03 abril, 2022

Lygia Fagundes Telles(Brasil, 1923-2022) LA CACERÍA

 


Lygia Fagundes Tell

LA CACERÍA

(Traducción de Lilia Osorio)

El almacén de antigüedades tenía el olor de un arca de sacristía, con sus paños revueltos y libros comidos de polilla. Con las puntas de los dedos el hombre tocó una pila de cuadros. Una mariposa levantó el vuelo y fue a chocar contra una imagen de manos mutilada

-Bonita imagen -dijo. La vieja sacó una horquilla del rodete y se limpió la uña del pulgar. Volvió a ensartarla en el cabello.

-Es un San Francisco.

Entonces él volteó lentamente hacia el tapiz que ocupaba toda la pared del fondo del almacén. Se aproximó más. La vieja se aproximó también.

-Ya noté que el señor se interesa también por eso... Lástima que se encuentre en ese estado.

El hombre extendió la mano hacia el tapiz pero no llegó a tocarlo.

-Parece que hoy está más nítido..

-¿Nítido? -repitió la vieja, poniéndose los anteojos. Deslizó la mano sobre la superficie raída -¿Cómo nítido ?

-Los colores son más vivos. ¿Le puso usted algo ?

La vieja l0 encaró. Y bajó la mirada hacia la imagen de manos mutiladas. El hombre estaba tan pálido y perplejo como la imagen.

-No le puse nada, imagínese... ¿Por qué me lo pregunta?

-Noté una diferencia.

-Nada, no le puse nada, ese tapiz no aguanta ni la más leve pluma, ¿no lo ve?Creo que sólo el polvo sostiene el tejido -agregó, tomando nuevamente la horquilla de su cabeza. Le dio vueltas entre los dedos con aire pensativo. Hizo una mueca : -Fue un desconocido quien lo trajo; necesitaba dinero. Le dije que el paño estaba muy estropeado, que era difícil encontrar un comprador; pero él insistió tanto ... Lo colgué ahí en la pared y ahí se quedó. Pero ya hace años de eso. Y el tal joven no regresó jamás.

-Extraordinario..

La vieja ahora no sabía si el hombre se refería al tapiz o al caso que le acaba de contar. Encogió los hombros. Volvió a limpiarse las uñas con la horquilla.

-Yo podría venderlo pero, para ser franca, creo que ni siquiera vale la pena. A la hora de desprenderlo es capaz de caerse a pedazos.

El hombre encendió un cigarrillo. Su mano temblaba. ¡En qué tiempo, Dios mío! ¿En qué tiempo habría asistido a esa misma escena?

¿Y dónde?

Era una escena de caza. En el primer plano estaba el cazador con el arco tensado, apuntando hacia un matorral espeso. En un plano más profundo otro cazador acechaba entre los árboles del bosque, pero era apenas una vaga silueta, cuyo rostro se reducía a un contorno desvaído. Poderoso, absoluto -era el primer cazador, la barba violenta como un nudo de serpientes, los músculos tensos, en espera de que la presa se levantase para lanzarle la flecha.

El hombre respiraba con esfuerzo. Dejó vagar la mirada por el tapiz, que tenía el color verdoso de un cielo de tempestad. Envenenando el tono verde-musgo del tejido se destacaban manchas de un negro violáceo que parecían escurrir del follaje , deslizarse por las botas del caz ador y esparcirse por el suelo como un líquido maligno. El matorral en el cual la presa estaba escondida tenía también las mismas manchas, que tanto podían formar parte del diseño como ser simple efecto del tiempo devorando el paño.

-Parece que hoy todo está más próximo -dijo el hombre en voz baja. -Y cómo se.. . ¿Pe ro de veras n0 está diferente?

La vieja fijó más la mirada . Sacó los anteojos y volvió a ponérselos.

-No veo ninguna diferencia .

-Ayer no se podía ver si él había disparado o no la flecha...

-¿Qué flecha? ¿Está usted viendo alguna flecha?

-Aquel puntito ahí, en el arco...

La vieja suspiró.

-¿No será más bien un agujero de polilla? Mire ahí, la pared ya está a pareciendo; esas polillas acaban con todo -se lamentó, disfrazando un bostezo. Se apartó sin ruido con sus chinelas de lana. Esbozó un gesto distraído: -Quédese cuanto quiera, voy a hacer mi té.

El hombre dejó caer el cigarrillo. Lo aplastó muy despacio con la suela del zapato. Apretó los maxilares en una contracción dolorosa. Conocía ese bosque, ese cazador, ese cielo ¡conocía todo tan bien, tan bien! Casi sentía en las narices el perfume de los eucaliptos, casi sentía morderle la piel el frío húmedo de la madrugada, ¡ah, esa madrugada! ¿Cuándo? Había recorrido aquella misma vereda, había aspirado ese mismo vapor que bajaba denso del cielo verde... ¿O acaso subía del suelo? El cazador de barba encaracolada parecía sonreír perversamente embozado. ¿Habría sido ese cazador? ¿O el compañero allá adelante, el hombre sin cara espiando entre los árboles ? Un personaje de tapiz. ¿Pero cuál? Clavó la mirada en el matorral donde estaba escondida la presa . Sólo hojas, sólo silencio y hojas empastadas en la sombra. Pero detrás de las hojas, a través de las manchas, presentía el bulto jadeante de la presa. Se compadeció de aquel ser lleno de pánico, en espera de una oportunidad para seguir huyendo. ¡Tan cercano a la muerte! El más leve movimiento que hiciese y la flecha... La vieja no podía distinguirla, nadie podría percibirla, reducida como estaba a un puntito carcomido, más pálido que un grano de polvo suspendido en el arco

Enjugando el sudor de las manos, el hombre retrocedió algunos pasos. Le vino ahora una cierta paz, ahora que sabía que había formado parte de la cacería. Pero esa era una paz sin vida, impregnada de los mismos coágulos traicioneros del follaje. Cerró los ojos. ¿Y si hubiera sido e! pintor que hizo el cuadro? Casi todos los tapices antiguos eran reproducciones de cuadros. ¿Acaso no lo eran ? Había pintado el cuadro original y por eso podía reproducir, con los ojos cerrados, toda la escena hasta su más mínimo detalle: el contorno de los árboles, el cielo sombrío, el cazador de barba enmarañada, sólo músculos y nervios apuntando al matorral... "¡Pero si detesto las cacerías! ¿Por qué tengo que estar ahí dentro?"

Apretó el pañuelo contra la boca. La náusea. Ah, si pudiese explicar toda esa familiaridad repugnante, si pudiese al menos... ¿Y si fuese un simple espectador casual, de esos que miran y pasan? ¿No era una hipótesis? Podía entonces haber visto el cuadro en el original: la cacería no pasaba de ser una ficción. "Antes de la confección del tapiz..." murmuró, enjugando los huecos entre los dedos con el pañuelo.

