02 enero, 2004

Luisa Valenzuela (Argentina,1938)


"Aquí pasan cosas raras"(fragmento)

En el café de la esquina -todo café que se precie está en esquina, todo sitio de encuentro es un cruce entre dos vías (dos vidas)- -Mario y Pedro piden sendos cortados y les ponen mucha azúcar porque el azúcar es gratis y alimenta. Mario y Pedro están sin un mango desde hace rato y no es que se quejen demasiado pero bueno, ya es hora de tener un poco de suerte, y de golpe ven el portafolios abandonado y tan sólo mirándose se dicen que quizá el momento haya llegado. Propio ahí, muchachos, en el café de la esquina, uno de tantos.
Está solito el portafolios sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo.
Entran y salen los chochamus del barrio, comentan cosas que Mario y Pedro no escuchan: Cada vez hay más y tienen tonadita, vienen de tierra adentro... me pregunto qué hacen, para qué han venido. Mario y Pedro se preguntan en cambio si alguien va a sentarse a la mesa del fondo, va a descorrer esa silla y encontrar ese portafolios que ya casi aman, casi acarician y huelen y lamen y besan. Uno por fin llega y se sienta, solitario (y pensar que el portafolios estará repleto de billetes y el otro lo va a ligar al módico precio de un batido de Gancia que es lo que finalmente pide después de dudar un rato). Le traen el batido con buena tanda da ingredientes. ¿Al llevarse a la boca qué aceituna, qué pedacito de queso va a notar el portafolios esperándolo sobre la silla al lado de la suya? Pedro y Mario no quieren ni pensarlo y no piensan en otra cosa... Al fin y al cabo el tipo tiene tanto o tan poco derecho al portafolios como ellos, al fin y al cabo es sólo cuestión de azar, una mesa mejor elegida y listo. El tipo sorbe su bebida con desgano, traga uno que otro ingrediente; ellos ni pueden pedir otro café porque están en la mala como puede ocurrirle a usted o a mí, más quizá a mí que a usted, pero eso no viene a cuento ahora que Pedro y Mario viven supeditados a un tipo que se saca pedacitos de salame de entre los dientes con la uña mientras termina de tomar su trago y no ve nada, no oye los comentarios de la muchachada: Se los ve en las esquinas. Hasta Elba el otro día me lo comentaba, fijáte, ella que es tan chicata; ni qué ciencia ficción, aterrizados de otro planeta aunque pare-cen tipos del interior pero tan peinaditos, atildaditos te digo y yo a uno le pedí la hora pero minga, claro, no tienen reloj, para qué van a querer reloj, me podés decir, si viven en un tiempo que no es el de nosotros. No. Yo también los vi, salen de debajo de los adoquines en esas calles donde todavía quedan y vaya uno a saber qué buscan aunque sabemos que dejan agujeros en las calles, esos baches enormes por donde salieron y que no se pueden cerrar más.
Ni el tipo del batido de Gancia los escucha ni los escu-chan Mario y Pedro, pendientes de un portafolios olvidado sobre una silla que seguro contiene algo de valor, porque si no no hubiera sido olvidado así para ellos, tan sólo para ellos, si el tipo del batido no. El tipo del batido de Gancia, copa terminada, dientes escarbados, platitos casi sin tocar, se levanta de la mesa, paga de pie, mozo retira todo mete propina en bolsa pasa el trapo húmedo sobre mesa y se aleja y listo, ha llegado el momento porque el café está animado en la otra punta y aquí vacío y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.
Portafolios bajo el brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver el saco de hombre abandonado sobre un coche, contra la vereda. Contra la vereda el coche, y por ende el saco abandonado sobre el techo del mismo. Un saco espléndi-do de estupenda calidad. También Pedro lo ve, a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia, con lo bien que a él le vendría un saco nuevo y además con los bolsillos llenos de guita. Mario no se anima a agarrarlo. Pedro sí aunque con cierto remordimiento que crece, casi estalla al ver acercarse a dos canas que vienen hacia ellos con intenciones de.
