13 junio, 2012

Eudora Welty (EE.UU., Misisipi, 1909 -2001).


Demostración




Aquel sábado, el médico volvió a pasar por su consulta cerca de las once de la noche. Recientemente había adquirido la costumbre de jugar una partida de bridge semanal en el club, pero esa noche lo habían interrumpido tres veces y acababa de venir de atender a la señorita Marcia Pope. La mujer, que estaba postrada en la cama y rechazaba todos los medicamentos, y en especial los tranquilizantes, sufría un ataque todas las mañanas antes del desayuno y a menudo también los sábados por la noche, pero no había perdido la memoria; se divertía recitando largos fragmentos de Shakespeare, el Arma virumque cano y cosas por el estilo. Cuanto más enérgicamente recitaba la señorita Marcia Pope, más inocente se volvía su anciano rostro: las arrugas desaparecían del todo.


«Creo que ahora no le costará dormir», había dicho el médico a la señora de compañía, que estaba sentada en su mecedora.


La señora Warrum hacía bien su trabajo; tal vez no había encontrado todavía una excusa que le conviniera para dejar ese empleo. No le asustaba la señorita Marcia Pope ni cuando tenía convulsiones ni cuando declamaba. No había ido a la escuela con aquella mujer, que había enseñado latín, educación cívica e inglés a tres generaciones de habitantes de Holden, Mississippi, y que había llevado durante cuarenta años una cartera de piel más grande que el maletín del doctor.


Esa noche, cuando él cerró su maletín, la señorita Marcia había abierto los ojos y había dicho con voz clara:


—¿Richard Strickland? En mi informe consta que Irene Roberts no está en su sitio. ¿Cuál de vosotros quiere recibir la azotaina?


—Tranquila, señorita Marcia. Irene sigue siendo mi esposa —había dicho él, pero no estaba seguro de la respuesta de esta.


En la consulta, cogió el periódico local al que estaba suscrito —al tiempo que miraba la fotografía de la portada, en la que aparecía un joven quemando su tarjeta de reclutamiento ante una cámara— y cerró con llave, dispuesto a volver a casa. Cuando bajó por la escalera y salió a la calle, alguien le tiró de la manga.




Era una niña negra.




—Tenemos que darnos prisa —dijo.


El maletín del médico seguía en el coche. La niña subió a la parte de atrás y acercó la cara a la oreja del doctor mientras él conducía colina abajo. Al atravesar las vías del tren dando botes, se cruzó con el coche del alguacil —no llevaba ningún pasajero que él pudiera ver— y preguntó a la niña:




—¿Quién está herido? ¿En qué casa?


Pero ella solo le decía cómo llegar, indicándole un callejón y luego otro, hasta que rodearon el molino de algodón.


Allí abajo las farolas estaban apagadas. La única luz eléctrica que se veía era la de la enorme caverna de la desmotadora de algodón. Los faros del coche iluminaban las varas de oro marchitas que bordeaban la carretera y hacían que parecieran más pesadas que el puente que cruzaba el arroyo.


La niña se inclinó hacia el hombro del médico, y tan pronto como este paró el coche oyó voces masculinas, pero al principio sus ojos distinguieron poco más que un grupo de formas blancas repartidas en el aire junto a un tejado bajo; eran gallinas que dormían posadas en un árbol. Luego vio las brasas de los cigarrillos. Había un patio tan atestado de gente como si tuviera lugar un funeral. Todos eran hombres. Aún parecían venir más personas de la iglesia que había cerca para unirse a la multitud que aguardaba ante la casa.


Los hombres se separaron para dejarle pasar cuando subió por la escalera rota y cruzó el porche precedido por la niña. Alguien sostenía una lámpara de queroseno en la puerta. Entró en una habitación llena de mujeres. La niña continuó avanzando hasta los pies de una cama de hierro y se detuvo. La lámpara se acercó por detrás al doctor, que siguió un camino de periódicos extendidos sobre el suelo entre la puerta y el lecho.


En la cama había una joven tapada hasta el cuello con una colcha oscura. Tenía los hombros apoyados sobre una almohada. La bóveda de su frente parecía recia como un ariete porque tenía los ojos en blanco.


El doctor Strickland echó hacia atrás la colcha. La joven, de piel muy negra, yacía con un vestido blanco y los zapatos puestos. ¿Una criada? Vio que no era la tela almidonada de un uniforme, sino un tejido brillante y ceñido, y que una banda roja arrugada cruzaba el vestido desde el hombro. Desató el nudo que la chica tenía en la cintura y quitó la banda. El satén ajustado ya estaba abierto en el cuello, y cuando el médico separó más la tela la muchacha empezó a dar patadas a los pies de la cama. Le descubrió el pecho y, antes de que ella le agarrara la mano, la herida que tenía debajo. Había un pequeño pinchazo con ligeras señales de hemorragia externa. El médico se había fijado en las manchas de sangre que había en el vestido, ya casi seca.


