"EL CAMINO DE LOS VIAJEROS"(fragmentos de la novela)
Estoy lavando ropa en la piletita. Una araña se enrosca y se desenrosca en su tela, se abre, es temible, la espío mientras el agua fría y escasa va cayendo sobre la tela estrujada, sobre mi piel que se paspará, sobre el pórtland rugoso y gastado de la pileta, sobre el aire que traspasa hasta llegar al agujero de la rejilla y se escurre musicalmente. Lavo la ropa, le quito la suciedad del mundo, del cuerpo, los recuerdos, las formas que mis codos, mis rodillas, mis senos le dejaron, la retuerzo y los infinitos hilos del entramado de algodón forman ángulos, dobleces, ondulaciones, forman una inaguantable desproporción con la naturaleza. Enjuago, enjuago, enjuago, ya nada queda de lo que dejó mi cuerpo sobre la ropa, el agua lava, bautiza de nuevo, el agua estira, estira, llueve sobre mi ropa, el agua se escurre por todas partes y una araña enorme y negra que tiene el tamaño de mi mano abierta, imita en la intemperie del aire los descuartizamientos de esta ropa mojada que estrujo una vez más, mis manos se cierran para retorcerla, mis ojos se achican para acompañar su tamaño. Hago desaparecer la forma de mi cuerpo en mis manos y la araña pendula, arañosa y negra la araña. Mientras tanto se precipitan, suben y bajan los pájaros de alas dientudas por el cielo, y la araña y yo aquí estamos, silenciosas, retorciendo lo que queda de nosotras y el agua cae y se escurre y se precipita hacia un fondo que soy incapaz de imaginar. El agua, los pájaros, la araña, yo. Mi ropa estirada en el aire chorreando agua. Agua. No muy lejos, a orillas del río, otras mujeres con los pies en el agua golpean ropa mojada contra las piedras. Golpean y golpean. Ese golpeteo intenso, perturbador, resuena en la boca de mi estómago.
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Los milicos desconocían la relación estrecha que sus pobres personas mantenían con la muerte, con esa misma muerte, la de todo el mundo, la que continuaba unida a mí por el lado izquierdo y me acompañaba dejando que un hilo de aire me confirmara su compañía. Para los milicos, en cambio, la muerte era el resultado de una acción que ellos podían realizar o a la que ellos se enfrentaban. La muerte podía acompañarlos o estar a su lado, era tan sólo un agregado de la vida, podía aparecer o no, y nada cambiaba. La muerte para ellos brotaba de una maniobra del cuerpo, a la que únicamente el cuerpo era capaz de responder. Ellos no creían que a la muerte se la pudiera mirar a los ojos. Es muy probable que, en el fondo, los milicos carecieran de ese don, de ese sentido de la simbolización y que sin duda, en el caso de haberlo poseído, los hubiera acercado a alguna forma de sabiduría o les habría cambiado el rostro para siempre y quitado la postura rígida y la sequedad de la mirada. Tal vez su prolongado, legendario contacto con las armas de fuego contribuyó bastante a que el acto de morir se les hiciera cotidiano, a que se les fuera metiendo adentro de las intenciones, al punto de que se les mezclara en sus quehaceres, tanto y tanto, que ya nunca más pudieran quitársela de las entrañas y de los escondites más escondidos de su cuerpo. Es muy factible que ese contacto repetido con las armas les hubiera pulverizado la capacidad de hacer de la muerte algo semejante a una sombra con la que, acaso, se pudiera conversar. Para ellos ver matar o convertir a las personas en muertos eran acciones simples, tan simples que hasta podía evitarse hablar de ellas. Después ningún resto, ningún vestigio, nada les quedaba, salvo el recuerdo o la memoria de un cuerpo que, al haber pasado por el acto de morir, se convertía en una cosa. De cualquier modo se trataba de una memoria insignificante. Si la vida era un envoltorio de celofán, la muerte era un objeto frágil, frágil o poco consistente o, tal vez, escurridizo como el agua que con todo se mezcla, menos con el aceite. Y la frágil muerte, simple, muy simple y enhebrada hilo por hilo, estaba en la torpeza de cada uno de sus movimientos, de la mañana a la noche. En ese sentido prácticamente nada en común tenían con Marcos. Por el contrario, Marcos sentía que la muerte era lo que era: una presencia que merodeaba a la gente y cada tanto se le escapaba por los ojos. Si en algo se vincularon y se enfrentaron los milicos y Marcos tal vez fuera en la relación que cada uno de ellos tenía con la muerte. Para los milicos la muerte no existía por sí sola, surgía de un acto de necesidad, eso que se desprendía de la gente o de la voluntad del cuerpo de la gente. Para Marcos, en cambio, se trataba de una contrincante casi sagrada. Sagrada y bestial. Por eso cada noche, al acariciarme, la acariciaba y la acariciaba sin descanso, con una lentitud exagerada, hasta volverla translúcida.
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Inexplicablemente nació en nosotros una verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era una gran ventaja para nosotros.
El camino de los viajeros ( Ed. UNL, Santa Fe, 2012).
Irma Verolín nació en Buenos Aires en 1953, y reside en Capital Federal. Ha sido finalista del Premio Planeta Argentina de novela, del Premio Fortabat, y del Premio de novela del diario La Nación.
Ha obtenido el Premio Emecé, el Premio del Fondo Nacional de las Artes, el Premio Encuentro de escritores patagónicos, el Premio Municipal Eduardo Mallea, el Premio Internacional Horacio Silvestre Quiroga y el Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos.
Publicó los libros de cuentos “Hay una nena que gira”, “La escalera del patio gris” y “Una luz que encandila”, y una novela, “El puño del tiempo”. Como autora de literatura infantil y juvenil publicó “La gata sobre el teclado” y “Lluvia sobre el mundo”, entre otros. Integra diversas antologías en el país y en el exterior, y algunos de sus relatos fueron traducidos al inglés.
Ha obtenido el Premio Emecé, el Premio del Fondo Nacional de las Artes, el Premio Encuentro de escritores patagónicos, el Premio Municipal Eduardo Mallea, el Premio Internacional Horacio Silvestre Quiroga y el Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos.
Publicó los libros de cuentos “Hay una nena que gira”, “La escalera del patio gris” y “Una luz que encandila”, y una novela, “El puño del tiempo”. Como autora de literatura infantil y juvenil publicó “La gata sobre el teclado” y “Lluvia sobre el mundo”, entre otros. Integra diversas antologías en el país y en el exterior, y algunos de sus relatos fueron traducidos al inglés.
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