

Beatriz Guido (Argentina, 1922-1988)

Los Insomnes
Historia de un secuestro de derecha o ejercicio para el para el arte de espiar
Hilarión Torrecillas sabía que sólo podía mantener a sus seis hijos gracias a dos cualidades específicas (la naturaleza había sido generosa con él); el insomnio y su estatura. “No terminaba de nacerlo; con los zancos puestos nació”, decían las comadronas. Sus dos metros tres milímetros le permitieron las más excepcionales y buen remuneradas ocupaciones nocturnas: vendedor de la librería Fausto hasta la medianoche y portero del Tabarís en su época y ahora del hotel Sheraton, hasta la madrugada. Todo esto ayudado por ese bendito don de la naturaleza, repito. Dos horas de sueño, en cualquier momento del día, le eran suficientes para devolverlo a la vigilia, nuevo y feliz por todas las bendiciones que el Señor había querido otorgarle.
Siempre vivió en pleno centro. No escuchó nunca los consejos de los abuelos sobre el inconveniente de criar cuatro varones y dos mujeres en pleno centro de la ciudad, sin sol ni aire, ni patios ni jardines, solamente playas de estacionamiento. “Que salgan a la calle, que se cuelguen por las ventanas y las cornisas; que patinen por las galerías sombrías del departamento, con débiles cenefas de metal; y, sobre todo, que aprendan a vivir de noche. Los hijos deben vivir la misma vida de los padres”, repetía, adelantándose a los sistemas más avanzados.
La mujer adoptó sus costumbres y para no ofenderlos, para no ser sorprendida en el sueño y no apenarlo, inventó bohardillas y leñeras donde, como un perro, se acurrucaba a descansar evitando así ser descubierta. No logró nunca disimular un interminable bostezo ni abrir del todo los ojos.
Existía, sí, entre ellos, una sola palabra prohibida: dormir. Sus hijos habían heredado la virtud –si así queremos llamarla- del padre. Al nacer sorprendían por la silenciosa y vacía mirada al infinito, sin que los párpados se entornaran jamás.
No, no importa. Dos o tres horas por día son suficientes para el hombre. “Mal acostumbrado está –repetía Torrecillas- con el rito banal de acostarse, desvestirse, levantarse”. ¿Acaso los animales no duermen de pie en cualquier momento? Sí, el desvelo es la única posibilidad de atisbar el alba. El insomnio, si así queremos llamarle, nos regala la noche y nos nubla el día. La luz arremete, hiere, nos muestra pustulancias y basurales. La noche, para los grandes. Y también para los niños Torrecillas.
Durante la noche cocinaban, limpiaban la casa, jugaban, reían, pasaban la aspiradora, enceraban los pisos y también, a veces, organizaban fiestas donde ellos eran los únicos invitados.
Hilarión Torrecillas llegaba del Sheraton a las cinco de la mañana o por muy temprano a las cuatro y media. Encontraba a sus hijos menores bebiendo anís y siempre lista la humeante cafetera italiana que su mujer colocaba en el centro de la mesa para que los chicos se sirvieran a gusto.
No sé si dije al principio de esta historia que los Torrecillas se habían mudado de la Avenida de Mayo a Corrientes frente al teatro, hoy Blanca Podestá. Pero no dije que habían pasado de pensión en pensión, hasta que la fortuna les fue tan solidaria que se fueron muriendo los pensionista y Madame Luisa Vigné (vaya a saber qué prostíbulo la había arrojado a la dignidad de propietaria de pensión) antes de morir, le traspasa el contrato de alquiler a Torrecillas. Olvidé decir que ella pasó sus últimos años insomne también junto a ellos, agradecidos por la compañía en su “Bendita enfermedad”, según los médicos.
Además, todo esto antes del ´55, cuando Perón congeló los alquileres. Quedaron así dueños de un departamento de seis habitaciones; sala, comedor y galería; ámbito y sombras propicios para los insomnios y el correr de la fantasía de los Torrecillas.