-Encontramos este coche sobre un saco. Este saco sobre un coche. No sabemos qué hacer con él. El saco, digo.
-Entonces déjelo donde lo encontró. No nos moleste con menudencias, estamos para cosas más importantes.
Cosas más trascendentes. Persecución del hombre por el hombre si me está permitido el eufemismo. Gracias a lo cual el célebre saco queda en las manos azoradas de Pedro que lo ha tomado con tanto cariño. Cuánta falta le hacía un saco como éste, sport y seguro bien forradito, ya dijimos, forrado de guita no de seda qué importa la seda. Con el botín bien sujeto enfilan a pie hacia su casa. No se deciden a sacar uno de esos billetes crocantitos que Mario creyó vislumbrar al abrir apenas el portafolios, plata para tomar un taxi o un mísero colectivo.
Por las calles prestan atención por si las cosas raras que están pasando, ésas que oyeron de refilón en el café, tienen algo que ver con los hallazgos. Los extraños personajes o no aparecen por esas zonas o han sido reemplazados: dos vigilantes por esquina son muchos vigilantes porque hay muchas esquinas.
Esta no es una tarde gris como cualquiera y pensándolo bien quizá tampoco sea una tarde de suerte como parece. Son las caras sin expresión de un día de semana, tan distintas de las caras sin expresión de los domingos. Pedro y Mario ahora tienen color, tienen máscara y se sienten existir porque en su camino florecie-ron un portafolios (fea palabra) y un saco sport. (Un saco no tan nuevo como parecía, más bien algo raído y con los bordes gastados pero digno. Eso es: un saco digno.) Como tarde no es una tarde fácil, ésta. Algo se desplaza en el aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse señalados. Ven policías por todos los rincones, policías en los vestíbulos sombríos, de a pares en todas las esquinas cubriendo el área ciudadana, policías trepi-dantes en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del país dependiera de ellos y quizá dependa, sí, por eso están las cosas como están y Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolios lo tiene trabado, ni que ocultara un micrófono, pero qué paranoia, si nadie lo obliga a cargarlo. Podría deshacerse de él en cualquier rincón oscuro y no, ¿cómo largar la fortuna que ha llegado sin pedir a manos de uno, aunque la fortuna tenga carga de dinamita? Toma el portafolios con más naturalidad, con más cariño, no como si estuviera a punto de estallar. En ese mismo momento Pedro decide ponerse el saco que le queda un poco grande pero no ridículo ni nada de eso. Holgado, sí, pero no ridículo; cómodo, abrigado, cariñoso, gas-tadito en los bordes, sobado. Pedro mete las manos en los bolsillos del saco (sus bolsillos) y encuentra unos cuantos bole-tos de colectivo, un pañuelo usado, unos billetes y monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los han estado siguiendo. Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible, y Mario debe de estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Chifla entre dientes con cara de tipo que toda su vida ha estado cargando un ridículo portafolios negro como ése. La situación no tiene aire tan brillante como en un principio.
Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene tras ellos y quizá alguno dejó el portafolios y el saco con oscuros designios. Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: No entremos a casa, sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro está de acuerdo. Mario rememo-ra con nostalgia los tiempos (una hora atrás) cuando podían hablarse en voz alta y hasta reír. El portafolios se le está haciendo demasiado pesado y de nuevo tiene la tentación de abandonar-lo a su suerte. ¿Abandonarlo sin antes haber revisado el conteni-do? Cobardía pura.
Siguen caminando sin rumbo fijo para despistar a algún posible aunque improbable perseguidor. No son ya Pedro y Mario los que caminan, son un saco y un portafolios convertidos en personajes. Avanzan y por fin el saco decide: Entremos en un bar a tomar algo, me muero de sed.
-¿Con todo esto? ¿Sin siquiera saber de qué se trata?
-Y, sí. Tengo unos pesos en el bolsillo.
Saca la mano azorada con dos billetes. Mil y mil de los viejos, no se anima a volver a hurgar, pero cree -huele- que hay más. Buena falta les hacen unos sandwiches, pueden pedir-los en ese café que parece tranquilo.
