03 abril, 2022

Lygia Fagundes Telles(Brasil, 1923-2022) LA CACERÍA

 


Lygia Fagundes Tell

LA CACERÍA

(Traducción de Lilia Osorio)

El almacén de antigüedades tenía el olor de un arca de sacristía, con sus paños revueltos y libros comidos de polilla. Con las puntas de los dedos el hombre tocó una pila de cuadros. Una mariposa levantó el vuelo y fue a chocar contra una imagen de manos mutilada

-Bonita imagen -dijo. La vieja sacó una horquilla del rodete y se limpió la uña del pulgar. Volvió a ensartarla en el cabello.

-Es un San Francisco.

Entonces él volteó lentamente hacia el tapiz que ocupaba toda la pared del fondo del almacén. Se aproximó más. La vieja se aproximó también.

-Ya noté que el señor se interesa también por eso... Lástima que se encuentre en ese estado.

El hombre extendió la mano hacia el tapiz pero no llegó a tocarlo.

-Parece que hoy está más nítido..

-¿Nítido? -repitió la vieja, poniéndose los anteojos. Deslizó la mano sobre la superficie raída -¿Cómo nítido ?

-Los colores son más vivos. ¿Le puso usted algo ?

La vieja l0 encaró. Y bajó la mirada hacia la imagen de manos mutiladas. El hombre estaba tan pálido y perplejo como la imagen.

-No le puse nada, imagínese... ¿Por qué me lo pregunta?

-Noté una diferencia.

-Nada, no le puse nada, ese tapiz no aguanta ni la más leve pluma, ¿no lo ve?Creo que sólo el polvo sostiene el tejido -agregó, tomando nuevamente la horquilla de su cabeza. Le dio vueltas entre los dedos con aire pensativo. Hizo una mueca : -Fue un desconocido quien lo trajo; necesitaba dinero. Le dije que el paño estaba muy estropeado, que era difícil encontrar un comprador; pero él insistió tanto ... Lo colgué ahí en la pared y ahí se quedó. Pero ya hace años de eso. Y el tal joven no regresó jamás.

-Extraordinario..

La vieja ahora no sabía si el hombre se refería al tapiz o al caso que le acaba de contar. Encogió los hombros. Volvió a limpiarse las uñas con la horquilla.

-Yo podría venderlo pero, para ser franca, creo que ni siquiera vale la pena. A la hora de desprenderlo es capaz de caerse a pedazos.

El hombre encendió un cigarrillo. Su mano temblaba. ¡En qué tiempo, Dios mío! ¿En qué tiempo habría asistido a esa misma escena?

¿Y dónde?

Era una escena de caza. En el primer plano estaba el cazador con el arco tensado, apuntando hacia un matorral espeso. En un plano más profundo otro cazador acechaba entre los árboles del bosque, pero era apenas una vaga silueta, cuyo rostro se reducía a un contorno desvaído. Poderoso, absoluto -era el primer cazador, la barba violenta como un nudo de serpientes, los músculos tensos, en espera de que la presa se levantase para lanzarle la flecha.

El hombre respiraba con esfuerzo. Dejó vagar la mirada por el tapiz, que tenía el color verdoso de un cielo de tempestad. Envenenando el tono verde-musgo del tejido se destacaban manchas de un negro violáceo que parecían escurrir del follaje , deslizarse por las botas del caz ador y esparcirse por el suelo como un líquido maligno. El matorral en el cual la presa estaba escondida tenía también las mismas manchas, que tanto podían formar parte del diseño como ser simple efecto del tiempo devorando el paño.

-Parece que hoy todo está más próximo -dijo el hombre en voz baja. -Y cómo se.. . ¿Pe ro de veras n0 está diferente?

La vieja fijó más la mirada . Sacó los anteojos y volvió a ponérselos.

-No veo ninguna diferencia .

-Ayer no se podía ver si él había disparado o no la flecha...

-¿Qué flecha? ¿Está usted viendo alguna flecha?

-Aquel puntito ahí, en el arco...

La vieja suspiró.

-¿No será más bien un agujero de polilla? Mire ahí, la pared ya está a pareciendo; esas polillas acaban con todo -se lamentó, disfrazando un bostezo. Se apartó sin ruido con sus chinelas de lana. Esbozó un gesto distraído: -Quédese cuanto quiera, voy a hacer mi té.

El hombre dejó caer el cigarrillo. Lo aplastó muy despacio con la suela del zapato. Apretó los maxilares en una contracción dolorosa. Conocía ese bosque, ese cazador, ese cielo ¡conocía todo tan bien, tan bien! Casi sentía en las narices el perfume de los eucaliptos, casi sentía morderle la piel el frío húmedo de la madrugada, ¡ah, esa madrugada! ¿Cuándo? Había recorrido aquella misma vereda, había aspirado ese mismo vapor que bajaba denso del cielo verde... ¿O acaso subía del suelo? El cazador de barba encaracolada parecía sonreír perversamente embozado. ¿Habría sido ese cazador? ¿O el compañero allá adelante, el hombre sin cara espiando entre los árboles ? Un personaje de tapiz. ¿Pero cuál? Clavó la mirada en el matorral donde estaba escondida la presa . Sólo hojas, sólo silencio y hojas empastadas en la sombra. Pero detrás de las hojas, a través de las manchas, presentía el bulto jadeante de la presa. Se compadeció de aquel ser lleno de pánico, en espera de una oportunidad para seguir huyendo. ¡Tan cercano a la muerte! El más leve movimiento que hiciese y la flecha... La vieja no podía distinguirla, nadie podría percibirla, reducida como estaba a un puntito carcomido, más pálido que un grano de polvo suspendido en el arco

Enjugando el sudor de las manos, el hombre retrocedió algunos pasos. Le vino ahora una cierta paz, ahora que sabía que había formado parte de la cacería. Pero esa era una paz sin vida, impregnada de los mismos coágulos traicioneros del follaje. Cerró los ojos. ¿Y si hubiera sido e! pintor que hizo el cuadro? Casi todos los tapices antiguos eran reproducciones de cuadros. ¿Acaso no lo eran ? Había pintado el cuadro original y por eso podía reproducir, con los ojos cerrados, toda la escena hasta su más mínimo detalle: el contorno de los árboles, el cielo sombrío, el cazador de barba enmarañada, sólo músculos y nervios apuntando al matorral... "¡Pero si detesto las cacerías! ¿Por qué tengo que estar ahí dentro?"