Pero la noche pertenece al reino de las cucarachas, las ratas, las hormigas, a veces los murciélagos en ciertos lugares del Barrio Norte; y qué decir de Corrientes al mil doscientos: verdaderas bandadas invaden claraboyas, bohardillas, torres y albergues. Los noctámbulos irremediablemente deben alternar con ellos –no digo convivir, desde la existencia o el advenimiento del DDT- pero sí frecuentarlos. Es la ley de las sombras: son los predilectos de la noche.
Digamos que también la familia Torrecillas, y sobre todo los chicos, se acostumbraron a convivir o alternar con ellos como todos los empleados de Corrientes al mil doscientos: la florista del Edelweis, los mozos de La Emiliana y de las parrilladas y las pizzerías de la calle Paraná.
Ventajas tenían: leer los diarios a las tres de la mañana, los noticieros; saber antes que despertara nadie si había movimiento en el Comando en Jefe o en Campo de Mayo. No fueron testigos presenciales de la revolución del 6 de septiembre de 1930, pero sí de la del 17 de octubre de 1945, de la del 16 de septiembre de 1955 y de todos los entredichos gatunos que acarician el país.
“¡Vivan los insomnes!”, repetía el padre, que hacía exagerado honor a su nombre y le parecía creer día a día en felicidad y prosperidad, capitalizando aquello que los demás llamarían defecto, tal vez tara o vicio.
Y estaba orgulloso de la educación de sus hijos. Los menores iban al turno de la tarde a la escuela Manuel Estrada, en la calle Reconquista, hasta que sin necesidad, en cuanto la edad se los permitió se pasaron a la nocturna de Sarmiento. Iban desde las ocho de la noche hasta las doce. Y no escucharon consejo de los maestros sobre la necesidad de apartarlos de los rezagados o los jóvenes que asistían a ese turno, sólo para poder trabajar durante el día. La noche se ha hecho para dormir, el día para trabajar y estudiar.
Los Torrecillas los miraban sorprendidos. Los mayores se llamaban María Constelación, Mario Venus, Mario Autillos, y la causa de sus nombre estelares es bien obvia e indudablemente conformaron el santoral con María o Mario. La chicas, las niñas se llamaban Ángeles, Pandora. Asistían la mitad del año a la escuela diurna y después las echaban porque se quedaban dormidas en los lugares y oportunidades más insólitos: los recreos, los baños, al izar la bandera, durante las visitas de la inspectora; no hablemos de los exámenes. La noticia de la expulsión era recibida con gran felicidad porque las devolvía a la noche más lúcidas y frescas. O tal vez lo aceptaban como algo lógico y fatal: los habitantes de la noche tienen sus reglas invariables y no se puede pretender que sean regidos por las leyes de los demás.
Constelación, la mayor de las chicas, crecía sin embargo con sabiduría y belleza. Mientras la madre, Isabel Torrecillas, practicaba el culto metodista –por el hecho que la iglesia Corrientes le quedaba cerca. Ella esperaba a su padre con chocolate caliente, entretenía a sus hermano y leía en el silencio de la noche mientras sus hermanos se dedicaban a responder por la radio las llamadas de “Una voz en el camino”.
Constelación y Othus dirigían a los demás. No había mucho que corregir para escribir la verdad, porque la noche los mantenía lúcidos, apacibles. Sus juegos eran bien específicos: cacerías de ratas, quema de cucarachas o escalar balcones y cornisas. Presentir intempestivos infartos o los partos en el alba. Y, ¿por qué no?, los coitos fortuitos. Porque ellos se habían especializado en el oficio de espías: el espión, el chivato, aquél que horada paredes, desvirga cerraduras, escala inodoros para vigilar por claraboyas y mamparas las letrinas vecinas: el hamacarse entre canefas de bronce hasta poder respirar entre contenidas risas las no placenteras defecaciones o las largas e infinitas evacuaciones de los viejos vecinos.
