25 diciembre, 2011

Fin de fiesta- Esther Cross (Argentina,1961)


Mi madre me enseñó, sin darse cuenta, que hay felicidades secretas. Lo aprendí en una serie de clases prácticas que me daba, inocente, cada Nochebuena. Lo único que tenía que hacer era sentarme y mirar cómo ordenaba la casa cuando todos se habían ido. La abnegación con que atendía a la familia tenía su contracara. Y esa bondad excesiva que me irritaba recibía, después de todo, su compensación.

Con los años, fui entendiendo que su empeño en que no la ayudaran a levantar la mesa- dejen, en serio, lo hago volando– no era otro signo de lo buena que era. Lo que quería era, en realidad, que se fueran rápido.
Tenía sus razones. Un rato antes, había pagado su impuesto a la familia. Había respondido las preguntas incómodas. Había oído, simulando sorpresa, cómo la misma de siempre contaba –con su enojo triunfal– que Santa Claus era un invento de la Coca Cola (en mi familia pasaban esas cosas). Además, se hacía la tonta y no comentaba nada sobre el fenómeno de los regalos seriales (tuvimos el año de las colecciones musicales y el de los jabones, el de los libros y el de los baños de espuma, porque el inconsciente familiar también sale de compras para las fiestas).
Había corrido a la cocina para tranquilizar a la obsesiva que pedía una bolsita para guardar todo. Había mirado para otro lado cuando mi tío cleptómano manoteaba un cenicero. No se había ofendido cuando preguntaron de qué panadería era la torta casera. Y los había acompañado hasta abajo aunque le dijeran que no hacía falta. Siempre tan amable, comentaban. Pero yo me daba cuenta de que así se aseguraba de que se fueran. Las palmaditas que les daba en la espalda al despedirse eran medio fuertes pero todos sonreían por la anestesia de los brindis.
Había que ver el buen humor con que levantaba la mesa. Se servía una copa y brindaba en silencio. Probaba la comida que no había tenido tiempo de probar. Una vez se animo con el pan dulce, que siempre criticaba. Otra vez se sentó, apoyó los pies sobre la mesa y fumó con los ojos entornados. Se lo tomaba con calma. Tenía todo el tiempo del mundo. Podía ser sociable y solitaria a la vez.
Si sonaba el teléfono, atendía, decía Feliz Navidad en voz baja y hablaba en clave- con alguien que evidentemente la hacía sentir bien–. Levantaba los restos de papel como si nada. Negaba suave con la cabeza al hacer un bollo con el mantel manchado de vino. Ponía música. Eso era bailar. Cantaba con el disco.
Afuera detonaban petardos residuales. Algún borracho gritaba, contento, cosas que no tenían nada que ver con la Nochebuena pero qué tenía de malo; lo importante era otra cosa. Cada uno sabe qué festeja. Mi madre estaba feliz de una manera que sólo yo podía ver. Alzaba la copa para brindar con su idea del futuro. Así aprendí que a veces la fiesta empieza cuando termina la fiesta. Y cuando todos se fueron levanto mi copa hacia el pasado, le digo gracias, la entiendo y la saludo.


Esther Cross ha publicado Bioy Casares a la hora de escribir, libro de entrevistas con el narrador argentino; las novelas Crónica de alados y aprendices, La inundación y El banquete de la araña y los libros de cuentos La divina proporción y Kavanagh. Sus libros han recibido importantes distinciones en el país y en el extranjero. En 1998 recibió la beca Fulbright-Fondo Nacional de las Artes. En 2004 recibió la beca Civitella Ranieri.