—Pongan agua a hervir. ¿Tan alteradas estaban que no han podido avisar al médico un poco antes?




La chica le clavó las uñas, que estaban pegajosas, en la mano.




—¿La han tocado? —preguntó él.




—¿No lo ve? Tampoco quiere que usted la toque —dijo una voz en la habitación.


La muchacha llevaba alrededor del cuello un collar que parecía hecho de dientes afilados y nacarados. Cuando él se lo quitó, la niña a la que habían mandado en su busca exclamó: «¡Yo lo quiero!», pero no se acercó. El médico no vio más heridas.


—¿Te duele al respirar? —Hablaba casi distraídamente al dirigirse a la chica.


Los pezones de los pechos de la joven proyectaban sombras que parecían higos; cuando el médico empleó el fonendoscopio, ella no respiró hondo. En la habitación mal ventilada, en la cama, el sudor se elevaba y parecía ablandar y despegar los periódicos que empapelaban las paredes como si fuera el vapor de un hervidor; incluso lustraba la blanca mano del doctor y sus dedos. Era una sensación hedionda. Cuando las mujeres se acercaban, sus caras se veían veteadas a la luz de la lámpara. Algo relucía cerca de la cabeza del doctor; colgada del extremo del poste de la cama, donde un chico habría lanzado su gorra, había una pandereta. Dejó caer el fonendoscopio y oyó los suspiros de las mujeres, sonidos domésticos como el de una escoba al barrer, mujeres que se preparaban para hacer compañía.




—Apártense —dijo—. ¿Tienen lumbre ahí dentro?


Miró hacia atrás y, aunque hacía calor en la habitación, atestada como estaba vio que la estufa de gas estaba encendida, con la mitad de los quemadores de color azul. La joven, que tenía los labios fruncidos, intentó retirar la mano mientras él le tomaba el pulso.




La niña que habían enviado en su busca, y a la que luego habían ordenado calentar agua, trajo el hervidor demasiado pronto y tuvieron que mandarla de nuevo a la cocina para que la pusiera a hervir. Una vez que estuvo lista y en la palangana, acercaron la lámpara; estaba tan cerca del codo del doctor que parecía que iba a quemarle el brazo.




—Apártense —repitió.


Tuvo que obligar a la chica a retirar la mano del pecho una y otra vez. La herida palpitaba de forma espasmódica, como si reaccionara a la luz.




—¿Un punzón de hielo?




—Esta vez ha acertado —dijeron unas voces en la habitación.




—¿Quién le ha hecho esto?


En la habitación se hizo el silencio; solo se oían las risas de los hombres en el patio.


—¿Cuándo ha sido? —Miró el camino de periódicos extendidos sobre el suelo—. ¿Dónde? ¿Dónde ha ocurrido? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?


Tuvo la extraña sensación de que en algún lugar de la estancia alguien lanzaba sonrisas en dirección a él. Se irguió y volvió a medias la cabeza. El ascua que brillaba a cierta altura a intervalos regulares correspondía a la pipa de una anciana con un delantal blanco que había junto a la puerta.




—¿Ha dicho algo? —preguntó el médico.




—¿No la conoce? —exclamaron las mujeres, como si no fuera a hacer nunca la pregunta correcta.


Soltó el brazo de la chica, que volvió a llevarse la mano a la herida y se la tapó dirigiéndole una mirada afectuosa. Entonces, el doctor como si ella hubiera hablado, la reconoció.




—Anda, si es Ruby —dijo.


Ruby Gaddy era la criada. Hacía la limpieza cinco días a la semana en el segundo piso del edificio del banco donde él tenía su consultorio.




—Ruby, soy el doctor Strickland —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?




—¡Nada! —exclamaron todas por ella.




La chica dejó de poner los ojos en blanco y clavó la vista en el rostro inexpresivo de la niña, que estaba de nuevo al pie de la cama y observaba desde aquella cómoda distancia. Las dos miradas eran idénticas: hermanas.




—¿Es que tengo que adivinarlo?


El médico miró alrededor. Vio que había un bebé sentado en el suelo astillado cerca de sus pies, sobre un periódico limpio, con una cuchara metida en la boca como si fuera una pipa. En aquel instante se oyeron unas carcajadas procedentes del patio, no muy distintas de las que sonaban cuando uno de los zoquetes del Elks' Club contaba un chiste verde o una anécdota de las carreras. Observó con el ceño fruncido al bebé, un niño, y este se le quedó mirando por encima de la cuchara puesta al revés y le dio una chupada larga y audible.


—¿Está casada? ¿Dónde está su marido? ¿Estaba él donde ocurrió el incidente?


Mientras las mujeres de la habitación prorrumpían en sonidos de diversión, el médico notó algo en el pie.




—¿Qué demonios corre aquí dentro? ¿Ratas?




—Se equivoca.


Por el suelo correteaban cobayas, no solo en aquella habitación, sino también al otro lado de la pared, en la cocina, donde por fin hervía el agua. Alguien volvió la cabeza hacia las hojas de un tallo de apio marchito colocado sobre una Biblia que había encima de la mesa.