No sólo miraban las estrellas. Se asomaban a los techos vecinos de esa antigua casa de departamentos, con la inconciencia y la avidez de los niños por lo escatológico, donde el ángel se alimenta de excrementos.
Pero los Torrecillas debían pasar la noche, y la noche tiene sus leyes, sus gritos, sus aullidos y los ruidos adquieren el eco de las sepulturas.
Fue, o es, tal vez una noche de verano, y la historia la voy contando en pasado. Cuando relea esta historia de aquí a unos años y sea escritora me sorprenderá haber escrito mi primer cuento en pasado y tercera persona. Se asomaron por el montacarga, andamio de albañil en desuso, al patio de la luz del tercer piso. Ellos vivían en el cuarto piso. Descubrieron la luz del baño por un boquete de aire muy pequeño casi adivinado. No sólo servía de respiradero sino que era un agujero producido por la caída de una rejilla. Fue Autillos quién regresó del montacarga para anunciar a sus hermanos: “El que está cagando tiene los ojos y la boca vendados. Y es un pibe... bueno, un muchacho”. Y por pudor no contó que tenía calzoncillos desgarrados.
-¿Cómo, no es la vieja asquerosa de Cuevas?- interrogó Constelación.
Se turnaron Orión, Venus y Sagitario para comprobar lo que aseguraba su hermano. Y cada uno agregaba algo más: “que estaba herido”, “que sangraba una pierna, que tenía las manos atadas, que gemía, que vomitaba sangre”. No dudaron en guardar secreto y esa noche no los venció el sueño. Durante el día pretextaron a los mayores, por temor a ser vistos, que un gato había caído en el tragaluz y calcularon las necesidades del joven.
Esperaron la noche siguiente. Pero durante el día averiguaron: los viejos prestamistas, los Cuevas, habían alquilado el departamento desde hacía dos meses a unos desconocidos –contestaba la encargada-.
Constelación fue la primera, venciendo el pudor, en ofrecer denunciar su presencia.
-Estás loca- dijo su hermano-, se dará cuenta que lo hemos visto cagar.
-No importa- dijo ella- eso es natural. Lo olvidará. Lo tienen secuestrado.
-A lo mejor es un asesino y la policía alquila el departamento.
-Tal vez, pero yo le voy a demostrar que podemos ayudarlo.
-¿Y si nos descubren?
-No pueden hacerlo. Es un patio de luz con respiraderos y claraboyas. Y en el del muchacho cerraron la claraboya.
-A lo mejor sabe el secreto de dónde hay un tesoro.
-Eso, eso. No querrá decirlo y lo torturan todos los días.
-Mañana no despertamos temprano y vigilamos la hora que lo dejan en el baño.
Constelación aseguró que ella no descansaría hasta no saber quiénes eran los nuevos vecinos. Y, con la sabiduría de los espiones, hicieron sonar el timbre del departamento principal de la casa. Othus, el más pequeño, no se amedrentó ante la presencia del hombre desconocido y en camisa que le abrió la puerta.
-¿No vieron una perra salchicha que se nos ha perdido?
Vivimos arriba.
Respuesta: cerraron la puerta sin contestación.
Pero Constelación, Conste, como la llamaban, decidió esa noche descubrir sus presencias. Y en el momento en que el muchacho fue introducido en el baño, antes de que sus manos buscaran los objetos donde ubicarse, Constelación, amparada por las sombras de la noche y sostenida por el montacarga de pintores abandonado, susurró:
-¿Qué le pasa... señor? No grite. Lo estamos espiando desde arriba... un agujero... perdónenos.
El muchacho hizo girar su cuerpo y sólo atinó a agradecer con la cabeza en señal afirmativa.