Echó la cabeza para atrás, como si le jalaran los cabellos, ¡no, no estaba del lado de a fuera, sino allá dentro, enclavado en el escenario! ¿Y por qué todo parecía más nítido que la víspera, por qué los colores eran más fuertes a pesar de la penumbra? ¿Por qué la fascinación que se desprendía del paisaje venía ahora así, vigorosa, renovada...? Salió cabizbajo, los puños en el fondo de los bolsillos. Se detuvo medio acezante en la esquina. Sintió el cuerpo molido, los párpados pesados. ¿Y si se fuese a dormir? Pero sabía que no podría dormir, sentía ya el insomnio siguiéndolo en la misma marca de su sombra. Se levantó el cuello del abrigo. ¿Era real ese frío? ¿O era el recuerdo del frío del tapiz ? "¡Qué locura... Y no estoy loco", concluyó con una sonrisa desamparada. Sería una solución fácil. "Pero no estoy loco."

Vagó por las calles, entró a un cine, salió enseguida y cuando volvió a tener conciencia de si estaba frente al almacén de antigüedades, la nariz achatada contra la vitrina, intentando vislumbrar el tapiz allá en el fondo. Cuando llegó a su casa se tiró de bruces en la cama y permaneció con los ojos muy abiertos, fundidos en la oscuridad. La voz trémula de la vieja parecía venir de dentro de la almohada, una voz sin cuerpo, metida en chinelas de lana: "¿Qué flecha? No veo ninguna flecha..." Mezclándose a la voz llegó el murmullo de las polillas en medio de risitas. El algodón sofocaba las risas que se entrelazaron en una red verdosa, compacta, apretándose en el tejido con manchas que se escurrieron hasta el límite del marco. Se vio enredado en los hilos y quiso huir, pero el marco lo aprisionó entre sus brazos. En el fondo, allá en el fondo del foso, podía distinguir las serpientes enlazadas en el verdinegro. Palpó su quijada. "¿Soy el cazador?" Pero en el envés de la barba encontró la viscosidad de la sangre.

Despertó con su propio grito que se extendió dentro de la madrugada. Se enjugó e! rostro mojado de sudor. ¡Ah, aquel calor y aquel frío! Se arropó en las sábanas. ¿Y si fuese el artesano que trabajó en el tapiz? Podía verlo de nuevo, tan nítido, tan próximo que, si extendiese la mano, despertaría al follaje. Apretó los puños. Tendría que destruirlo, no era verdad que allende aquel trapo abominable había algo más, no pasaba de ser un rectángulo de paño sostenido por el polvo. ¡Bastaba soplarlo, soplarlo!

Encontró a la vieja a la puerta del almacén. Sonrió irónica:

-Hoy madrugó usted.

-Debe extrañarle, pero...

-Ya no me extraña nada, joven. Puede entrar, puede entrar; ya conoce e! camino..

"Conozco el camino", murmuró, siguiendo lívido entre los muebles. Se paró. Dilató las narices. ¿Y aquel olor de follaje y tierra, de dónde venía aquel olor? ¿Y por qué el almacén se fue empalideciendo, allá lejos? Inmenso, real, único, el tapiz comenzó a arrastrarse subrepticiamente por el piso, por el techo, engullendo todo con sus manchas verdosas. Quiso retroceder, se aferró a un armario, se tambaleó resistiendo todavía y extendió los brazos hasta la columna. Sus dedos se hundieron entre las ramas y resbalaron por el tronco de un árbol: ¡no era una columna, era un árbol! Lanzó de nuevo una mirada desorbitada: había penetrado en el tapiz, estaba dentro del bosque, los pies pesados de barro, los cabellos pegados de rocío. Alrededor todo inmóvil. Estático. En el silencio de la madrugada ni el piar de un pájaro, ni el rumor de una hoja . Se inclinó, jadeante. ¿Era el cazador? ¿O la presa? No importaba, no importaba, sabía apenas que tenía que seguir corriendo sin parar entre los árboles, cazando o siendo cazado. ¿O siendo cazado...? Apretó las palmas de las manos contra la cara ardiente, enjugó con el puño de la camisa el sudor que le escurría por el cuello. El labio agrietado vertía sangre.

Abrió la boca. Y recordó. Gritó y se sumergió en el matorral. Oyó el silbido de la flecha, atravesando el follaje, ¡el dolor !

"No...", gimió, de rodillas. Trató todavía de aferrarse al tapiz. Y rodó , encogido, apretándose el corazón con las manos.i  .        .              .      .     s. çadaoAesó , encogido, apretándose el corazón con las manos.

17 marzo, 2021

Olga Orozco



¿Cómo le gustaría ser presentada?
Como Olga Orozco, nada más. Cuando hablan de “lírica” o de “maestra”, miro para otro lado, para ver a quién se dirigen.

¿Y si la llaman poetisa?
No, por favor, poetisa no. Yo fui la que introduje en la Argentina la denominación poeta para las mujeres. Ya cuando tenía dieciséis años me indignaba que dijeran poetisa; parece un género literario, indica la época en que las mujeres escribían por entretenimiento o por descarga psicológica, y se lo asocia a desmayos y puntillas. Poetisa no es una catalogación decente.

Siempre interesa el momento en que un escritor empezó a escribir, ¿lo recuerda?
Siempre digo que empecé a escribir cuando no sabía hacerlo todavía. Me inquietaban muchas cosas, era una niñita medrosa, bastante tímida, llena de preocupaciones por todos los fenómenos que me rodeaban y que nadie podía explicarme satisfactoriamente. Por ejemplo, me preocupaba si un pájaro desplegaba el cielo, ese tipo de cosas. Como no me daban respuestas convincentes, empecé a contestarme yo sola; ahí ya estaba cantada mi vocación. Mi madre anotaba algunas veces mis consideraciones acerca de esos fenómenos, mis diálogos con ella; pero cuando fui un poco mayor y empecé a tomar en serio lo que estaba diciendo y a escribir, me puse muy autocrítica, muy exigente, y ya no dije esas cosas en voz alta. A los quince años, mamá me dio un montón de papeles con las anotaciones de mi infancia; estaban mis diálogos y mis opiniones sobre todo lo que me rodeaba. Lamentablemente hice una pira con todo; ahora me gustaría tenerlos…

¿Y alguna vez encontró una respuesta un poco más satisfactoria?
No, todavía estoy buscándola.