—¡Cojan a esos bichos! —exclamó él.




El bebé se echó a reír; las mujeres lo imitaron.




—Corren como el rayo. ¡Se escapan enseguida! —dijo una voz.




—Nadie ha cogido esas cobayas desde que nacieron. Inténtelo usted.


—¿Sabe por qué? Porque son de Dove. Dove las dejó aquí cuando se marchó, solo para que estorbaran.


El médico notó que el peso de los dedos de Ruby disminuía y vio que dejaba caer el brazo sobre la cama. Había cerrado los ojos. Un niño con cara de mojigato había cogido el apio y se había arrodillado en el suelo. El ajetreo prosiguió en la habitación y las risas aumentaron hasta que el doctor Strickland logró hacerse oír.




—Está bien. Las he oído. ¿Fue Dove quien lo hizo? Vamos, díganmelo.




Oyó que alguien escupía en la estufa.




—Fue Dove.




—Dove.




—Dove.




—Dove.




—Esta vez ha acertado.


Mientras el nombre circulaba de boca en boca, el médico respiró hondo. Pero el suspiro que resonó en la habitación fue el de la joven; un suspiro desmesurado.






—¿Dove Collins? Las creo. He tenido que coserle bastantes veces los domingos por la mañana —dijo el médico—. Conozco a Ruby, conozco a Dove, y si volviera la luz les diría el nombre del resto de ustedes.


Mientras hablaba, reparó en Oree, una figura habitual de la plaza de Holden durante veinte años, que él había heredado como paciente; estaba sentada en su carretón, con la falda de flores extendida sobre el regazo y remetida bajo los muñones de las rodillas.


Mientras preparaba la inyección hipodérmica, vio que entraban más observadoras, una fila de mujeres vestidas de blanco con bandas rojas como la de Ruby, que se situaban en los rincones. Levantaron la lámpara —por encima de las sombras que proyectaban las cabezas, una tarjeta del día de San Valentín colgada en la pared irradiaba color— y cuando él se inclinó sobre la cama, la bajaron y acercaron cada vez más a la chica, de modo que pareció algo que fuera a devorarla.


—Ahora no veo lo que estoy haciendo —dijo enojado el médico, y cuando la luz se elevó y empezó a balancearse detrás de él, le pareció que su ira era como la de una madre.




—Me parece que Ruby se está rindiendo muy pronto —dijo una voz.




La joven seguía con los ojos cerrados. El médico le puso la inyección.




—¿Dónde se ha metido Dove? ¿Está buscándolo el alguacil? —
preguntó.




La hermana avanzó hasta la cabecera de la cama y dejó al bebé junto a la cara de Ruby.




—Quítalo de ahí —dijo el médico.




—Ni siquiera lo mira —observó la hermana—. Dale —dijo al bebé.




—Sácalo de aquí —ordenó el doctor Strickland.


El bebé tendió los dedos hacia su madre y le abrió un ojo. Cuando ella lo cerró, el pequeño gritó como si supiera que lo había hecho a propósito.


—Saquen de aquí al bebé y a todos los niños, ¿me oyen? —dijo el doctor Strickland—. Esto no va a ser agradable.




—Llévalo a la habitación de al lado, Twosie —indicó una voz.


—No. Me prometisteis que si iba a buscar al doctor me dejarías quedarme —replicó la niña en voz alta.




—Está bien. Entonces coge a Roger.


El bebé hizo un último intento de tocar la cara de su madre tendiendo una mano con uñas sin cortar y grises como las garras de una ardilla. La mujer que había estado sosteniendo la lámpara la dejó en el suelo y levantó al bebé de la cama. El niño empezó a agitar las piernas y ella le dio un golpe en la cabeza.




—¿Es que quiere criar a un idiota? —soltó el médico.


—Yo no voy a criarlo —contestó la madre mirando a la chica de la cama.


El rostro de la muchacha había perdido toda expresión. Se estaba quedando inconsciente. El médico le apartó la mano a un lado e inspeccionó el pinchazo una vez más. Estaba limpio como el ojo de una aguja. Mientras observaba a la joven, le levantó la mano y le lavó la muñeca, la palma callosa y, uno a uno, los dedos cubiertos de sangre seca. Cuando volvió a tomarle el pulso, vio que abría los ojos. Mientras contaba, no podía dejar de mirar aquellos ojos, que parecían más grandes que la esfera del reloj. Tenían la mirada impertérrita de la posesión. Ella sabía lo que tenía. Su memoria no hizo más esfuerzos por cerrar los párpados cuando él soltó su mano, ni cuando le quitó los zapatos y los dejó en el suelo, ni cuando, al apartarse él de la cama, la luz de la lámpara le dio de lleno en la cara.




La niña de doce años la miraba de hito en hito, con el bebé apretado contra el pecho.




—¿Puedes hacer que el niño se calle?


—Seguirá haciendo ruido hasta que le enseñen a callarse —dijo alguien.