19 diciembre, 2011

Florencia Abbate (Buenos Aires, Argentina, 1976)



Enero / 2002

Era una mujer casi tan alta como yo, jovial y elegante. Me explicó que buscaba a su hijo Agustín, que se preocupó porque estuvo dos días llamándolo a toda hora y no contestaba nadie, que fue a tocarle el timbre y que el portero del edificio le dijo que lo había visto conmigo. Al principio la miré descolocada. Parecía una de esas escenas en que la madre pasa a buscar a su hijo por lo de un compañerito y conversa con su par. La hice entrar y le pedí que esperara mientras iba a buscarlo. Fui al cuarto y encontré a Agustín sentado en el suelo, filmando las tapas de los discos. Le avisé que su mamá estaba en el living y alzó la cabeza y me miró como si le costara un esfuerzo descomunal entender. Se levantó torpemente y me siguió. Cuando llegamos al living, ella estaba parada ante el portarretratos que tiene la foto de Horacio y la miraba muy fijo. Era extraño. Su figura doblada hacia delante parecía a punto de tambalearse y caer, como si la firmeza de su bello cuerpo fuese amenazada de pronto por un viento de sorpresa o de duda.

Miraba la foto con una expresión inquisitiva, tanto que sin querer hablé en voz baja y le dije “Perdón”, porque era tal su concentración que debí sentirme inoportuna. Al ver a Agustín junto a mí pareció volver en sí, sonrió y se acercó a darle un abrazo.

Con la aparición de su madre terminaron los tres días que él pasó en casa. Papá viajó a Salta en Año Nuevo. Agustín vino a eso de las seis de la tarde y se quedó a festejarlo conmigo, se fue quedando... Fue hermoso y sin embargo me siento incapaz de reconstruir uno por uno esos días... No sé cuándo pero sé que le dije que desde que nos vemos me ocurre algo raro: a veces tengo mucho dolor, y reconozco el dolor en mi cuerpo, pero yo no estoy ahí sino en alguna otra parte, con él, y entonces el dolor ya no logra esclavizarme... Sé que una noche evocamos de nuevo el momento en que irrumpió como un superhéroe en apuros, y susurré “Estás totalmente equivocado en lo de quién le salvó la vida a quién aquella tarde...”. Sé también que me hizo mirar en su cámara las tomas que filmó en este tiempo. Lo más sorpresivo fue el principio: Yo no acertaba a entender que ese rostro dado vuelta era el mío, observándolo a él a metro y medio de la baranda del balcón. Le pregunté qué era esa figura tambaleante y respondió “Decime vos. Hay que mirar mejor”. Entonces me di cuenta y fue como si me reencontrara a partir de un recuerdo y me resultase grato, y a la vez como si no pudiera ya reconocerme en aquello que esa imagen me estaba proponiendo, y la mirada se volviese hacia adentro y pensara “Qué lejos estoy y ni siquiera pasaron cuatro meses” (¿quién soy? ¿quién era?)

Hoy Agustín llegó con un cachorro Fox Terrier que le regaló su hermano. Dijo que le encantó que Federico haya tenido la idea de regalarle un perro, y que él se sintió mal porque no se había acordado de comprarle el regalo de cumpleaños que al parecer le debe. Me propuso que lleváramos a Warhol, así se llama el perro, a conocer mi balcón, y eso hicimos. Salimos al balcón y nos sentamos a mirar la calle. El perro estaba parado entre nosotros y movía la cola. Agustín se rió y dijo que la presencia del perro nos hacía parecer una extraña familia.

—Mirá esas personas en la otra vereda, ¿qué están pensando?
—Ni idea.
—Concentrate y decime. ¿Qué están pensando en este momento?
—Cosas que piensa una persona.
—¿Cuáles son?
—Depende...
—Debe haber algunas cosas que piensan siempre, todas las personas.
—“Algún día me voy a morir.” Eso lo debemos pensar todos.
—Ahora decime qué es lo que están pensando esas personas ahora, esperando el colectivo. ¿No te parece que están en otra parte?
—¿En dónde podrían estar?
—En la intimidad.
—¿Dónde?
—Mirá las caras. ¿No te da la sensación de que hay secretos en todas esas caras?
—A ver, cerrá los ojos, Agustín. Cerralos...


de EL GRITO, Capítulo VI. FLORENCIA ABBATE, EDIT.EMECÉ, BUENOS AIRES,2004.