¿Cuál es su primer recuerdo de la infancia?
Es un poco impresionante. Yo tendría dos años o dos años y medio. Es una corrida precipitada en brazos de alguien, por un campo amarillo… Corremos delante de una persona que es perseguida también; más atrás hay una mancha colorada… Una vez le conté esto a mi hermana mayor y me dijo lo que había pasado: “Te llevé al campo de gira­soles frente a la casa donde vivíamos; había un toro y nos corrió. Junto con el toro corría un chico con una gorra colorada que estaba en el mismo campo. Saltamos una alambrada y a mí se me rajó la blusa, me lastimé y me salió mucha sangre”. Me deben haber impresionado mucho el esfuerzo de mi hermana por llevarme cargada y el vaivén de la corrida.

Siguiendo este supuesto orden cronológico de la charla, ¿qué libros la impresionaron en su infancia?
De chica me daban libros infantiles, pero yo me ocupaba de sacar de la biblioteca otros. Así, a los once años leí a los rusos, a Dostoievski, a Tolstoi. Después quedé mucho más prendida a la poesía. Lo que más me tocó fue la poesía española: Quevedo, San Juan de la Cruz, Santa Teresa… Más tarde sumé a los franceses: Rimbaud, Baudelaire, Nerval… Siempre fui fiel a mis amores, no deseché ninguno, fueron acumulándose. No recuerdo haber elegido mala literatura.

¿Y su primer poema?
Creo que lo compuse a los doce o trece años, por lo menos el primero digno de ser tenido en cuenta. Se refería a un jardín en otoño, a una caída de pétalos… Era simplemente la escritura de una niña; recuerdo el clima, pero no el poema.

¿Qué la lleva a escribir, el dolor o la felicidad?
Yo estoy con ese dicho de los españoles: “Boca que besa no canta”. Cuando he escrito la felicidad, es que la felicidad pasó, salvo en los relatos de infancia. Pero más que por el dolor, creo que mi poesía está movida por un afán de conocimiento por vías que no son las del razonamiento; escribo por afán de saber, para poder mirar un poco hacia el otro lado de este mundo. Es algo que nunca va a poder conocerse, pero hay ciertas intuiciones, ciertas sensaciones a las que trato de llegar a fondo.

En su obra hay una gran riqueza de imágenes, de elementos sensoriales y del subconsciente.
Sí, además hay muchas imágenes visuales. Me impresiona mucho la pintura; creo que si no hubiera sido poeta, habría sido pintora. Le envidio a la pintura la posibilidad de la simultaneidad; en la poesía, una visión es transcurso. La pintura pude esbozar tres cosas al mismo tiempo.

¿A quiénes admira en pintura?
Klee, Van Gogh, Goya, Velázquez, Rembrandt, el Bosco, Brueghel…

¿Conoció a Xul Solar?
Fuimos muy amigos. Mi primer horóscopo me lo hizo él. Los dos fuimos amigos de Oliverio Girondo, pasábamos días en la quinta de Oliverio en el Tigre… Madrugábamos y salíamos a recorrer el parque… Sabía muchísimo de la naturaleza; caminábamos con una lupa y me enseñaba sobre las plantas, los bichos, los insectos… Xul me hablaba en panlengua y neocriollo, dos lenguas que había inventado. Era un ser muy especial, tenía algo angélico y demoníaco a la vez.

¿Recuerda qué le decía el horóscopo de Xul Solar?
Me anunció mi matrimonio, un matrimonio impensable en ese momento. También me dijo cuánto tiempo iba a durar y cómo se iba a deshacer. Yo creo que más que astrólogo era vidente. Años después estudié astrología y me di cuenta de que, por las cosas que me predijo, era un vidente.

Usted también tuvo videncias…
Sí, pero les escapo un poco. En una época, les tiraba el tarot a los amigos, pero nunca lo hice comercialmente. Hace muchos años que lo dejé; tuve un sueño malo y pensé que la videncia daba una cierta omnipotencia ilusoria que había que desechar. La magia y sus alrededores suscitan fuerzas que pueden ser oscuras.

También conoció a Julio Cortázar…
Éramos muy jóvenes los dos. Lo conocí por un amigo, Daniel Devoto, cuando estábamos en la facultad. Fuimos a tomar el té al Richmond y Julio se sentó con nosotros a conversar. Después lo seguí viendo muchas veces, cada vez que yo iba a París o cuando él venía a Buenos Aires. Era muy extraño, bastante tímido, dulce, tierno, muy buen amigo, afectuoso… Una persona llena de encanto. Siempre recuerdo su poesía sobre Alejandra Pizarnik; de todos los poemas que escribió, ése es el que más me gusta. Deben ser ocho o diez líneas, es muy fresco.

¿Qué puede decirnos de Alejandra Pizarnik?
La conocí mucho. Yo tendría treinta y cuatro años, y ella, diecisiete o dieciocho. La conocí en un bar que se llamaba La Fantasma; se acercó y me preguntó si yo era yo. Me dio unos poemas que tenía, que correspondían al primer libro que publicó después. Ese libro lo hizo desaparecer porque no quedó conforme, se lo pidió a todas las personas a las que se lo había dado. Alejandra era muy especial; en una reunión trataba de ser el centro, brillante, con­versadora, alegre, pero cuando se quedaba con las personas con las que tenía mucha confianza, se desmoronaba. Era sumamente angustiada, agónica casi por naturaleza. A mí me pedía certificados; cuando se sentía muy mal, me llamaba por teléfono a cualquier hora. Entonces, yo le daba certificados que decían, por ejemplo: “Yo, gran Sibila del Reino, certifico que a Alejandra Pizarnik no se le cruzará ninguna mala sombra, ningún pájaro negro se posará sobre su hombro, a su paso se abrirán todos los caminos luminosos, etc.”. Le duraban unos días, después me decía: “Bueno, ya se me gastó, haceme otro”.

La búsqueda de la poesía no podía calmar su angustia.
No, claro, porque ella lo esperaba todo de la palabra y muy poco de la vida en sí. Uno no puede construirse una casa permanente con la palabra, uno necesita muchas otras cosas.

¿Desde dónde se escribe, desde la conciencia o desde el subconsciente?
Bueno, no está demasiado claro, hay una especie de alternancia. Cuando empiezo a escribir siento que algo llama de pronto, como si llamara alguien a mi puerta a través de una frase, de una música, de un recuerdo, de una imagen visual. En ese momento siento que tengo el comienzo, y eso ya toma forma en la palabra. Es como si hubiera abierto una puerta… al final de una especie de corredor veo otra puerta, y esa puerta es la que va a ser la del poema. Entonces sé cómo cierra y cómo abre; el camino que tengo que recorrer es totalmente ignorado, va alternándose; hay elementos subconscientes, pero siempre reviso. Se ha dicho que soy surrealista, pero no lo soy sino como una actitud ante la vida, por la canalización de elementos oníricos o la creencia en otras realidades que no son solamente el aquí y ahora, y la exaltación de valores como la justicia, el amor, la libertad. Pero nunca hice automatismo como los surrealistas; si lo hiciera, no terminaría en poema sino en plegaria.