—¡Me gustaría que hubiera un poco de tranquilidad y que mostraran más consideración! —dijo el médico —. Recuerden que aquí hay alguien a quien le cuesta mucho respirar. —Levantó el dedo y señaló a la anciana del delantal cuya pipa seguía brillando de forma regular junto a la puerta—. Usted, quédese. Usted, venga aquí y cuide de Ruby —indicó--. Las demás, márchense.




Cerró el maletín y se enderezó. La mujer le arrimó la lámpara a la cara.


—¿Se acuerda de Lucille? Soy yo. Le lavaba la ropa a su madre cuando usted nació. Me gustaría verle hacer algo —agregó con tono airado—. ¡Ni siquiera la ha vendado! ¡Claro que usted no es su padre!


—¡Tiene una hemorragia interna! —replicó él—. ¿Qué cree que le pasa?


Las mujeres se callaron. Durante un minuto el médico solo oyó el corretear de las cobayas.




Volvió a mirar a la chica; tenía los ojos fijos de poseída.


—Le he puesto una inyección. Ahora se dormirá. Si no se duerme, llámenme y volveré para ponerle otra. ¿Alguna de ustedes es tan amable de traerme un vaso de agua? —añadió el médico en el mismo tono.


Algo se movió en la cocina con un gran estruendo, que cesó como el ruido de unos platillos golpeados sin querer. El niño que había cogido el apio para atrapar a las cobayas entró con una taza de té. Atravesó la habitación y salió al porche, donde se oyó cómo sacaba agua fresca de una bomba. Entró de nuevo y ofreció la taza al médico con el brazo estirado.


El doctor Strickland bebió con una sed que observaron todas las presentes. La taza, aunque estaba impregnada del olor de la casa, era de porcelana fina y antigua.


A continuación echó a andar atravesando la mirada de la chica que yacía en la cama como si tuviera que pasar por encima de una grieta abierta en el suelo.


—¿Piensa marcharse? —preguntó la anciana del delantal, que seguía junto a la puerta, si bien la pipa había desaparecido de sus labios.


Entonces se acordó de ella. Cuando de joven viajaba al este para ir a la facultad de medicina, ella solía ser la persona que se ocupaba de todo en la estación de Holden cuando llegaba el tren de pasajeros entre las dos y las tres de la madrugada. El ferrocarril siempre se retrasaba. La mujer daba vueltas entre los bancos, que recordaban los de una iglesia, para servir café muy caliente en vasos de cartón con una cafetera esmaltada en blanco tan larga como su brazo. Por aquel entonces, además del delantal, llevaba un sombrero blanco y resplandeciente, algo a medio camino entre un gorro de cocinero y un gorro de sol. Cuando por fin el tren llegaba envuelto en vapor, anunciaba las estaciones. No utilizaba un megáfono, solo la fuerza de sus pulmones. Con el volumen natural de su voz de barítono, las iba pregonando entre las pocas personas dispersas que esperaban bajo unas luces demasiado tenues para poder leer; primero, en la sala de espera de los negros, luego en la sala de espera de los blancos, y su voz resonaba en la bóveda del techo: «... Meridian. Birmingham. Chattanooga. Bristol. Lynchburg. Washington. Baltimore. Filadelfia. Y Nueva York». Tras coger los bolsos de dos en dos, avanzaba despacio delante de los pasajeros para asegurarse de que se marchaban.


—Yo me voy, pero usted no. Usted se queda para vigilar a Ruby. Procure que siga incorporada. Llámeme si me necesitan. —De joven, nunca se había preguntado cómo se llamaba aquella tirana. Tampoco lo sabía ahora. Dejó la taza en la mano de la mujer—. ¿Usted no se va a marchar? — preguntó a Oree, la mujer sin piernas. Seguía viviendo junto a las vías en las que el tren se las había cortado.


—No tengo prisa —contestó ella, y cuando el hombre pasó a su lado dijo su frase habitual—: Tómeselo con calma, doctor.


Cuando salió al porche, vio que la luz de la luna lo bañaba todo. Al no verse interrumpida por ninguna luz de Holden, inundaba el campo posada sobre la neblina del largo otoño sin lluvias. El médico se encontraba en las afueras de Holden. Una sola casa y una iglesia más allá, empezaba el Delta, y los campos de algodón se extendían hasta la claridad dispersa de una Vía Láctea oscurecida.


Nadie lo había llamado, pero volvió la cabeza y de repente vislumbró una hilera de vestidos colgados delante de la casa, tan almidonados que se habrían sostenido solos (como se quejaba su madre), e inmediatamente reconoció el vestido que su madre se ponía para trabajar en el jardín, el vestido de golf de su hermana, la bata favorita de su mujer, con la que siempre se sentaba a la mesa del desayuno, y otros vestidos. Tendidos delante del porche, colgaban de nuevo entre él y la carretera. Con las mangas extendidas, trataban de rascarle la frente con el borde de la falda mientras ondeaban junto a la casa a la luz de la luna.