Escritora, periodista y Licenciada en Letras. Publicó la novela El grito (Ed. Emecé, 2004), el volumen de cuentos para chicos Las siete maravillas del mundo (2006), los poemarios Neptuno (2005), Los transparentes (2000) y Puntos de fuga (1996), la investigación Él, ella, ¿ella? Apuntes sobre transexualidad masculina (1998), Deleuze para principiantes (2001), Literatura latinoamericana para principiantes (2003) y el libro-objeto Shhh…(2002).
Dirige la editorial independiente Tantalia y da clases en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Realizó una residencia en el Banff Centre for the arts (Canadá) y otra en Berlín (Alemania, DAAD).
Colaboró en numerosas revistas (3 Puntos, La mujer de mi vida, El porteño, Latido, Artefacto, TXT, Surcos en América Latina -Chile-, Diario de Poesía, Insula -España-, etc.) y en los suplementos culturales de los diarios Perfil, La Nación, El País, Página/12 y Clarín. Armó y el prologó de Una terraza propia, antología de nuevas narradoras argentinas (Ed. Norma, 2006).

10 diciembre, 2011

Clarice Lispector: Feliz cumpleaños


FELIZ ANIVERSARIO/Feliz cumpleaños


La familia iba llegando poco a poco. Los que venían de Olaría estaban muy bien vestidos, porque la visita al mismo tiempo era un paseo a Copacabana. La nuera de Olaria apareció de azul marino, con un atavío de pailletés y un drapeado cubriendo su vientre con una cinta. El marido no vino por razones obvias: no quería ver a los hermanos. Pero mandó a su mujer para que no todos los lazos fueran cortados, y ésta venía con su mejor vestido para demostrar que no necesitaba de ninguno de ellos, acompañada de los tres hijos: dos niñas adolescentes, infantilizadas con vuelos rosados y enaguas engomadas, y el niño como atemorizado con su terno nuevo y por la corbata.
Zilda, la hija con quien vivía la festejada, había dispuesto sillas unidas a lo largo de las paredes, como en una fiesta en la que se va a bailar; la nuera de Olaría, después de saludar con la amarga cara a los de la casa, se instaló en una de las sillas y enmudeció, con la boca en punta, manteniendo su posición de lástima. “Vine para no dejar de venir” le había dicho a Zilda, y enseguida se había sentado, tornándose así, ofendida. Las dos jovencitas de rosado y el niño pálido, con el cabello peinado, no sabían que actitud tomar y permanecían de pie al lado de la madre, asombrados con su vestido azul marino y sus pailletés.
Después vino la nuera de Ipanema con dos nietos y la abuelita. El marido vendría después. Y como Zilda, la única mujer entre los seis hermanos y la única que, estaba decidido ya hacía años, tenía espacio y tiempo para alojar a la festejada, estaba en la cocina terminando con la empleada las croquetas y sandwiches, se quedaron: la nuera de Olaria arrogante con sus hijos de corazón inquieto al lado; la nuera de Ipanema en la fila de sillas opuesta fingiendo ocuparse con el bebé para no encarar a la cuñada de Olaria; la abuelita ociosa y uniformada, con la boca abierta. Y a la cabecera de la mesa grande, la festejada que cumplía hoy ochenta y nueve años.
Zilda, la dueña de la casa, había arreglado temprano la mesa, la había llenado de servilletas de papel colorido y vasos de papel alusivos a la fecha, ubicando desparramados globos suspendidos por el techo en algunos de los cuales estaba escrito “Happy Birthday”, y en otros “Feliz Aniversario”. En el centro había dispuesto el enorme pastel azucarado. Para adelantar la tarea arregló la mesa luego después del almuerzo, arrimó las sillas a la pared, mandó a los niños a jugar con el vecino para que no desarreglaran la mesa.
Y, para adelantar el trabajo vistió a la festejada también después del almuerzo. Le puso desde entonces la presilla en torno al cuello y el broche, le roció un poco de agua de colonia para disfrazar su olor de guardado, luego la sentó a la mesa. Desde las dos la festejada ya estaba sentada a la cabecera de la larga mesa vacía, tiesa, en la silenciosa sala.
De vez en cuando se concentraba en las servilletas coloridas, mirando curiosa uno y otro globo estremecerse con los autos que pasaban. Y de vez en cuando aquella muda angustia era acompañada, fascinada e impotente, por el vuelo de la mosca que rodeaba el pastel.