¿Se identifica con la frase “la literatura es la vida misma”?
Creo que están indisolublemente unidas, como están indisolublemente unidas también a la muerte. Creo que mi manera de luchar contra la muerte es la literatura. Claro que no la hago retroceder, pero uno supone que le hace trampa alternando los tiempos, haciendo ese tipo de cosas que yo hago a veces; pero un día nos va a alcanzar…

¿Cree en Dios?
Soy muy religiosa. También creo en la reencarnación, hago mezclas, tengo un exceso de fe.

¿Y el destino?
El destino no es una cosa predeterminada, única, sino algo en forma de abanico; se te presentan dos caminos, por ejemplo, elegís uno y ése se va abriendo en otro y en otro… Permanentemente se repite esto, pero el destino que no elegiste a veces tiene tanta importancia como el que elegiste.


Este entrevista fue realizada por Soledad Costantini (directora de Malba Literatura) y Mariana Bozetti, y publicada originalmente en el libro Literatura en Malba. Encuentros con escritores. Buenos Aires: Fundación Eduardo F. Costantini, 2004. La reproducimos aquí con motivo de la conmemoración del centenario del nacimiento de Olga Orozco. 

10 diciembre, 2018

Clarice Lispector

Me encanta volar

Ya escondí un amor por miedo de perderlo. Ya perdí un amor por esconderlo.
Ya me aseguré en las manos de alguien por miedo. Ya he sentido tanto miedo, hasta el punto de no sentir mis manos.
Ya expulsé a personas que amaba de mi vida, ya me arrepentí por eso.
Ya pasé noches llorando hasta quedarme dormida. Ya me fui a dormir tan feliz, hasta el punto de no poder cerrar los ojos.
Ya creí en amores perfectos, ya descubrí que ellos no existen. Ya amé a personas que me decepcionaron, ya decepcioné a personas que me amaron.
Ya pasé horas frente al espejo tratando de descubrir quién soy. Ya tuve tanta certeza de mí, hasta el punto de querer desaparecer.
Ya mentí y me arrepentí después. Ya dije la verdad y también me arrepentí.
Ya fingí no dar importancia a las personas que amaba, para más tarde llorar en silencio en un rincón. Ya sonreí llorando lágrimas de tristeza, ya lloré de tanto reír. Ya creí en personas que no valían la pena, ya dejé de creer en las que realmente valían.
Ya tuve ataques de risa cuando no debía. Ya rompí platos, vasos y jarrones, de rabia.
Ya extrañé mucho a alguien, pero nunca se lo dije.
Ya grité cuando debía callar, ya callé cuando debía gritar.
Muchas veces dejé de decir lo que pienso para agradar a unos, otras veces hablé lo que no pensaba para molestar a otros.
Ya fingí ser lo que no soy para agradar a unos, ya fingí ser lo que no soy para desagradar a otros.
Ya conté chistes y más chistes sin gracia, sólo para ver a un amigo feliz.
Ya inventé historias con finales felices para dar esperanza a quien la necesitaba. Ya soñé de más, hasta el punto de confundir la realidad.
Ya tuve miedo de lo oscuro, hoy en lo oscuro me encuentro, me agacho, me quedo ahí.
Ya me caí muchas veces pensando que no me levantaría, ya me levanté muchas veces pensando que no me caería más.
Ya llamé a quien no quería sólo para no llamar a quien realmente quería. Ya corrí detrás de un carro, por llevarse lejos a quien amaba.
Ya he llamado a mi madre en el medio de la noche, huyendo de una pesadilla. Pero ella no apareció y fue una pesadilla peor todavía.
Ya llamé a personas cercanas de "amigos" y descubrí que no lo eran... a algunas personas nunca necesité llamarlas de ninguna manera y siempre fueron y serán especiales para mí...
No me den fórmulas ciertas, porque no espero acertar siempre.
No me muestren lo que esperan de mí porque voy a seguir mi corazón!
No me hagan ser lo que no soy, no me inviten a ser igual, porque sinceramente soy diferente!
No sé amar por la mitad, no sé vivir de mentira, no sé volar con los pies en la tierra. Soy siempre yo misma, pero con seguridad no seré la misma para siempre!
Me gustan los venenos más lentos, las bebidas más amargas, las drogas más potentes, las ideas más insanas, los pensamientos más complejos, los sentimientos más fuertes.
Tengo un apetito voraz y los delirios más locos.
Pueden hasta empujarme de un acantilado que yo voy a decir:
- ¿qué más da? ¡amo volar!