El momento de vértigo pasó cuando un hombrecillo negro calzado con zapatos con alzas subió por la escalera y atravesó el porche.




—¿Ha cruzado ya la hermana Gaddy las puertas de la dicha?




—No, reverendo, llega a tiempo —respondió el médico.


En cuanto salió de la casa, oyó que esta se volvía tan ruidosa como antes el patio, donde ahora los hombres se quedaron callados para dejarle pasar. Vio la luna desde la carretera. Estaba encima del árbol de las gallinas; podría haber sido una gallina que se hubiera escapado volando. Apartó a los niños del capó del coche, sacó a otro sentado al volante y subió. Dio la vuelta en el cementerio de la iglesia, en cuyo interior parpadeaba una luz. Era un edificio de tejado plano como el de un almacén y tenía las persianas bajadas como un dormitorio. Era la iglesia de donde salían sonidos de música y baile muchas noches aparte de los domingos, tan claros que se oían desde la cumbre de la colina.


Condujo de nuevo por la carretera y cruzó el arroyo, cuyas orillas relucían con las botellas estrechas, del tamaño de armónicas, en las que se vendía elixir paregórico bajo el nombre de Mother's Helper. Borras de algodón pendían de los cables del teléfono que discurrían a lo largo de la carretera, cuyos bordes también estaban cubiertos de ellas, como si el médico estuviera en una carrera.


Pasó por delante del vibrante molino, que funcionaba con su propio generador. A través de la chapa de acero sin ventanas, ahora iluminada por la luna, nunca brillaba ninguna luz, pero el olor salía libremente y se esparcía por todo el pueblo: un olor a comida, como un plato pedido por un hombre con un apetito insaciable. Tuberías de las que colgaban serpentinas de hilas se introducían en la desmotadera, y aquí y allá había furgonetas y camiones agrupados como las caravanas de los gitanos o los carromatos del circo de las historias de su padre, e incluso de su abuelo, esperando en el patio de fuera.


Pasada la vía del tren, más allá del pueblo sin luces, se veía el fulgor en forma de almohada de un fuego. Era gaseoso y no tenía vetas ni estaba manchado de humo; una nube con el color rojizo de los juncos en noviembre, sin chispas ni vigor, que no podía confundirse con una iglesia incendiada y que era como un anestésico hecho visible.


Entonces apareció por detrás, sólido como un tablón, un largo haz de luz eléctrica que avanzó a lo largo de la plataforma de carga hasta unas balas de algodón que había encima de ella, algunas de las cuales se apoyaban contra otras como si las empujara la luz; el haz subió luego por el muro de la oscura estación de modo que podía leerse el nombre «Holden». Sonó la sirena. Aquel era un paso a nivel con un historial aciago, y al médico le pareció que nunca había pasado por allí sin que algo amenazante se le acercara. Paró el coche y, cuando el tren comenzó a pasar, vio que tenía dos locomotoras; un mercancías cargado. Iba a atravesar Holden.


Apagó el motor. Una traviesa se balanceaba y quejaba cada vez que un grupo de ruedas pasaba por encima de ella. En aquel instante el crujido lento y regular recordó al médico el anticuado columpio de un porche con unos amantes sentados en la oscuridad.


Esa noche le habían llevado una taza que podría haber sido de la vajilla de su madre o de la madre de su mujer: el borde no era del todo redondo, y sus labios y sus dedos habían reconocido la taza de porcelana fina. En aquella casa donde se había cometido un crimen, le habían ofrecido aquella gentileza cuando la había pedido. Después de beber se había quedado estupefacto al ver un montón de vestidos tendidos con las mangas estiradas ante el porche de la casa, como el dibujo de unos ángeles hecho por un niño.


Mecido ligeramente por el tren al pasar, se inclinó sobre el volante y la sensación de bienestar persistió y aumentó hasta que se encontró al borde de las lágrimas.


El médico era hijo de un médico y practicaba la medicina en el consultorio de su padre. Todos los pacientes mayores, como la señorita Marcia Pope —y como Lucille y Oree—, hablaban de su padre, y algunos confundían al médico joven con el viejo, pero no era el caso de ellas. El reloj de oro que llevaba había pertenecido a su padre. Richard había crecido en Holden y se había casado con «la chica más guapa del Delta». A excepción de los años que había pasado en la facultad de medicina y durante las prácticas, había vivido en su lugar natal y había continuado con el consultorio: el único del pueblo. Ahora su padre y su madre estaban muertos, su hermana se había casado y se había ido a vivir a otra población, y su hija había muerto hacía un año. Luego, en verano, él y su mujer se habían separado por deseo de ella.