-Mañana volverán mis hermanos. Nos llamamos Torrecillas. Y nos acostamos muy tarde... yo me llamo Constelación.
El joven vendado agradecía impotente hacia donde venía la voz.
-No se preocupe. Vendremos de noche y también de día. No lo vamos a olvidar señor. Y ahora me voy para dejarlo tranquilo, señor.
Les sorprendió a Papá Torrecillas y también a la madre el desvelo de sus hijos. Pero no confundir “desvelo”; para ellos era no dormir por la mañana y primeras horas de la tarde.
El día era silencioso y por la noche, la madre, ocupada en sus quehaceres y somnolienta, no podía adivinar (además acostumbrada a los escalamientos y sonidos de insectos) los descendimientos de sus hijos por el tragaluz.
Othus, el pequeño, preguntó al joven:
-¿Por qué estás herido? ¿robaste? ¿si te salvamos lo vas a decir? ¿no robaste? ¿cómo hacemos para salvarte?- Y acarició su frente.
El joven se encaramaba en el inodoro para acariciar la voz. Pero fue Constelación quien se atrevió a desvendarlo, con una sola mano. (Apenas pasaba por el agujero) Sus ojos eran oscuros y el odio cedió a las sombras y a su voz de niña. La mordaza era demasiado... pero había muchos días y horas por delante.
El movimiento de la cabeza junto al agujero y la mano de Constelación formaban el único y ya comprensible lenguaje.
-¿Qué edad tiene?- preguntaban sus hermanos.
-Un poco más que yo. Y es muy bello.
-¿Estás loca? Si sos una mocosa, una chica. Es un hombre.
-No, un muchacho.
Y fue esa tarde de febrero que Othus recibió al acariciar la oreja del misterioso amigo un pequeño papel que tal vez por olvido no llevaba nada escrito. Hasta que Constelación comprendió que ellos eran los únicos dueños de su vida y que él sólo deseaba dejarles un mensaje.
La noche siguiente ella volvió a acariciar su frente y desató la venda de sus ojos. Y también pasó la mano por los cabellos mientras a él le corrían dos lágrimas. Pero no se atrevió a correr la mordaza.
Él, descalzo, introdujo su pie en los excrementos del inodoro y escribió en el suelo: 90-2027. luego le rogó que lo vendara nuevamente y borró el número.
Cuando entraron a buscarlo, Constelación escuchó:
-Chancho de mierda, cagaste en el suelo.
A la mañana siguiente fueron a la telefónica de Corrientes y Maipú y cuidando de no llamar la atención por sus vestimentas diurnas, discó Othus 90-2027.
-¿Ese número es de la policía?- interroga Pandora.
-Estás loca. ¿No les viste la cara?. Ellos son de la policía. Llamaremos exactamente donde dijo él...
-Hablará mi hermana, no cuelgue...
-Tienen secuestrado a un amigo en Corrientes 1277, 5º piso departamento D. pide que lo salven... ahora cortaremos. No lo olviden. Está herido.
Y regresaron a esperar.
A las dos de la mañana se escuchó el primer tiro en el pasillo del ascensor. Pero los vecinos dormían. Además, en Corrientes a las dos de la mañana es habitual.
Los Torrecillas vieron escapar por el pasillos a seis hombres y también reconocieron al muchacho que intentó acariciarlos.
No espiaron otra vez por el agujero porque sabían que en la letrina había dos hombres maniatados ni tampoco los sorprendió que no salieran los conocidos y espectaculares titulares en los diarios de la tarde: “Operación comando libera a un terrorista”. Lo importante era ahora vigilar la casa durante la noche y también durante el día. “Dormir es para los tontos –dijo Othus- ¡Nos divertimos tanto!¨.
Me olvidé de escribir mi nombre: Constelación María Torrecillas.

Entrevista a la autora realizada en julio de 1966

1 comentario:

Anónimo dijo...

lo lei y me gustó ese choque entre la inocencia y los miedos de los nenes con la realidad tan cruel de la situacion. Buenisimo blog very!

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