04 febrero, 2017

Hebe Uhart


E n  l a  p e l u q u e r í a
La peluquería me parece un lugar tan separado del mundo exterior, tan distante como el cine, por ejemplo. Tan distante que cuando estoy aburrida dentro de ella pienso en el bar que está en la esquina al que voy siempre, y con el pelo lleno de esa brea que ponen para teñir, pienso: “Quiero ir ahora mismo a tomar un café, con la bata negra puesta y los pelos untados”. Por suerte para mi reputación imagino después al café tan lejano e imposible como un viaje a Chascomús. Con el pelo teñido me miro al espejo, no es como el de mi casa, en casa me veo mejor. En el espejo de la peluquería veo todas mis imperfecciones: ojos cansados que me dan una expresión de atontada; llevé un pulóver viejo para que no se manchara y con la luz de ese espejo veo que está realmente viejo; no lo veo como en casa. Ya que parezco tan mal, debo  ser simpática para compensar, debo demostrar que soy una persona razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que pienso: “quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a comprar peras”. Entonces charlo con el peluquero (dice que se llama Gustavo). Y le pregunto si trabaja muchas horas, cuándo viene menos gente y si atienden chicos. Yo me sé todas las respuestas y si no las supiera me importan un pito. La conversación con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el pensamiento de ese esfuerzo me trae  cansancio y resentimiento; pienso que si yo estuviera más linda, él me atendería mejor. Si yo fuera linda podría ser exigente y aguantaría que  me pusieran matizador, yo quisiera ser como una de esas mujeres que vuelven locos a los peluqueros diciendo: “Más arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el centro”. Pero aunque fuera linda, lamentablemente no tendría paciencia para todas esas exigencias; yo soy más bien como un taximetrero con el que hablamos de dientes y dentistas una vez y me dijo que él pidió a su dentista:
–Mire, yo no tengo tiempo para sacarme los dientes de a uno, sáqueme todos juntos.
Eran seis.
Con la cabeza llena de tintura (la cabeza se enfría) me voy a hacer los pies y ahí me siento mejor. Me atiende en un cubículo oculto porque la  cabeza se muestra en público, los pies, no. Las pedicuras son dos, Violeta y María. (A los peluqueros siempre los cambian.) Violeta es ucraniana y quiero saber cosas de su país, pero nunca la saco de (“Oh, un poco diferente, pero todo como acá”. Yo no sé si encierra algún misterio o no le importa nada de nada, porque es muy bonita y nadie se percata de ello, anda como una sombra, se desliza como si no tuviera cuerpo; no, no le importa tampoco ser bonita. Por eso cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella; inmediatamente se acuerda de todos los animales   que tenía su papá en el campo en Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y el pájaro carpintero. Y ese cubículo blanco y frío, mezquino, se llena inmediatamente de animalitos del campo y del bosque. Ya no quiero ir al bar de la esquina, ni me acuerdo del cajero y de   las peras: quiero ir a Corrientes para ver al pájaro carpintero. Me va entrando cierto bienestar porque el emplasto de la cabeza se va secando  mientras me hacen otra cosa. No aguantaría un tiempo muerto sin hacer nada ni que me hagan nada, porque me parece que el mundo está en  acción, como cuando hiervo verduras y controlo al mismo tiempo un partido de futbol o tenés por TV cuando juega Argentina, hago todo junto. 
Así, en mi epitafio van a poner, como le pusieron a una mujer romana: “Fecit lenam” (tejió, era trabajadora).
Me llama entonces la chica que lava la cabeza. A ellas también las cambian pero por motivos distintos a los de los peluqueros: ellos se van dando un portazo o son transferidos a otra peluquería; cuando las chicas que lavan la cabeza se dan cuenta de que no las van a tomar como peluqueras (salvo alguna muy  despierta que haga carrera) se quedan en su casa para mirar la novela de la tarde. Hay varias clases sociales en esa peluquería. Al sector más alto corresponde el que cobra, sentado en una silla alta y movible, todas deben ir con sus papeles y entregarlos a él. Los pedicuros son como un sector paralelo, poco clasificable porque no interactúan tanto como los peluqueros entre sí. Además estos se mueven en un lugar central, con espejos, donde hay pósters con mujeres hermosas de pelo luminoso. No hay fotos de extremidades, se ve que las extremidades son como apéndices. La chica barrendera que recoge pelo del suelo corresponde al sector inferior; ella no hace café a los clientes ni les acomoda las capas; va con su pelo así nomás, con una colita hecha de cualquier forma. Cuando la chica me lava el pelo estoy contenta, ya estoy cerca del café de la esquina. Ella me frota con unas uñas muy largas, que si las empleara a full, me sangraría la cabeza, pero dosifica la agresión del mismo modo que los gatos.
La que se empleaba a fondo era la pedicura Natasha; era la otra cara de violeta; en ese cubículo blanco parecía un tractor en acción. Maniobraba una máquina que pasaban por la planta de los pies como si estuviera arando en una superficie grande un campo  de trigo, por ejemplo. Estaba hecha para una empresa heroica, para conducir un tanque por la estepa, no para pequeñas reparaciones de pies y manos. No aguantó las quejas de las clientas (decían que les dolía todo) y se volvió a Ucrania. Y con el pelo lavado me voy a buscar al  peluquero. ¿Era Gerardo o Gustavo? Me olvido de que debo mostrarme como una señora sensata y bien comportada y le pido:
–Corte todo para arriba y para atrás; pero arriba quiero que sea como un nido de caranchos.
No pregunta en qué consiste ese peinado, no sé si conoce a sus caranchos y a su nido (yo tampoco), me mira con esa mirada acostrumbrada a cualquier cosa y corta.
Yo salgo contenta.

03 febrero, 2017

Mariana Enriquez(Argentina,1973)