Sylvia era su única hija. Hasta que murió de neumonía las pasadas navidades a los trece años, nunca había caminado ni hablado. Él la había querido y había lamentado su suerte durante toda su vida; la pequeña había sufrido una lesión en el parto. Sin embargo Irene había hecho más; había dedicado su vida a Sylvia, sin concederse nada a sí misma, atendiéndola, levantándola, dándole de comer, haciendo de todo. ¿Qué hace una persona después de entregarse en cuerpo y alma a algo que no se puede remediar y que le ha sido arrebatado? Se entrega en cuerpo y alma a otra cosa que no tenga remedio. Pero evita todos los dolorosos recordatorios y no se centra en una persona, sino en una idea.


El pasado mes de junio, un estudiante, defensor de los derechos civiles, había acudido a su consulta con una carta de presentación. El médico lo había invitado a cenar a su casa en deferencia a un viejo amigo. (Esa noche se había acordado de él al ver una fotografía en el periódico local.) Recordaba que el joven había hablado de su trabajo. Habían estado riéndose en la mesa después de que Irene citara la pregunta que había formulado el anterior gobernador cuando un prisionero se fugó de la cárcel: «Si no te puedes fiar de un recluso de confianza, ¿de quién te puedes fiar?». Entonces el médico había comentado:


—Hablando de las personas de las que uno se puede fiar, ¿qué es eso que he leído en vuestro periódico, Philip? Decía que a unos miembros de vuestra organización del condado vecino les obligaron a punta de pistola a ir al campo a recoger algodón con cuarenta grados de temperatura. Eso es imposible: en junio no hay algodón.


—Yo me hice la misma pregunta, pero me dije: «Bueno, donde se lee el periódico no se darán cuenta» —repuso el joven.




—Pero es mentira.


—Estamos exagerando su hostilidad —le corrigió el joven de barba—. Es una forma de llegar a la gente. No olvide que lo que nos podrían haber hecho es todavía peor.




—Aun así, opino que no tenéis derecho a dar una imagen falsa de las cosas —dijo el doctor Strickland—. Ni siquiera por una buena causa.


—Díselo a Herman Fairbrothers —terció su mujer, y se levantó de la mesa de un salto.


Más tarde, como resultado de aquella velada —supuso—, encontró cristales rotos a lo largo y ancho del camino de entrada de su casa. No había visto a tiempo lo que no se le habría ocurrido buscar, e Irene, que estaba en la puerta, se había echado a reír de repente...


Al final había accedido a que ella cumpliera su deseo y se marchara el tiempo que quisiera. Irene regresó a su localidad natal, donde, según tenía entendido, todos celebraban fiestas en su honor. Él se había ofrecido a marcharse. «¿Y dejar a Holden sin su doctor Strickland? No salvarías tu alma, ¿verdad?», había dicho ella. Pero por el momento no estaban divorciados.


Él creía que había sido paciente, pero se había cansado de la paciencia. Estaba cada vez más cansado, harto e incluso aburrido de la amargura y la obstinación que lo separaba todo y a todos.


Y de repente esa noche las cosas parecían como antes. Se había sentido como si alguien lo hubiera parado en la calle y se hubiera ofrecido a llevar su carga un rato —hubiera insistido en ello—, un viejo amigo de confianza de la familia medio olvidado al que no viera desde que era joven. ¿Era la sensación, que ahora acudía de nuevo a él, de que todo el mundo en la tierra todavía podía tener un yo... rebelde, capaz de desafiar a la muerte, íntimo? Los fuertes latidos de su corazón eran como la embestida de la esperanza abalanzándose sobre él sin pausa, implacable.


Parecía que llevaba mucho tiempo allí parado, pero los vagones seguían pasando. Por allí venía el furgón de cola. Sin darse cuenta había contado setenta y dos vagones. El fuego de las afueras del pueblo volvió a aparecer.


La sensación que experimentaba el médico disminuyó poco a poco, como unas náuseas reprimidas. Arrancó el coche, cruzó la vía y continuó colina arriba.


En la casa de los Fairbrothers se veían velas encendidas, algunas en los candelabros del comedor, a través de las ventanas del piso superior. La casa, contigua, que era la del médico, estaba a oscuras, naturalmente, y mientras se preguntaba dónde guardaba Irene las velas para los apagones, pasó de largo ante su puerta por segunda vez esa noche. Pero lo que menos quería en aquel momento era volver al club. Solo había ido allí para complacer a su hermana Annie. Al pasar por delante de la ventana oscura de la señorita Marcia Pope, percibió el olor de su olivo fragante, firme como el edificio del banco.


Allí estaba el banco, cuya entrada daba a las escaleras que conducían a la consulta de los doctores Strickland & Strickland, con sus nombres escritos en letras negras y doradas en tres ventanas. Pasó por delante. La bruma y la luz de la luna eran una sola cosa en la plaza y la hilera de escaparates de enfrente, con la fila de postes finos como cerillas que aguantaban la larga tira de hojalata que cubría la acera y la mercería, cuyo tejado ornamental, parecía hecho con abanicos de papel sostenidos por acróbatas. Dobló la esquina despacio. Detrás de la verja de hierro apenas se entreveían el edificio del palacio de justicia y la cárcel entre su cueva negra de árboles, y únicamente la lustrosa escalera de hierro reflejaba la luz de la luna. Siguió adelante y pasó por delante del cine cerrado, en cuyo letrero, con todas las bombillas desenroscadas, los casquillos vacíos formaban la palabra: BROADWAY. El asta de la bandera que había delante de la oficina de correos tenía un aspecto vaporoso, como la estela de un avión que ya ha desaparecido en el cielo. Enfrente del parque de bomberos no se veía el viejo Buick del jefe de bomberos, pues había vuelto a casa.


