30 septiembre, 2010

Sandra Comino ( Argentina, 1964)

Un cuento para Angie

Angie acompaña a mamá a hacer compras y va sentada en la parte de
atrás del auto con las zapatillas nuevas. Angie no se aburre nunca aunque
este quieta y en silencio. Igual nunca está quieta. Una tarde de verano mamá
Gaby bajó a comprar caramelos y dijo: “Angie no hagas nada que vengo
enseguida”.
Y Angie no hizo nada. Fue el dedo de Angie que bajó el vidrio de la
ventanilla y para ver si era de verdad que lo había bajado, tiró una zapatilla
por allí y después quiso bajar más todavía la ventanilla, para asomarse; pero
como estaba atada no pudo y de repente el dedo se corrió, como por obra
de la magia y el vidrio se subió. Qué trabajo dan los grandes cuando dicen
“vengo enseguida y no vienen”. Angie se durmió y la zapatilla quedó del
otro lado.
Cuando llegaron a casa faltaba una zapatilla. Mamá llamó a la radio
para avisar que si alguien la encontr
A Angie le encantan las tijeras. Y tiene unas que son inquietas como
ella. Todas las cosas se parecen a su dueño o dueña, dice la tía. ¡Aunque
la tía dice cada cosa! Las tijeras de Angie trabajan de cortar cosas que no
se pueden cortar y a Angie ayudarlas le fascina. Fue por eso que un día les
ayudó a las tijeras a cortar el diccionario de la abuela. Y otro día se escondió
atrás del sillón y las tijeras cortaron un poco el pelo. Pero Angie no lo tiró
porque desde que perdió la zapatilla le dijeron que no tirara nada y entonces
se lo dio a la abuela para que lo guardara. Es que las abuelas saben guardar
cosas y sobre todo, secretos. Y dejan subirse a la a la mesada y saltar sobre
la cama.
Un día Angie y Agustina, empezaron a saltar sobre la cama de elástico
de alambre que la abuela tiene desde hace tanto… a las 5 de la tarde empezaron a saltar. Eran las 9 de la noche y seguían saltando. Esa noche Angie se
durmió sin cenar y al día siguiente la vistieron dormida y despertó como a
las 10 en el jardín. Que raro dormirse en la casa de la abuela, soñar que la
metieron en la cama y despertarse en el jardín. Pero Angie escucha a cada
rato que “el mundo está raro”.
Angie una mañana de sol vio al abu Pedro con un bastón revolviendo
el agua al borde de la pileta. Y le preguntó:
— ¿Qué se te cayó?
— Un pañuelo.
— Esperá…
Y Angie se infló bien. Cerró la boca y se tiró en lo hondo mientras
el abu quedó duro del susto y miraba cómo Angie fue por abajo del agua
derechito hasta donde estaba el pañuelo. A Abu le pareció que Angie era una
sirenita… Y ella volvió rápido con el pañuelo recuperado.
Angie juega con los sapos, agarra las vaquitas de San Antonio y no
le tiene miedo a nada. Es que Angie tiene papás que corren carreras de
bicicletas, juegan golf, practican ski, nadan mar adentro y corren como
treinta kilómetros. Angie también necesita correr, treparse, y a los dos años
ya dominaba palitos de golf. Las abuelas de Angie se desesperaron al uní-
sono porque no tenía ollitas, ni planchitas. Entonces la abuela Miri comprjuegos de té y la abuela Tata, planchita. Pero Angie prefiere las raquetas de
tenis, las pelotas de básquet, la soga para saltar.
La tía de Angie le regala libros.
La primera vez que le la tía le trajo un libro, Angie lo tiró. Y a la pobre
Angie la retaron porque los grandes quieren que los chicos reaccionen como
ellos. Y sin querer les enseñan a mentir. ¿Por qué si las pelotas se tiran no se
pueden tirar los libros? se pregunta Angie para adentro. Pero parece que hay