Un tipo dice y la otra se llama los sábados no hay pan; cualquier cosa, me pregunto cuál es el lavado de cerebro. . . En épocas turbulentas no hay como parar la oreja aunque lo malo de los cafés es el ruido de voces que tapa las voces. Lo bueno de los cafés son los tostados mixtos.
Escuchá bien, vos que sos inteligente.
Ellos se dejan distraer por un ratito, también se preguntan cuál será e1 lavado de cerebro, y si el que fue llamado inteligente se lo cree. Creer por creer, los hay dispuestos hasta a creerse lo de los sábados sin pan, como si alguien pudiera ignorar que los sábados se necesita pan para fabricar las hostias del domingo y el domingo se necesita vino para poder atravesar el páramo feroz de los días hábiles.
Cuando se anda por el mundo -los cafés- con las antenas aguzadas se pescan todo tipo de confesiones y se hacen los razonamientos más abstrusos (absurdos), absolutamente nece-sarios por necesidad de alerta y por culpa de esos dos elementos tan ajenos a ellos que los poseen a ellos, los envuelven sobre todo ahora que esos muchachos entran jadeantes al café y se sientan a una mesa con cara de aquí no ha pasado nada y sacan carpetas, abren libros pero ya es tarde: traen a la policía pegada a sus talones y, como se sabe, los libros no engañan a los sagaces guardianes de la ley, más bien los estimulan. Han llegado tras los estudiantes para poner orden y lo ponen, a empujones: docu-mentos, vamos, vamos, derechito al celular que espera afuera con la boca abierta. Pedro y Mario no saben cómo salir de allí, cómo abrirse paso entre la masa humana que va abandonando el café a su tranquilidad inicial, convaleciente ahora. Al salir, uno de los muchachos deja caer un paquetito a los pies de Mario que, en un gesto irreflexivo, atrae el paquete con el pie y lo oculta tras el célebre portafolios apoyado contra la silla. De golpe se asusta: cree haber entrado en la locura apropiatoria de todo lo que cae a su alcance. Después se asusta más aún: sabe que lo ha hecho para proteger al pibe pero, ¿y si a la cana se le diera por registrarlo a él? Le encontrarían un portafolios que vaya uno a saber qué tiene adentro, un paquete inexplicable (de golpe le da risa, alucina que el paquete es una bomba y ve su pierna volando por los aires simpáticamente acompañada por el portafolios, ya despanzurrado y escupiendo billetes de los gordos, falsos). Todo esto en el brevísimo instante de disimular el paquetito y después nada. Más vale dejar la mente en blanco, guarda con los canas telépatas y esas cosas. ¿Y qué se estaba diciendo hace mil años cuando reinaba la calma?: un lavado de cerebro; necesario sería un autolavado de cerebro para no delatar lo que hay dentro de esa cabecita loca -la procesión va por dentro, muchachos-. Los muchachos se alejan, llevados un poquito a las patadas por los azules, el paquete queda allí a los pies de estos dos señores dignos, señores de saco y portafolios (uno de cada para cada). Dignos señores ahora muy solos en el calmo café, señores a los que ni un tostado mixto podrá ya consolar.
Se ponen de pie. Mario sabe que si deja el paquetito el mozo lo va a llamar y todo puede ser descubierto. Se lo lleva, sumándolo así al botín del día pero por poco rato; lo abandona en una calle solitaria dentro de un tacho de basura como quien no quiere la cosa y temblando. Pedro a su lado no entiende nada pero por suerte no logra reunir las fuerzas para preguntar.
En épocas de claridad pueden hacerse todo tipo de preguntas, pero en momentos como éste el solo hecho de seguir vivo ya condensa todo lo preguntable y lo desvirtúa. Sólo se puede caminar, con uno que otro alto en el camino, eso sí, para ver por ejemplo por qué llora este hombre. Y el hombre llora de manera tan mansa, tan incontrolable, que es casi sacrílego no detenerse a su lado y hasta preocuparse. Es la hora de cierre de las tiendas y las vendedoras que enfilan a sus casas quieren saber de qué se trata: el instinto maternal siempre está al acecho en ellas, y el hombre llora sin consuelo. Por fin logra articular. Ya no puedo más, y el corrillo de gente que se ha formado a su alrededor pone cara de entender pero no entiende. Cuando sacude el diario y grita no puedo más, algunos creen que ha leído las noticias y el peso del mundo le resulta excesivo. Ya están por irse y dejarlo abandonado a su flojera. Por fin entre hipos logra explicar que busca trabajo desde hace meses y ya no le queda un peso para el colectivo ni un gramo de fuerza para seguir buscando.