E L   M I R A D O R

Siempre había querido decirle a la nena, la hija del último y actual dueño, que no tuviera miedo. No había nada que temer. Ella estaba ahí, pero la nena no la percibía, no podía verla; nadie podía percibirla salvo que, claro, tomara forma. Pero sin forma se le estaba negada la presencia. La nena no tenía sensibilidad especial alguna: sólo estaba aterrada. Pasaba corriendo frente a la escalera que llevaba al mirador del hotel, imaginando que allí, en la torre, que durante años fue la construcción más alta de Ostende, se escondía una loca, una loca de cabello largo que se miraba en el espejo, vestida con un camisón blanco; le tenía miedo al cocinero italiano que echaba leña dentro de la caldera, aún después de que fuera despedido (creía que podía encontrarlo en los pasillos, acechante, y que la echaría al fuego a ella también, junto con la madera). Ahora, ya una mujer, la hija del dueño no pasaba los inviernos en el hotel. Decía que no soportaba la mediocridad del balneario solitario en los inviernos helados, puro viento y sin siquiera un cine abierto en Pinamar; decía que también le tenía miedo a un eventual ladrón. Pero era mentira. Se trataba del mismo miedo que la paralizaba en los pasillos circulares del hotel cuando era chica, que la alejaba del comedor casi monacal del primer piso, o del gran espejo que esperaba su restauración en la habitación-depósito, donde temía ver reflejado algo desconocido.
Extraño. Y más raras aún era lo que contaba la gente, los huéspedes, el propio dueño. La historia del obrero que murió en la construcción y fue emparedado, como si el hotel tuviera pretensiones de catedral gótica. La huésped que aseguraba escuchar festivos ruidos en el comedor principal, que se disolvían con un precavido chistido cuando ella intentaba acercarse. El cocinero que confirmaba los rumores de los fantasmas celebrantes. Todo falso. Ella era la encargada de encontrarle al hotel eso que los demás temían o inventaban. Y nunca lo había logrado. Ni cuando los belgas abandonaron el hotel para irse a la guerra. Ni durante los años de la arena, con el edificio enterrado hasta el primer piso. Ni en el verano de la ballena, con todas esas moscas que invadieron la playa con su zumbido de muerte alimentándose del animal muerto y varado. El verano que nadie se bañó.  
Sí, se alojaba en el hotel gente desesperada. Sí, los había escuchado rumiar deseos de muerte y les había regalado sueños de infancias terribles y dolores olvidados. Pero ninguno había estado listo. Y era mentira que el tiempo no pasaba para seres como ella. Estaba cansada. Esperaba que cada verano fuera el último, y pasaba cada vez más tiempo en el mirador, adonde apenas llegaba el rumor de los vivos, que ella sabía imitar tan bien, pero que no comprendía.
*
Y si este saco de mierda no entra en la valija me voy a cagar de frío, hace frío de noche en la costa, pensó Elina y no pudo evitar ponerse a llorar otra vez como le pasaba siempre ahora con cada pequeño contratiempo; como cuando se le quemaba la lamparita del comedor y no tenía repuesto –ni idea de cómo cambiarla–; como cuando se olvidaba de pagar la luz y tenía que cruzar la ciudad hasta las oficinas de la empresa; como cuando se quedaba sin pastillas y salía a buscar una farmacia de turno a las cuatro de la mañana. Había pedido licencia en la facultad, y había tratado de fingir cierta cordura para familia y amigos, pero tan complicado era que ya no contestaba el teléfono y apenas los mails y que se lo bancaran; no le importaba lo preocupados que estaban. Ni siquiera les informó que había dejado terapia para quedarse sólo con las pastillas –no tenía nada más que hablar ni que desenterrar, sólo quería ese estado vagamente distante y químico que la desconectaba pero le permitía vivir un poco, cada vez menos, pero lo suficiente.
Ni siquiera tenía ganas de ir al hotel pero se lo había prometido a sí misma, hacía meses, antes del hospital, cuando todavía creía que una semana en el mar podían hacerla sentir mejor, obligarla a dejar de pensar en Pablo. Se había ido y no había vuelto a llamarla, ni a escribirle; no sabía si estaba vivo o muerto y ella prefería cualquiera de las dos noticias, cualquiera de las dos antes que la vida en suspensión esperándolo desde hacía un año. Como siempre, le mandó un mensaje avisándole adónde se iba. Incluso le mandó el teléfono. Iba a cumplir años en el hotel. Si Pablo estaba vivo, si alguna vez la había querido, tenía que llamar.
Extrañaba las caricias en la espalda, reírse de su paranoia, sus intentos inútiles de consolarla, las horas que tardaba en bañarse, que casi no le gustara comer, los huesos de su cadera, la forma de hablar moviendo las manos; quería poder volver a mirar sus fotos y ponerse celosa cuando él le prestaba más atención al gato que a ella y caminar bajo el sol él siempre con anteojos negros y los llamados de madrugada y mirarlo dormir y que supiera quedarse callado y ella irritada cuando él estaba demasiado tiempo callado y las mañanas rogándole que no se fuera y llorar cuando se iba aunque volviera a las dos horas y ella nunca nunca lo hubiera dejado así, sin noticias, sin despedida ingrato pero qué pasaba si se había muerto porque era posible nadie había sabido más de él salvo que se lo ocultaran pero cómo podrían ocultarle algo si la habían visto vomitar sangre de no comer, si la habían visto mordiendo la almohada hasta rasgar la funda si la habían visto lastimándose y borracha y esperando durante horas un mail la mirada fija en la pantalla hasta el dolor de cabeza y los ojos rojos y llorar sobre el teclado y no salir esperando un llamado; si la habían escuchado mandándolos a la mierda todas esas pelotudeces de seguir adelante a rey muerto rey puesto la vida continúa tenés que coger hay miles de hombres estás linda vamos a bailar quiero presentarte a alguien.   
Q Q Q
Le gustó la chica, pero con los años había aprendido a no confiar en las primeras impresiones. Recordaba aquella vez, hacía casi veinte años, cuando había visto llegar a una mujer rubia, con la nariz roja de llorar y los ojos perdidos; esa misma noche descubrió que pasaba unos días en el hotel para estar cerca del mar y tratar de consolarse, un poco, de la muerte de su hijo. Ella tomó la forma del niño, y se le apareció en los pasillos, en la habitación, cerca del balneario, en la escalera que llevaba al primer piso; pero la mujer sólo gritó y gritó y se la llevaron en una ambulancia. Estaba con su marido. Había aprendido la lección: sólo debía intentarlo con mujeres solas.
La chica se llamaba Elina, y estaba sola. Era hermosa, pero no se daba cuenta. Tenía las ojeras del insomnio y demasiados cigarrillos; tenía una expresión desafiante y era antipática con los locuaces y encantadores dueños. Ni siquiera miraba a los demás huéspedes. El primer día no bajó a la playa, ni a desayunar, ni a almorzar, y en la cena movió la comida en el plato y disimuladamente tomó tres pastillas con el vino. Ella supo que Elina odiaba la playa. ¿Por qué estaba ahí entonces? Algo le había pasado en una playa, años atrás. Ella debía averiguarlo esa misma noche, para que Elina lo recordara en sueños.  
Caminó por los pasillos alfombrados de azul hasta la habitación. Elina había pagado una de las mejores, con microondas y heladera, una suite, pero estaba claro que no iba a usar ninguna de las comodidades. Todavía no era el momento de tomar forma. Mañana. Esta noche bastaba con que soñara con aquella noche en la playa, cuando Elina tenía 17 años y pensaba que era invulnerable; esa noche cuando a la salida de un boliche había accedido a acompañar al hombre borracho hasta el balneario vacío. Él le había tapado la boca para que no gritara, pero Elina ni siquiera se había movido, por miedo. Y después no se lo había contado a nadie. Solamente se había lavado, y había llorado, y se había comprado unas cremas íntimas para aliviar el olor y el ardor de la arena que le quemaba la suave piel interna.  
- - -
Qué lindo momento para acordarme de esa mierda, pensó Elina y miró por la ventana de su habitación, que daba a la pileta. No es que lo hubiera olvidado, pero rara vez esa noche en la playa aparecía en sueños. Pero sabía que por eso la había dejado Pablo. Porque él a veces la tocaba y ella recordaba la arena entre las piernas y el dolor, y tenía que pedirle basta, y jamás había podido explicarle nada por miedo, hasta que él se había hartado y cómo no, si ella estaba arruinada para siempre.