cosas que no se pueden hacer aunque sean divertidas.
Tata dijo ese día, fuerte para que escucharan todos:
— Pero si a Angie le encantan los libritos, ¿no es cierto?
Y Angie se puso a llorar. Y eso que Angie no llora nunca. Ni cuando le
cosieron un dedo que eso sí era para llorar y ella se aguantó. Pero cuando los
grandes quieren que algo les guste a los chicos, insisten.
Con el tiempo, cada vez que Angie veía a la tía con un libro corría con
mamá que era la única que la entendía.
Más tarde, la tía se hacía la que no traía libros y después de darle un
beso a Angie metía la mano en la bolsa, al mismo tiempo que todos entonaban “¿a ver que libro te trajo la tía?”. Y Angie gritaba agarrándose la cabeza:
“no quiedo libo, no quiedo libooooo” y le daban como unos ataques, parecidos a los de la prima Juanita, pero sin temblar. Menos mal que Mamá
la abrazaba y le hacía masajitos en la espalda. Y los masajes de mamá en la
espalda hacen bien al pecho. Y se van las ganas de llorar.
Pero un día, la tía y Angie estaban en la vereda de la casa de Abu y
cuando la tía le dio un libro, Angie lo agarró. Si no fuera porque lo tiró por
los aires, todo habría terminado allí. Tan alto Angie tiró el libro hacia arriba,
que la tío pensó que nunca había visto a nadie tan chico con tanta fuerza.
La tía se quedó mirando lo alto que viajó el libro. Y Angie con un dedo
en la boca miraba a la tía que tenía la boca abierta y la cabeza apuntando
al cielo. Angie miraba a la tía y al libro, al libro y a la tía. Y todos miraban
para arriba. Hasta un señor que pasaba en bicicleta y cuando vio que todos
miraban para arriba él también. Angie vio como la tía se preparaba para
recibir al libro, igualita a mamá cuando jugaba al Voley. - 4 -
S
El libro empezó a bajar abierto y parecía una mariposa con muchas
alitas. Es tan lindo ver volar.
Papá dijo:
— No le regales libros caros si los tira.
Abu Aldo dijo:
— Ojo con los de tapa dura que le puede sacar un ojo a alguien.
Todos acordaban que un libro en manos de Angie podría ser un arma
peligrosa, por no decir mortal.
Cuando la tía lo agarró miró a Angie y las dos se sonrieron.
Angie sabía tirar y la tía atajar. Buen comienzo.
A Angie le empezó a gustar tirar libros. Y a todos atajarlos.
Y el abu Aldo, la abuela Miri, y la abuela Tata, después de atajar, probaron leerle en voz alta a Angie.
Cuando los papás de Angie salen, alguno viene a cuidarla. Y así mientras alguien leía, al principio, Angie corría y a veces para escuchar a algunas
partes se quedaba quieta. Luego aprendió a esperar el final. Y un día escuchó
un cuento entero: Tomasito. ¡Cómo le gustan los cuentos de Tomasito a
Angie!
Y después La princesa Sukimuki.
Ahora Angie es grande, tiene como cuatro años, escucha mirando las
letras y los dibujos y cuando Tata llega le dice ¿“trajite los lente?”, porque
ahora la que quiere tirar los libros por el aire es Tata porque como va y viene
todo el día, trabajando de abuela, está cansada de que Angie sin saludarla
le pida que le “lea”.
Y otro día de pronto, Angie le dice a Tata que se vaya a “hacer las
cosas” que ella le va a contar a Pepita el cuento de la princesa Sukimoto.
Porque ahora Angie conoce las letras. Y Tata que hace las cosas con la oreja
parada, como todas las abuelas, se da cuenta de que Angie se lo sabe todo.
Y rápido lo cuenta.
Cuando Tata va a tender ropa Angie sigue contando y cuando vuelve,
Angie duerme con Pepita en brazos y el librito se convirtió en frazada.