¿Qué o quién le impedía regresar a casa? El médico siguió avanzando despacio. En el centro del asfalto desierto, donde de día había coches y camiones aparcados desordenadamente, se alzaba el depósito de agua, pálido como un globo allí amarrado. De su interior brotaba un ruido seco y metálico, pues ese verano la reserva de agua también había supuesto un problema; de vez en cuando sonaban unos golpes huecos e irregulares, pero el médico ya no los oía. Al tomar una curva vio la figura pálida de un hombre que yacía boca abajo a la luz de la luna.


Cuando los faros del coche lo enfocaron, su ropa se tiñó de un amarillo dorado. Parecía que hubiera estado durmiendo todo el día en un lecho de flores y se hubiera revolcado en su polen y siguiera allí dormido, con la cara oculta. Estaba cubierto de harina de algodón.


El doctor Strickland paró el coche en seco y bajó. Sus pisadas eran el único sonido que se oía en el pueblo. El hombre se incorporó un poco apoyándose en las manos y lo miró como si fuera una foca. Hilillos de sangre le cubrían la cabeza como una red que hubiera atravesado. Su ancha lengua asomaba por la boca. El médico reconoció la cara.




—Así que estás vivo, Dove. Todavía estás vivo.




Moviendo la lengua con lentitud y dificultad, Dove dijo:




—Escóndame.




Acto seguido sangró por la boca.


Durante la otra mitad de la noche el médico recibió el resto de avisos por vía telefónica: todos casos crónicos. Eva Duckett Fairbrothers lo llamó al amanecer.


—¿Que está desanimado? Pues claro que está desanimado —le gritó él al final—. ¡Si yo tuviera lo que tiene Herman, bajaría al jardín y me pegaría un tiro!


El Sentinel, del que Horatio Duckett era dueño y director, salía los martes. La última página del ejemplar de la semana siguiente rezaba: DOS MUERTOS Y UN PUNZÓN DE HIELO. EXTRAÑO INCIDENTE EN UNA IGLESIA DE NEGROS. En el subtítulo se leían: «No se sospecha motivo racial».


El médico, sentado a la mesa del comedor, terminó de desayunar mientras leía el artículo.


El sábado por la noche, un empleado del molino de algodón Fairbrothers y una criada de Holden, ambos negros, fueron apuñalados en un cementerio lleno de gente con un objeto punzante que, según se cree, era un punzón de hielo. Más tarde ambos fallecieron. El alcalde Herman Fairbrothers no cree que el incidente tenga un trasfondo racial.




«No hay motivos para armar ningún revuelo», declaró el alcalde.


Con este infortunado episodio, el número de víctimas en Holden el pasado fin de semana asciende a tres. Billy Lee Warrum hijo falleció el domingo antes de llegar al hospital de Jackson al que fue trasladado después de que saliera despedido de su nueva motocicleta. Era el hijo mayor de la señora de Billy Lee Warrum. Al parecer se dirigía a ver a su prometida y a su llegada al hospital se dictaminó su muerte. Se han enumerado las múltiples heridas como causa de la defunción, ya que la motocicleta circulaba a gran velocidad cuando chocó contra un camión cargado de pavos. (Véase la declaración del testigo presencial en la página 1.)


En cuanto al incidente anterior, según la reconstrucción del alguacil Curtis «Cowboy» Stubblefield, Ruby Gaddy, de veintiún años, fue apuñalada a la vista de todos los feligreses del templo del Santo Evangelio cuando intentaba salir de la iglesia, una vez concluida la misa, en torno a las 21.30 del sábado.


De acuerdo con los testigos, Dave Collins, de veinticinco años, apareció en el exterior de la iglesia a las 21.15, tras acabar su turno en el molino, donde trabajaba desde 1959. Cuando lo invitaron a entrar y sentarse, bromeó y dijo que, como iba vestido con ropa de trabajo, prefería esperar fuera a que Gaddy, con quien se dice que vivía amancebado, saliera del edificio de madera.


Se cree que durante la pelea que siguió a la conclusión de la misa la mujer, que formaba parte del coro, recibió heridas fatales con un punzón de hielo en un órgano vital, tras lo cual arrebató el arma a su atacante y le pagó con la misma moneda. Posteriormente Gaddy se fue andando a casa de su madre, pero más tarde sufrió un desmayo.