Afuera una pareja hablaba, cada uno sentado en su reposera, tomada de las manos. Los detestó. Los chicos se daban chapuzones aunque no hacía calor, y un hombre de unos cincuenta años leía un libro de tapas amarillas, a la sombra. Pocos huéspedes, o al menos esa era la sensación que daba el hotel, tan silencioso. Esta no fue una buena idea, pensó Elina, y esperó una hora, dos horas, pero nadie la llamó desde la recepción para avisarle que tenía un llamado. 31 años tan sin saber qué hacer. Qué hacer. Veinte años más dando clases en la facultad. Veinte años más de docente. Veinte años más de poca plata y morirse sola; veinte años de reuniones de profesores y rezongos. No tenía otro plan. Y además, si tenía que ser franca, a lo mejor ya ni siquiera podía volver a ser docente. En su última clase, se había puesto a llorar mientras explicaba a Durkheim, qué tarada. Salió corriendo. No podía olvidar las risitas de los chicos, nerviosas antes que crueles, pero cómo le hubiera gustado matarlos. Se encerró en la sala de profesores. Alguien la encontró temblando. Algún otro llamó a una ambulancia y poco más recordaba hasta que despertó en una clínica –cara, con profesionales encantadores e insoportables, pagada por su madre– y las sesiones de grupo, y la horrible sensación de que no le importaba lo que decían los demás, y pensar en cómo morir mientras hacía actividades prácticas (“¿podré clavarme el pincel en la yugular?”), y las sesiones de terapia individual donde se quedaba muda porque no podía explicar nada y el alta dudosa. Sus padres le habían alquilado un departamento para que fuera independiente, para que se recuperara antes, para que se integrara, todos esos lugares comunes. Y Pablo que ni siquiera había preguntado por ella, dondequiera que estuviera. Y volver a la facultad un mes a instancias del psiquiatra, pero sólo lo había logrado dos semanas, y licencia, y ahora la playa.
Se recogió el pelo en una desprolija cola y decidió ir a almorzar –como de costumbre, se había despertado demasiado tarde, porque ya no controlaba la cantidad de pastillas que estaba tomando–. Y después, se dijo, a la playa. Había sol. Decían que el mar tranquilizaba. Cuando salía, pasó junto a unas extrañas esculturas de ovejas que parecían salidas de un pesebre enorme, y miró con cierta curiosidad a dos adolescentes jugando a embocar un corcho dentro de la boca  de un sapo de bronce.
Otra vez movió la comida en el plato, pero se las arregló para pasar dos bocados y una Seven-Up entera, por lo menos azúcar. Y salió hacia el balneario, que quedaba apenas a una cuadra de distancia; se llegaba por un camino de empedrado rodeado de arbustos que le cortaron la respiración, y si algo se esconde ahí, pero corrió y llegó hasta las antiguas escaleras de madera y el mar, la playa enorme más diáfana y de arena más clara que en el resto de la costa, y el cielo de un azul violáceo porque iba a llover. Se sentó en una de las sillas, bajo la carpa, y miró a unos hombres cuarentones de cuerpos todavía esbeltos jugar al fútbol; pensó en acercarse, a lo mejor llevarse uno a la cama por qué no si no garchaba desde hacía un año, pero sabía que no, que la desesperación se huele, y ella apestaba. Vio a las chicas desafiando el viento con sus bikinis. Y esperó la lluvia. Se dejó empapar. Y cuando el pelo largo ya le goteaba sobre los pantalones, cuando ya el agua fría le chorreaba desde el cuello hasta el pecho y el vientre, sacó del bolso la gillette y empezó con los exactos cortes en el brazo, uno, dos, tres, hasta ver la sangre y sentir el dolor y algo parecido a un orgasmo. Que siguiera el frío, así podía cubrirse. Aunque no le importaba tanto. Sólo temía que algún alma caritativa lo notara, se compadeciera, e hiciera el temido llamado a Buenos Aires o a la ambulancia o a la línea de asistencia al suicida.
Cuando volvió, preguntó si había recibido algún llamado. “No, querida”, le dijo la telefonista, toda sonrisas. En la habitación, se hundió en la bañadera y volvió a repasar los cortes, para que la sangre flotara a su alrededor y tiñera el agua de rojo. Era hermoso. Se hundió y abrió los ojos bajo el agua, a un océano de espuma rojiza.
- - -
No había querido hablar con nadie, pero en el desayuno una chica recién llegada –creía, porque estaba muy pálida, y parecía algo incómoda– se sentó en su mesa. Por la mañana el comedor se llenaba. Elina pidió café con leche, para poder seguir despierta, porque no había dormido y se sentía mareada. El corazón pataleó dentro de su pecho con la primera embestida de la cafeína, pero no le importó. Qué lindo morir así, de pronto, sin planearlo, de una forma tan sencilla. Mucho mejor que las pastillas: cuando lo había intentado, cuando despertó con un tubo en la garganta, se dio cuenta lo difícil que era conseguir una sobredosis. Después comprendió su error, aprendió cuáles eran las pastillas que debía haber tomado, pero no se atrevió a repetirlo.
La chica le preguntó, después de un tímido hola, si había subido a la habitación de Saint-Exupery. Elina le dijo que todavía no, aunque pensaba qué mierda me importa la pieza de un escritor. Pero la chica insistió. No por afán literario. “Me dijeron que si se sacan fotos ahí adentro, siempre salen borroneadas. Dicen que queda registrado el fantasma. Yo no sé. Pero este hotel se merece un fantasma”.
A lo mejor, le dijo Elina, pero el de Saint-Exupery no me da miedo, la verdad. La chica se rió. Tenía una risa rara, forzada pero no falsa. Como si no estuviera acostumbrada a reírse. Le cayó bien. O por lo menos no le resultó tan antipática como los chicos ricos y parafinados, los señores de conversación tan interesante, las chicas relajadas con sus novios de anteojos y libros bajo el brazo, los cuarentones que descorchaban, por la noche, vinos caros y los olían, mientras suspiraban antes de encender un puro.
“¿Y sabías lo del mirador?”, le preguntó la chica. Algo, dijo Elina. Nomás que no se lo muestran a cualquiera, porque la estructura es vieja, no lo reciclaron y es peligroso. La chica negó con la cabeza. Tenía manos largas, pero era muy bajita. El efecto resultaba desproporcionado, a punto de ser deforme. “No es peligroso. La escalera es empinada. Yo lo conozco. Podríamos ir. No lo cierran con llave, es mentira. La puerta está un poco trabada. Hay que empujarla”.
Está bien, dijo Elina. Mañana vamos. Pidió esas veinticuatro horas de gracia para ver si podía dormir. Y, más importante, para encontrar algún locutorio con Internet, por si Pablo había escrito.
Pero nunca llegó al locutorio. Reconocía el temblor en las manos, la falta de aire, esa necesidad de salir del cuerpo, ese pensar siempre en lo mismo. Encendió un cigarrillo en el pasillo, y volvió fumando a la habitación, a esperar la noche y el día siguiente boca arriba en la cama, con la televisión encendida pero incapaz de comprender el sentido de programa alguno, aterrada porque no podía llorar.
- - -
Los seres como ella no se entusiasmaban, no se excitaban. Sólo estaban seguros. Y ella estaba segura de que Elina era la indicada. Que iba a hacerlo.
La había llevado hasta el mirador. Era cierto que los dueños cerraban la puerta que daba a la escalera de madera, tan empinada, con llave; pero por supuesto esas herramientas no podían detenerla. Elina había subido tras ella, respirando con dificultad; en la subida, se había clavado una astilla en la mano, pero ni siquiera se quejó. Y cuando llegó hasta el espacio cuadrado del mirador, las ventanas desde donde, en puntas de pie, se podía ver el mar a lo lejos, la luz ocre, el olor a madera y las sombras por debajo, en una suerte de hueco bajo la torre, ella la vio sonreír.
–La hija del dueño, cuando era chica, creía que acá tenían escondida a la loca.
–¿Qué loca? –Elina seguía sonriendo.
–Ninguna loca, nunca hubo una. La nena había leído algún libro con una loca encerrada y se sugestionó.
–Siempre encierran a las locas en los libros –murmuró Elina.  
–Podrían escaparse.
–Podrían –dijo Elina, y se sentó en el suelo, a jugar con restos de vidrios de una reforma que nunca había terminado de realizarse. –Cumplí años anteayer –continuó–. Treinta y un años.
–¿Y no quisiste festejarlos?
Elina la miró, y la chica sonrió, aunque seguramente no era eso lo que tenía que hacer. A lo mejor debía abrazar a Elina, como solía ver que hacían las personas. Pero eso podía arruinarlo todo.
Mejor era traerla al mirador otra vez, al día siguiente.
Y dejarla encerrada.
Y a lo mejor mostrarle su verdadera forma antes de abandonarla sola ahí arriba.
Y evitar que los huéspedes y los dueños escucharan los gritos. Era capaz de controlar qué llegaba a los oídos de la gente, y qué no.
Y esperar a que el hambre la desesperara, y hablarle desde el otro lado de la puerta, hablarle de que nadie vendría a buscarla, porque a nadie le interesaba.
A lo mejor incluso entrar otra vez, varias veces si hacía falta, y mostrarle cada vez algo más de su verdadera forma. Y de su verdadero olor. Y, por su supuesto, de su verdadero tacto. Ah, ella sabía que nada aterraba tanto como su tacto.
Y esperar el golpe, el ruido, los gritos: Elina había observado con atención no sólo las ventanas, sino la escalera. Un paso en falso en esa escalera era suficiente. Y si no, Elina podía volver a subirla, y volver a arrojarse desde lo alto. Era capaz de hacerlo.
Y entonces el hotel tendría a Elina paseando en círculos con sus manos frías y sus brazos ensangrentados.
Y ella sería libre, porque al fin la había encontrado.