Texto © 2010 Sandra Comino.


Sandra Comino nació en Junín, provincia de Buenos Aires, Argentina. Es escritora, periodista, docente, coordinadora de talleres de escritura y de lectura en voz alta. Forma parte del grupo de autores convocados por el Plan Nacional de Lectura.

Es Miembro de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina) Sección Nacional de IBBY (International Board On Books For Young People). Entidad en la cual fue miembro además entre 1998 y 2003.

Fue Miembro del Comité Editorial de Revista La Mancha (de 1998 hasta 2006). Colaboró en el suplemento Radar Libros, Página 12, Revista Fadamorgana (Santiago de Compostela) Educación y Bibliotecas y En julio como en enero, La Habana, entre otros Medios.

Algunos de sus libros son Así en la tierra como en el cielo, La enamorada del muro, El pueblo de Mala Muerte, Nadar de pie.

Su novela La Casita Azul, recibió el Premio Iberoamericano de novela, 2001. Cuba, La Habana. Su traducción en inglés The little blue house, Groundwood, Toronto, integra la lista Américas Awards Winners, 2003. University of Wisconsin. Center for Latin American & Caribbean Studies. Milwaukee.

Recibió el Premio “A la Orilla del Viento” del Fondo de Cultura Económica de México. Premio Especial “La Rosa Blanca” a la trayectoria en Promoción de la literatura infantil. Ciudad de La Habana, 19 de octubre de 2001. Premio “Madre Teresa”, 2004, otorgado por la Biblioteca Popular “Madre Teresa”, Virrey del Pino, La Matanza, en el Área de Educación y Cultura y Bibliotecas, por el apoyo en la difusión de La Literatura Infantil y Juvenil y apoyo a Bibliotecas Populares.

14 septiembre, 2010

Liliana Díaz Mindurry

Fragmentos de Pequeña música nocturna

ESCRITO UN DÍA A LA MAÑANA

Cuando entré al cuarto de mi tío, estaba pintando. Suele pintar de noche algunas veces si no está muy cansado.
O si está nervioso.
Eso dice. Que cuando está nervioso, pinta. Entonces no quiere contarte ninguna historia, nada de nada, sólo pintar y pintar. Ni siquiera te ve.
Le dije: ¿Estás enojado conmigo?
Me dijo: No, no estoy enojado.
Nos quedamos sin hablar. Cuando pinta es raro que hable. Él miraba su pintura o miraba algo que yo no veía, algo que estaría en el aire. Yo le miraba la cabeza.
Estaba Minos presente, suele seguirme a todas partes. Si uno lo acaricia se duerme. Yo lo acariciaba y se dormía.
Le pregunté a mi tío algo sobre los huracanes y me dijo que no quería hablar más de eso. Que estaba harto de eso.
Le pregunté por la flor y me dijo que lo dejara en paz.
Le dije que sí estaba enojado. Me dijo que no y basta. Cuando pinta es así. Cuando pinta lo odio.
Le dije : Merce tiene pesadillas todas las noches. Sueña con algo que no sabe qué es. Me dijo: Yo también sueño. Le dije: ¿Qué soñás? No supo decirme qué soñaba. Le dije: Debés soñar con la Cosa, lo que sueña Merce. Hace meses yo también soñaba con la Cosa. Que se metía, que estaba acechando detrás de la puerta, que me tocaba los pies, que me subía por las piernas. Que yo cerraba la puerta y la Cosa empujaba y entraba. Le conté a Merce. Ahora la Cosa se le metió en los sueños a ella.
Entonces me hizo la pregunta de todos los grandes.
Por qué los grandes repiten lo mismo. No se cansan.
¿Qué es la Cosa?
Le dije: Si se supiera, no sería la Cosa. Nadie lo sabe.
Siguió pintando, cuando pinta lo odio. No se entendía mucho lo que pintaba. Era todo amarillo, naranja y marrón con alguna gama del verde oscuro. Sería la Cosa.
En una parte salía la cabezota enorme de Josecito pero podía ser una calabaza o no sé qué.
Era como si en el cuadro pasaran muchos acontecimientos, pero había que descubrirlos. Había que mirarlo mucho para entenderlo. Mirarlo y que te ardieran los ojos de tanto mirarlo, y te cansaras y quisieras dormir. Entonces te dormías y soñabas con el cuadro, con lo que escondía el cuadro. Era mi cabeza, ahora resultaba más nítida. Uno la podía reconocer. Era mi cabeza.
Era yo adentro del cuadro.
Después hizo unos remolinos como los de Dante. Remolinos adentro de un desierto blanco o amarillo muy pálido. Un desierto como ese lugar donde hay camellos. O un lugar que no es: vacío, creo que se dice.
Me dijo: Sacate la ropa. Le dije: ¿Toda? Me dijo: El vestido solamente. Le dije: Me da vergüenza. Pero me la saqué. Me senté en bombachas sobre los talones.