Algunos fieles afirmaron que habían seguido a Collins a lo largo de más de trece o catorce yardas en dirección a Snake Creek, en el lado sur de la iglesia, y que luego cayó al suelo y bajó rodando casi diez pies por un terraplén, dando seis o siete vueltas. Los presentes creían que el joven había fallecido, ya que habían visto a la mujer clavarle el punzón en la oreja o el ojo, ambos situados muy cerca del cerebro. Sin embargo, posteriormente Collins se arrastró sin que nadie lo viera por Railroad Avenue hasta la puerta de un despacho de la calle principal ocupado por el doctor Richard Strickland, encima del Citizens Bank & Trust.


Los testigos discrepaban en lo relativo a cuál de los negros asestó el primer golpe. Percy McAtee, pastor de la iglesia, se negó a tomar partido, pero, cuando lo interrogó el alguacil Stubblefield, declaró que estaba convencido de que no habían intervenido agitadores externos, y no se produjo ningún arresto.


El doctor Strickland, que había pasado la tarde en el Country Club, encontró a Collins en la puerta de su consulta. El doctor Strickland informó de que Collins expiró poco después de que él lo descubriera, y atribuyó su muerte a las heridas que tenía en el pecho.


«No hizo ninguna declaración», dijo el doctor Strickland cuando se le preguntó.


El alcalde Fairbrothers, al que entrevistamos en su casa, donde se está recuperando de una enfermedad, declaró que no le constaba que hubiera problemas de ninguna clase en el molino. «Pero tampoco pretendemos arruinar nuestra buena reputación incitándolos — afirmó—. Si el tiempo nos acompaña, esperamos alcanzar la plena producción a finales del próximo mes.» El sábado había sido el día de paga, como siempre.


Sin embargo, cuando los agentes registraron el cuerpo de Collins, encontraron sus bolsillos vacíos.


Deacon Gaddy, de ocho años, hermano de Ruby Gaddy, halló posteriormente un punzón de hielo, manchado de sangre, que según se dice era propiedad del templo del Santo Evangelio, y se lo llevó al alguacil Stubblefield. Este afirmó que el niño lo había encontrado en los jardines de la nueva escuela para negros, cuya construcción costó cien mil dólares. Se cree que fue el arma empleada en los dos asesinatos, cuyas víctimas se mataron entre sí.


«Me sorprende que no hubiera más heridos —dijo el reverendo Alonzo Duckett, pastor de la Primera Iglesia baptista de Holden—. Y esperan que les dejemos sentarse en nuestras iglesias.» Vince Lasseter, sheriff del condado, al que localizamos en el lago Bourne, donde estaba pescando, dijo: «No nos pueden culpar de eso. Así es como tratan a su propia raza. Por favor, tome nota de que tenemos la conciencia tranquila».


Miembros de la congregación negra dijeron que no podían explicar cómo Collins se había marchado de Snake Creek a una hora sin determinar. «Nos quedamos allí un rato, le tiramos tapones de botellas, le echamos la gorra encima de la cara, y ni siquiera se movió —declaró un representante de la congregación—. Por eso nos figuramos que estaba muerto. No nos habríamos marchado ni lo habríamos dejado allí si hubiéramos sabido que más tarde se arrastraría por la colina.» Según ellos, Collins no acostumbraba asistir a misa en el templo del Santo Evangelio.


Gaddy murió más tarde, esa misma mañana, también a causa de las heridas que tenía en el pecho. Se desconoce el motivo de la reyerta.


La cocinera le había vuelto a llenar la taza sin que se diera cuenta. El médico dejó el periódico y salió con el café al pequeño porche; seguía siendo su costumbre matutina.


El porche estaba en la parte trasera de la casa, cubierto por tres lados. La meridiana de Sylvia solía estar allí; gracias a ella, su hija podía disfrutar del jardín. No se veían más casas; no se oía la desmotadora, y tampoco el sonido del tráfico de la autopista.


Las rosas se habían terminado, y también las plantas perennes. Pero alrededor los árboles de Júpiter, los ciclamores, los cornejos, los arrayanes brabánticos y los granados estaban llenos de colorido. El peral marchito se había despojado de sus hojas antes que el resto. Más allá de una ruinosa masa de alteres silvestres que nadie había atado, una pareja de pájaros carpinteros saqueaba la hierba, el macho en una parte del jardín, la hembra en otra; picoteaban el terreno desolado entre las hojas brillantes que parecían haber sido dejadas allí expresamente para ellos, explorando y alimentándose. Se figuró que estaban allí todo el año, pero solo se fijaba en ellos en otoño. Estaba seguro de que Sylvia sabía que los pájaros estaban allí. Ella seguía con la vista las aves que atravesaban el jardín volando. Mientras él miraba, el macho desplegó un ala, llamativa como el pelaje de una cebra, y lució su marca roja al volver la cabeza.


El doctor Strickland bebió el café y cogió su maletín. Solo tenía que visitar a Herman y Eva Fairbrothers. Creía que, por el momento, en todo Holden solo la señorita Marcia Pope seguía siendo capaz de cuidar de sí misma, o eso creía ella.

No hay comentarios.:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...