Hasta que a las cuatro entró la nuera de Olaría y después la de Ipanema. Cuando la nuera de Ipanema pensó que no soportaría ni un segundo más la situación de estar sentada frente a la cuñada de Olaría – que llena de ofensas pasadas no veía un motivo para desfilar, desafiante, a la nuera de Ipanema – entraron finalmente José y la familia. Y mientras ellos se besaban, la sala fue quedando llena de gente, la que ruidosa se saludaba como si todos hubieran esperado bajo ese momento, perturbados por el atraso, subir los tres escalones, hablando, arrastrando a los curiosos niños, llenando la sala e inaugurando así fiesta.
Los músculos del rostro de la festejada no la interpretaban nada. De modo que nadie podía saber si ella estaba alegre. Estaba puesta a la cabecera. Se trataba de una vieja grande, delgada, imponente, morena. Como vacía por dentro.
- “¡Ochenta y nueve años, sí, señor!”, dijo José, único hijo, ahora que Jonga había muerto. “¡Ochenta y nueve años, sí, señora!”, dijo restregando las manos en admiración pública y como señal imperceptible para todos.
Todos se interrumpieron atentos y miraron a la festejada de un modo más solemne. Algunos movieron la cabeza con admiración como si fuera un récord. Como si cada año pasado por la festejada fuera una vaga etapa de toda la familia. “¡Sí, señor!” dijeron algunos sonriendo tímidamente.
- “¡Ochenta y nueve años!”, repitió Manuel, que era socio de José. “¡Es una lolita!” dijo gracioso y nervioso, y todos se rieron, menos su esposa.
La vieja no se manifestaba.
Algunos no le habían traído ningún regalo. Otros trajeron una jabonera, una combinación de jersey, un broche de fantasía, un maceterito de cactus. Nada, nada que la propia festejada pudiera realmente aprovechar, constituyendo así una economía. La dueña de casa guardaba los regalos, amarga, irónica.
- “¡Ochenta y nueve años!”, repitió Manuel, afligido, mirando a la esposa.
La vieja no se manifestaba.
Entonces, como si todos hubieran tenido la prueba final de que no ganaban nada con esforzarse, con un levantar de hombros de quien está junto a una sorda, continuaron haciendo la fiesta solos: comiendo los primeros sandwiches de jamón, mas como una prueba de animación que por apetito, bromeando con que todos estaban muriendo de hambre. El ponche fue servido, Zilda sudaba, ninguna cuñada ayudó propiamente, la grasa caliente de las croquetas daba un aire de picnic, y de espaldas a la festejada, que no podía comer frituras, ellos reían inquietos. ¿Y Cordelia? Cordelia, la nuera más joven, sentada, sonriendo.
- “¡No señor!” – respondió José con falsa severidad – “¡hoy no se habla de negocios!”
- “¡Está en lo correcto!, ¡está en lo correcto!”, concordó Manuel de prisa, mirando rápidamente a su mujer, que de lejos extendía un oído en señal de atención.
- ¡Nada de negocios, hoy es el día de mamá!
En la cabecera de la mesa ya sucia, los vasos sucios, sólo el pastel entero, ella era la madre. La festejada abrió y cerró los ojos.
Y cuando la mesa estaba inmunda, las madres enervadas con el ruido que los hijos hacían, mientras las abuelas se recostaban complacidas en las sillas, entonces apagaron la inútil luz del corredor para encender la vela del pastel, una vela grande con un papelito pegado, donde estaba escrito 89. Pero nadie elogió la idea de Zilda, y ella se preguntó angustiada si ellos no estarían pensando que había sido por economía de velas – nadie se acordaba de que ninguno había contribuido con una caja de fósforos siquiera para la comida de la fiesta – que ella, Zilda, servía como una esclava, los pies exhaustos y el corazón indignado. Entonces encendieron la vela. Y así José, el líder, cantó con mucha fuerza, entusiasmando con una mirada autoritaria a los más indecisos y sorprendidos. “¡Vamos, todos de una vez!”, y todos de repente comenzaron a cantar alto, como soldados. Despertada por las voces, Cordelia los miró sobresaltada. Como no se hubieran puesto de acuerdo, unos cantaron en portugués y otros en inglés. Intentaron corregir: los que habían cantado en inglés pasaron al portugués, y los que habían cantado en portugués pasaron a cantar bien bajo en inglés.
Mientras cantaban, la festejada, a la luz de la vela encendida, meditaba como junto a una chimenea.
Escogieron al bisnieto menor, el que inclinado en el regazo de la madre que lo animaba, apagó la llama con un único soplo lleno de saliva. Por un instante aplaudieron la fuerza inesperada del niño que, espantado y alegre, miraba a todos encantado. La dueña de casa esperaba con el dedo listo en el interruptor del comedor y encendió la lámpara.
- “¡Viva mamá!”
- “¡Viva la abuelita!”
- “¡Viva doña Anita!”, dijo la vecina que había aparecido.
- “¡Happy Birthday!”, gritaron los nietos del Colegio Bennett.
Sonaron algunos aplausos dispersos.