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Me dijo: Así no.
Le vi los dedos amarillos y pensé en mi mamá que siempre le dice que no fume. No me importó que fueran amarillos.
Me hizo arrodillar. Me pintó arrodillada. Me escondió en el cuadro. Pintó encima como para que no me viesen. Pintó algo que no entendí.
Le pregunté qué pintaba.
Estaba muy enojado, no respondió. Cuando pinta se enoja, no habla. No quiere contar historias. Cuando pinta parece un viejo, más viejo de lo que es. Cuando pinta lo odio.
Volví a preguntar para que se fastidiase.
Me respondió: Una grulla. Como si me hubiera respondido: un jarrón. Le pregunté: ¿Qué es una grulla? Me respondió: Un ave. Le dije: Ya sé. Y sé que Dante dice que tiene el canto triste como la gente que vuela en el viento o, al revés, que la gente recuerda a las grullas. Me dijo: Es un ave zancuda. Parecía la hermana Rosa cuando habla de zoología. Le dije: No es una grulla. Las grullas cantan en tu cuadro, pero no se ven.
Entonces dejó de pintar, me miró, pero no el cuerpo sino la cara. Me miró la cara. Me dijo: Lo que yo pinto es una esencia que no se ve. No tiene que verse sino sugerirse. Lo de las grullas que decís está bien. Está el quejido de las grullas. Y no preguntés más porque me distraigo. Ponete el vestido y andate a dormir que es tardísimo.
Le dijo que no.
Que no me iría a dormir. Que no me iría nunca más. Que deseaba meterme en el cuadro, entender el cuadro.

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Entonces él se abrió el pantalón.
Yo había visto a Josecito desnudo, pero era distinto. Era grande, enorme. Esto es lo que pinto, me dijo. Puso mi mano allí donde florecía duro, tenso y suave. También muy suave.

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Fue veloz. Me hizo arrodillar como en el cuadro y me hizo poner lo tenso y suave en la boca. Me la abrió y toqué la punta con la lengua. Miré la pared, el muro donde él se apoyaba.
Dejé de mirar.
Tenía un gusto levemente salado. Me aferró la cabeza con violencia, con el mismo enojo que cuando pintaba y me la hizo mover y él también se movió. Bailaba. Eso tocó cerca de mi garganta. Me hizo lamer y volví al gusto salado. El gusto como cuando te tragás las lágrimas. Se parecía a la lengua, pero era distinto. Me dijo que aspirara, que absorbiera y empecé a sentir el remolino.
Era como una prueba de circo. Eso se metía, era un animalito vivo que deseara ser tragado. Era el gusto de la flor, aunque no un girasol, sino una cala, esas flores de muertos que son blancas y están llenas de vida. Sería la flor de la adormidera que dicen que es roja.
Tenía el ritmo de una ceremonia de esas de las películas con tipos raros y tribus. Una música nocturna. Imaginé a Francesca sobre los huracanes tragando a Paolo.
En un momento pensé que debería comer o que me devoraría el animalito que se movía entre mis dientes. Mi tío se quejaba con la tristeza de las grullas. Era una grulla.
Pensé en Dios, en Dios deforme. Se me hacía difuso.
Después sentí en la lengua un agua blanca y mi tío gritó como si le sacaran la vida. Tragué el agua blanca, la vida.
Mi tío se acostó en el piso. Parecía desmayado. Quizá muerto. Yo no sabía. Quizá la policía viniera a buscarme y me encerrarían.
No le hablé.
No le dije nada.
Él tampoco. Podía estar muerto. Vendría la policía.
Miré el desierto del cuadro.
Me fui. Llamé a Minos y me siguió.

..........................

