"La señal"
Los insectos giran alrededor del candil. La llanura nocturna
es como un mar inmóvil. La noche se hace dueña del mundo y
hay veces que uno tiene que susurrar, decir algo. La llanura
se traga todo. Entonces uno susurra, como para
comprobar que vive.
Sylvia Iparraguirre
es como un mar inmóvil. La noche se hace dueña del mundo y
hay veces que uno tiene que susurrar, decir algo. La llanura
se traga todo. Entonces uno susurra, como para
comprobar que vive.
Sylvia Iparraguirre
Al pasar la mano, siente la suavidad y al mismo tiempo la resistencia, como si su caricia encontrara un límite. Repite el movimiento, esta vez más lento; disfruta del contacto en sus detalles mínimos. A veces ' observa el cambio de color de la piel, las delicadas gradaciones que aparecen entre una zona y otra, ciertos resplandores que dependen de la luz. Cuando concentra sus sentidos en las yemas de los dedos, percibe la temperatura del cuerpo, los latidos, aquí y allá una vena periférica. Si encuentra el latido, mantiene firme la posición y deja que el golpe sistemático se traspase a su propio cuerpo, se haga uno con los canales por los que fluye su sangre.
Esos momentos no ocurren en la medida de su voluntad, no puede predecirlos, esperarlos, disfrutar de su preparación. No es él quien los dispone, tampoco su deseo, que a veces se le agolpa en las entrafías como animal al acecho. La señal, cuando aparece, lo sorprende. Pero se ha acostumbrado a dominar el sobresalto que le provoca, a reducirlo a un entrecerrar de párpados, igual que si surgiera una luz súbita. La señal es cierta mirada que ella le dirige desde sus pupilas estrechas, un brillo diferente que le está reservado. Él la reconoce y goza con la espera, ella estirándose hasta casi tocarlo, después acostándos lentalnente sobre el piso que él acaba de lavar y que conserva, en sus bordes rectangulares, la frescura del agua.
Esos momentos no ocurren en la medida de su voluntad, no puede predecirlos, esperarlos, disfrutar de su preparación. No es él quien los dispone, tampoco su deseo, que a veces se le agolpa en las entrafías como animal al acecho. La señal, cuando aparece, lo sorprende. Pero se ha acostumbrado a dominar el sobresalto que le provoca, a reducirlo a un entrecerrar de párpados, igual que si surgiera una luz súbita. La señal es cierta mirada que ella le dirige desde sus pupilas estrechas, un brillo diferente que le está reservado. Él la reconoce y goza con la espera, ella estirándose hasta casi tocarlo, después acostándos lentalnente sobre el piso que él acaba de lavar y que conserva, en sus bordes rectangulares, la frescura del agua.
de Vidas de mentira. Córdoba, Argentina. Alción Editora, 2003.
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