en Lazos de familia”,  Traducción de Mario Cámara y Edgardo Russo. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2010.


 Clarice Lispector(Ucrania/Brasil,10 diciembre de1920 –  9 de diciembre de 1977) 



Lazos de familia se publicó en 1960 y entre los trece cuentos que lo conforman figuran varios de los más destacados de Clarice Lispector. Está aquí, por ejemplo, “La mujer más pequeña del mundo”, que concentra las mejores dotes de Lispector como cronista, indagadora de tropismos y narradora-poeta. Este cuento comienza hablándonos de un explorador que se interna en África hasta llegar al lugar donde habitan los últimos ejemplares de la raza más pequeña de pigmeos, y encuentra a una mujer encinta de 45 centímetros. La fotografía de esa pinina a quien el explorador llama Pequeña Flor es publicada en un suplemento dominical y aquí el relato se dispara contándonos la reacción de varios de los lectores de clase media que ven la foto, desde los que se conduelen de la pequeñez de la africana, hasta el niño que imagina el susto que se pegaría su hermanito si al despertar se encontrara con esa mujercita en la cama y cómo podrían jugar con ella, lo cual despierta en la madre del niño el recuerdo de algo que le había contado una cocinera sobre su infancia en un orfanato: “Al no tener muñecas con qué jugar, y con la maternidad ya latiendo fuerte en el corazón de las huérfanas, las niñas más astutas habían escondido a la monja la muerte de una de sus compañeras. Guardaron el cadáver en un armario hasta que la monja salió, y jugaron entonces con la niña muerta, la bañaron y le dieron de comer, la castigaron sólo para después poder besarla, consolándola”. Y tras estas distintas impresiones y derivaciones, volvemos a África y al explorador frente a Pequeña Flor con su pancita de embarazada. Pequeña Flor empieza a reír; ríe porque el explorador no la devora como habrían hecho los otros tantos enemigos de su raza; ríe porque no es devorada y porque le había nacido el amor por ese hombre amarillo, sobre todo por su anillo y sus botas, porque en la selva no existen, dice Lispector, los refinamientos del amor, y “el amor es no ser comido, amor es encontrar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír de amor a un anillo que brilla”.

Similar asociación exitosa de crónica e indagación psicológica comparece en cuentos memorables del volumen, como “Una gallina”, “Feliz cumpleaños” y “Misterio de San Cristóbal”. En el resto, prepondera el sagaz análisis meticuloso (a veces en forma de confesión introspectiva) de los personajes o narradores de Lispector -mujeres en la mayoría de los casos- y de algunos sucesos cotidianos que despiertan en sus protagonistas un desasosiego, una repulsa o una fascinación que puede llegar a ser abismal.

En 1973, Sudamericana había publicado una regular versión de este libro que hacía necesario un reemplazo que viene a cumplir esta nueva, impecable traducción de Mario Cámara y Edgardo Russo.
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