Apretó el pañuelo contra la boca. La náusea. Ah, si pudiese explicar toda esa familiaridad repugnante, si pudiese al menos... ¿Y si fuese un simple espectador casual, de esos que miran y pasan? ¿No era una hipótesis? Podía entonces haber visto el cuadro en el original: la cacería no pasaba de ser una ficción. "Antes de la confección del tapiz..." murmuró, enjugando los huecos entre los dedos con el pañuelo.

Echó la cabeza para atrás, como si le jalaran los cabellos, ¡no, no estaba del lado de a fuera, sino allá dentro, enclavado en el escenario! ¿Y por qué todo parecía más nítido que la víspera, por qué los colores eran más fuertes a pesar de la penumbra? ¿Por qué la fascinación que se desprendía del paisaje venía ahora así, vigorosa, renovada...? Salió cabizbajo, los puños en el fondo de los bolsillos. Se detuvo medio acezante en la esquina. Sintió el cuerpo molido, los párpados pesados. ¿Y si se fuese a dormir? Pero sabía que no podría dormir, sentía ya el insomnio siguiéndolo en la misma marca de su sombra. Se levantó el cuello del abrigo. ¿Era real ese frío? ¿O era el recuerdo del frío del tapiz ? "¡Qué locura... Y no estoy loco", concluyó con una sonrisa desamparada. Sería una solución fácil. "Pero no estoy loco."

Vagó por las calles, entró a un cine, salió enseguida y cuando volvió a tener conciencia de si estaba frente al almacén de antigüedades, la nariz achatada contra la vitrina, intentando vislumbrar el tapiz allá en el fondo. Cuando llegó a su casa se tiró de bruces en la cama y permaneció con los ojos muy abiertos, fundidos en la oscuridad. La voz trémula de la vieja parecía venir de dentro de la almohada, una voz sin cuerpo, metida en chinelas de lana: "¿Qué flecha? No veo ninguna flecha..." Mezclándose a la voz llegó el murmullo de las polillas en medio de risitas. El algodón sofocaba las risas que se entrelazaron en una red verdosa, compacta, apretándose en el tejido con manchas que se escurrieron hasta el límite del marco. Se vio enredado en los hilos y quiso huir, pero el marco lo aprisionó entre sus brazos. En el fondo, allá en el fondo del foso, podía distinguir las serpientes enlazadas en el verdinegro. Palpó su quijada. "¿Soy el cazador?" Pero en el envés de la barba encontró la viscosidad de la sangre.

Despertó con su propio grito que se extendió dentro de la madrugada. Se enjugó e! rostro mojado de sudor. ¡Ah, aquel calor y aquel frío! Se arropó en las sábanas. ¿Y si fuese el artesano que trabajó en el tapiz? Podía verlo de nuevo, tan nítido, tan próximo que, si extendiese la mano, despertaría al follaje. Apretó los puños. Tendría que destruirlo, no era verdad que allende aquel trapo abominable había algo más, no pasaba de ser un rectángulo de paño sostenido por el polvo. ¡Bastaba soplarlo, soplarlo!

Encontró a la vieja a la puerta del almacén. Sonrió irónica:

-Hoy madrugó usted.

-Debe extrañarle, pero...

-Ya no me extraña nada, joven. Puede entrar, puede entrar; ya conoce e! camino..

"Conozco el camino", murmuró, siguiendo lívido entre los muebles. Se paró. Dilató las narices. ¿Y aquel olor de follaje y tierra, de dónde venía aquel olor? ¿Y por qué el almacén se fue empalideciendo, allá lejos? Inmenso, real, único, el tapiz comenzó a arrastrarse subrepticiamente por el piso, por el techo, engullendo todo con sus manchas verdosas. Quiso retroceder, se aferró a un armario, se tambaleó resistiendo todavía y extendió los brazos hasta la columna. Sus dedos se hundieron entre las ramas y resbalaron por el tronco de un árbol: ¡no era una columna, era un árbol! Lanzó de nuevo una mirada desorbitada: había penetrado en el tapiz, estaba dentro del bosque, los pies pesados de barro, los cabellos pegados de rocío. Alrededor todo inmóvil. Estático. En el silencio de la madrugada ni el piar de un pájaro, ni el rumor de una hoja . Se inclinó, jadeante. ¿Era el cazador? ¿O la presa? No importaba, no importaba, sabía apenas que tenía que seguir corriendo sin parar entre los árboles, cazando o siendo cazado. ¿O siendo cazado...? Apretó las palmas de las manos contra la cara ardiente, enjugó con el puño de la camisa el sudor que le escurría por el cuello. El labio agrietado vertía sangre.

Abrió la boca. Y recordó. Gritó y se sumergió en el matorral. Oyó el silbido de la flecha, atravesando el follaje, ¡el dolor !

"No...", gimió, de rodillas. Trató todavía de aferrarse al tapiz. Y rodó , encogido, apretándose el corazón con las manos.i  .        .              .      .     s. çadaoAesó , encogido, apretándose el corazón con las manos.

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