-Trabajo le dice Pedro a Mario-. Vamos, no tenemos nada que hacer acá.
-Al menos, no tenemos nada que ofrecerle. Ojalá tuvié-ramos.
Trabajo, trabajo, corean los otros y se conmueven porque ésa sí es palabra inteligible y no las lágrimas. Las lágrimas del hombre siguen horadando el asfalto y vaya uno a saber qué encuentran pero nadie se lo pregunta aunque quizá él sí, quizá él se esté diciendo mis lágrimas están perforando la tierra y el llanto puede descubrir petróleo. Si me muero acá mismo quizá pueda colarme por los agujeritos que hacen las lágrimas en el asfalto y al cabo de mil años convertirme en petróleo para que otro como yo, en estas mismas circunstancias... Una idea bonita pero el corrillo no lo deja sumirse en sus pensamientos que de alguna manera -intuye- son pensamientos de muerte (el corrillo se espanta: pensar en muerte así en plena calle, qué atentado contra la paz del ciudadano medio a quien sólo le llega la muerte por los diarios). Falta de trabajo sí, todos entienden la falta de trabajo y están dispuestos a ayudarlo. Es mejor que la muerte. Y las buenas vendedoras de las casas de artefactos electrodomésticos abren sus carteras y sacan algunos billetes por demás estrujados, de inmediato se organiza la colecta, las más decididas toman el dinero de los otros y los instan a aflojar más. Mario está tentado de abrir el portafolios: ¿qué tesoros habrá ahí dentro para com-partir con ese tipo? Pedro piensa que debería haber recuperado el paquete que Mario abandonó en un tacho de basura. Quizá eran herramientas de trabajo, pintura en aerosol, o el perfecto equipito para armar una bomba, cualquier cosa para darle a este tipo y que la inactividad no lo liquide.
Las chicas están ahora pujando para que el tipo acepte el dinero juntado. El tipo chilla y chilla que no quiere limosnas. Alguna le explica que sólo se trata de una contribución espontá-nea para sacar del paso a su familia mientras él sigue buscando trabajo con más ánimo y el estómago lleno. El cocodrilo llora ahora de la emoción. Las vendedoras se sienten buenas, redimi-das, y Pedro y Mario deciden que éste es un tipo de suerte.
Quizá junto a este tipo Mario se decida a abrir el portafolios y Pedro pueda revisar a fondo el secreto contenido de los bolsillos del saco.
Entonces, cuando el tipo queda solo, lo toman del brazo y lo invitan a comer con ellos. El tipo al principio se resiste, tiene miedo de estos dos: pueden querer sacarle la guita que acaba de recibir. Ya no sabe si es cierto o si es mentira que no encuentra trabajo o si ése es su trabajo, simular la desesperación para que la gente de los barrios se conmueva. Reflexiona rápidamente: Si es cierto que soy un desesperado y todos fueron tan buenos conmigo no hay motivo para que estos dos no lo sean. Si he simulado la desesperación quiere decir que mal actor no soy y voy a poder sacarles algo a estos dos también. Decide que tienen una mirada extraña pero parecen honestos, y juntos se van a un boliche para darse el lujo de unos buenos chorizos y bastante vino.
Tres, piensa alguno de ellos, es un número de suerte. Vamos a ver si de acá sale algo bueno.