de Los peligros de fumar en la cama(2009) 

16 enero, 2017

María Bernardello: (Buenos Aires, 1972)


SI ES ASI, YO PUEDO CONSOLARTE
Corté el teléfono y estacioné a metros de un cartel que decía: yo soy el camino, la verdad y la vida. Bajé del auto y caminé despacio, sin rumbo, para cambiar de aire. Esta vez las cosas iban a ser distintas. Estaba decidida a no seguir soportando ese trabajo. Estaba decidida a no volver.
Un soplo de viento agitó un vestido colgado de una percha en un portón y entré. El vestido era rojo y lindo. La ropa colgada de percheros en un garaje bastante grande, apenas adaptado como local de ropa usada. Me recibió un hombre con delantal azul. Tenía shorts y unas zapatillas deportivas sin medias. Se le veían las piernas cortas y peludas. El pelo gris, engrasado, peinado hacia atrás. Miré alrededor, había un poco de todo: una cómoda con espejo redondo, algunas valijas de cuero, sombrillas de encaje con volados, un Perramus, unos mocasines Guido color crema y más ropa usada colgada en roperos sin puertas. La música que sonaba era preciosa, de películas célebres en francés. Canté Si ca je peut te consoler , de Jane Birkin.
Me gustó un traje de baño blanco, de ribetes azules, con cuadraditos que se dispersaban en el centro y se concentraban en el busto y la entrepierna. Era entero y se angostaba en la cintura. Agarré una pollera al bies, estampada con colores brillantes, con flores y rayas: fresca. Me sentí en otro mundo, entre el polvo y esa música de películas. Una mesa hacía de mostrador y dividía la habitación en dos. Del otro lado había más ropa apilada y una mujer, a la que no había visto, planchaba. Saqué de una percha una pollera tableada color tiza. El hombre empezó a silbar. Me puse la pollera por encima como para calcular el talle. El hombre me miró y me dijo:
-Te queda bien. Es muy hermosa. Si querés podes pasar al probador- me señaló la puerta entreabierta del baño.
-Es un lujo esto, ¿eh?
-¿Cómo?
-La música que escuchás, es un lujo.
-¿Te gusta? Es una colección- me dijo el hombre.
Me sentí bien. Canté Raindrops keep falling on my head. Me acerqué con la ropa al mostrador para pagar. Le di cien pesos al hombre para que me cobrara quince, pero no había suficiente cambio. Llamó a la planchadora y le pidió que fuera a buscar. Ella agarró el dinero y se fue.
Recorrí una vez más el lugar, la puerta doble abierta de par en par, el vestido rojo, los percheros. Me detuve en el baño, tan chic, rosa, con el espejo de marco dorado, largo y angosto y el aplique de luz destartalado. El hombre silbaba, yo cantaba bajito.
-¿Ves? Estos son todos míos.- me dijo señalando los discos casi nuevos. Grandes éxitos de Roberto Carlos, singles de Astrud Gilberto y Getz, y unas tentadoras ediciones limitadas de Jane Birkin y Sergé. Me mostró con entusiasmo las tapas y contratapas de cada disco, las fotos.
-¿Los querés? -me dijo- Si te ponés la malla, te los regalo.



Lo miré de reojo y entré al baño. La puerta no cerraba bien. Me desvestí con cuidado porque el piso estaba sucio y, como pude, colgué la ropa de un gancho. Me probé el traje de baño y me miré en el espejo. Me quedó justo. Me acomodé las tetas. Desde el espejo miré al hombre. Me puse de costado, me levanté el pelo y ajusté las tiritas, lo miré; me chupé un dedo y bajé la mano. No saqué la vista del espejo ni del hombre. Se le iba la lengua. Se manoseaba. La música había desaparecido. Deseé un beso, un beso. Me miré en el espejo. Vi llegar a la planchadora. El hombre se dio vuelta y se acomodó el short. Traté de cerrar mejor la puerta. Me vestí rápido y salí.
La planchadora había puesto la ropa en una bolsa y malhumorada me dijo:
-¿Los discos también?
-Sí, estos
-Son cinco pesos más -dijo-, acá no regalamos nada. Me dio el vuelto, lo guardé en el bolso y saqué el rouge. La planchadora puso los discos en otra bolsa. Mientras tanto me pinté los labios.
Me apuré hasta llegar al auto, metí todo en el baúl y arranqué en dirección a casa. Pensé en fumar, en bailar, en escuchar esa música.-

12 noviembre, 2016

El cuento de navidad de Auggie Wren Paul Auster


El cuento de navidad de Auggie Wren Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó. Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más. Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle. Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una. Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo: —Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio. Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie. Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare. —Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos. Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo. Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla. A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo? Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas. No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él. —¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad. Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia. —Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era. “Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo? Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente. La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin. “—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta. “Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega. “—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad. “Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme. “Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca. “—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad. “No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella. “No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente. “Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos. “—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien. “Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello. “Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar. “No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia. —¿Volviste alguna vez? —le pregunté. —Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella. —Probablemente había muerto. —Sí, probablemente. —Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo. —Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo. —Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella. —Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra. —La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario. —Todo por el arte, ¿eh, Paul? —Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara. —Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no? —Sí —dije—. Supongo que sí. Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad. —Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme. —Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres? —Supongo que estoy en deuda contigo. —No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada. —Excepto el almuerzo. —Eso es. Excepto el almuerzo. Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...