¿Por qué se les ha hecho tan tarde contándose sus vidas que quizá sean ciertas? Los tres se descubren una idéntica necesidad de poner orden y relatan minuciosamente desde que eran chicos hasta estos días aciagos en que tantas cosas raras están pasando. El boliche queda cerca del Once y ellos por momentos sueñan con irse o con descarrilar un tren o algo con tal de aflojar la tensión que los infla por dentro. Ya es la hora de las imaginacio-nes y ninguno de los tres quiere pedir la cuenta. Ni Pedro ni Mario han hablado de sus sorpresivos hallazgos. Y el tipo ni sueña con pagarles la comida a estos dos vagos que para colmo lo han invitado.
La tensión se vuelve insoportable y hay que decidirse. Han pasado horas. Alrededor de ellos los mozos van apilando las sillas sobre las mesas, como un andamiaje que poco a poco se va cerrando, amenaza con engullirlos, porque los mozos en un insen-sible ardor de construcción siguen apilando sillas sobre sillas, mesas sobre mesas y sillas y más sillas. Van a quedar aprisionados en una red de patas de madera, tumba de sillas y una que otra mesa. Buen final para estos tres cobardes que no se animaron a pedir la cuenta. Aquí yacen: pagaron con sus vidas siete sándwi-ches de chorizo y dos jarras de vino de la casa. Fue un precio equitativo.
Pedro por fin -el arrojado Pedro- pide la cuenta y reza para que la plata de los bolsillos exteriores alcance. Los bolsillos internos son un mundo inescrutable aun allí, escudado por las sillas; los bolsillos internos conforman un laberinto demasiado intrincado para él. Tendría que recorrer vidas ajenas al meterse en los bolsillos interiores del saco, meterse en los que no le pertenece, perderse de sí mismo entrando a paso firme en la locura.
La plata alcanza. Y los tres salen del restaurant aliviados y amigos. Como quien se olvida, Mario ha dejado el portafolios -demasiado pesado, ya- entre la intrincada construcción de sillas y mesas encimadas, seguro de que no lo van a encontrar hasta el día siguiente. A las pocas cuadras se despiden del tipo y siguen camino al departamento que comparten. Cuando están por llegar, Pedro se da cuenta de que Mario ya no tiene el portafolios. Entonces se quita el saco, lo estira con cariño y lo deja sobre un auto estacionado, su lugar de origen. Por fin abren la puerta del departamento sin miedo, y se acuestan sin miedo, sin plata y sin ilusiones. Duermen profundamente, hasta el punto que Mario, en un sobresalto, no logra saber si el estruendo que lo acaba de despertar ha sido real o soñado.



 de Aquí pasan cosas raras en Cuentos completos y uno más(Alfaguara,2000)


Nació en Buenos Aires el 26 de noviembre de 1938. A los 17 años comenzó a publicar en periódicos de esa ciudad. En 1959 vivió en París donde escribió su primera novela Hay que sonreír. Trabajó como periodista en el diario La Nación y en la revista Crisis, entre otras. Obtuvo en 1969 la Beca Fullbright. Desde 1972 hasta 1974 vivió en México, París y Barcelona, con una breve permanencia en Nueva York, donde investigó aspectos de la literatura marginal norteamericana como becaria del Fondo Nacional de las Artes. En 1979 se trasladó a los Estados Unidos. Dictó durante diez años diversos seminarios y talleres de escritura en las universidades de Nueva York y Columbia.
Trabajó con Amnistía International y obtuvo la Beca Guggenheim en 1983. Su extensa obra novelística comprende: Hay que sonreír, El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de lagartija, Novela negra con argentinos, Realidad nacional desde la cama. Sus colecciones de cuentos Los heréticos, Aquí pasan cosas raras, Libro que no muerde, Donde viven las águilas, Cambio de armas y Simetrías han sido recientemente reunidas en Cuentos completos y uno más.
La totalidad de su obra ha sido traducida al inglés. En parte también al alemán, francés, portugués, holandés, japonés y croata entre otros idiomas. Radica en Buenos Aires desde 1989. Acaba de publicar un libro de ensayos, Peligrosas Palabras y una novela, La Travesía. Es Doctora Honoris Causa de la Universidad de Knox, Illinois, y en 1997 recibió la Medalla Machado de Assis de la Academia Brasilera de Letras.


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