OTRO DÍA

Dijo: No es posible que vengas todas las noches a despertarme. Le dije: Cambiaste. Antes me contabas historias todas las noches. Dijo: Estoy cansado.
No le dije nada.
Entré al cuarto de al lado. Miré los cuadros de Dorothea.
Me llamó.
Me dijo que me iba a contar una historia tan pequeña como la pequeña música de Mozart. Le dije sí. Me dijo que había una vez una niña que miraba un cuadro que se llamaba “Pequeña música nocturna” donde había otras niñas como ella aunque de veinte años atrás.
Me dijo que la niña tenía mucho miedo del cuadro porque pensaba que en ese cuadro había algo escondido que la pintora había querido decir. Algo más allá de girasoles peligrosos, pasillos con puertas, pelos erizados, vestidos rotos. Eso que la pintora había querido decir no importaba tanto como lo que la niña veía en el cuadro. La zona que despertaba era parte de la niña y no del cuadro o de la intención de la pintora. El girasol no guardaba ningún significado si el girasol no estaba dentro de ella. Como la niña no estaba segura averiguó que la pequeña música nocturna era una serenata con allegro, romanza, minuetto y rondó, y que Mozart había nacido en Salzburgo en el siglo dieciocho.
(No es cierto, yo no hice todas esas averiguaciones. Porque seguro que yo era esa niña. Los grandes cuentan así: dicen “esa niña” en vez de decir el nombre de una como para que sepan que hablan de una y a la vez no estén muy convencidos.)
Que el girasol se vuelve hacia el sol y que tiene semillas comestibles de las que se extrae el aceite. Pero eso no significaba nada porque a Mozart no le importaban los girasoles. Pensó que si el girasol se mueve hacia donde el sol camina, qué sucedería con un girasol nocturno o con un girasol al compás de una música. Pensó en flores que se rompen en la noche, y ya fue su pensamiento el que pensaba y nada de lo que estaba en el cuadro de verdad. Y en el placer de una de las niñas (podría ser sueño, sufrimiento, desmayo) y en el pánico de pelos parados de la otra. Y en la noche como silencio. Y en la puerta abierta como el lugar de las revelaciones. En la música de la noche como en la armonía oculta del silencio.
Como estaba leyendo a Dante dijo que los huracanes del Segundo Círculo infernal eran los que arrancaban pétalos al girasol o erizaban los cabellos con la violencia del aire en movimiento. Pensó que era un viento de lujuria y que la lujuria es el más misterioso de los pecados, el más extrañamente provocador de pánico, como si fuera la raíz del pecado, como si contuviera en sí a los otros pecados hasta el crimen y el odio, formas de lujuria. Formas de la pasión por lo prohibido, por lo que no puede verse ni tocarse ni palparse con la lengua. Que un cuchillo en el vientre es lujuria. Y que todo el resto eran los innobles pecados de los mediocres: avaricia, envidia, maledicencia. Pero que el gran mal era esa lujuria, soberbia de sí y blasfema. Que el girasol era un demonio que deseaba atacar la entrepierna de las niñas, lo que tenían de más oculto y secreto. Aquello que sólo verían los guardianes del orden y rápidamente para saber que nada se ha salido de su perfecto sitio.
(Los médicos deben ser guardianes del orden.)
La niña tenía un tío que pintaba. Una especie de guardián del orden, pero que pintaba. Todo el que pinta sueña con pintar el secreto, lo que no dicen las caras ni las cosas ni las palabras ni siquiera los símbolos. Por sólo eso ya era un guardián imperfecto y enfermo. Se lo toleraba porque sus cuadros no querían decir nada o querían decir algo tan oculto que no se advertía y porque mostraba modales de guardián del orden. Esa especie de guardiana también había soñado con otro cuadro que se llamaba “Hotel La Adormidera”, es decir, hotel del opio, de los sueños. Y pensaba: será así el hotel del otro mundo, del otro lado de las cosas, de la séptima cara del dado, de lo que no se ve, del mundo de los que duermen. Y adentro de ese hotel se esforzaba por pintar el mundo de la adormidera, ese que veía en los sueños, pero jamás lo lograba. De repente encontró a la niña que miraba la esquina del hotel, la sirena escondida de la estatua que soñaba en voz alta, pero él dijo: No, soy un guardián del orden, aunque imperfecto y enfermo. No tengo que olvidarme de cerrar la última puerta del sueño, la que la Ley ordena que debe permanecer cerrada. Abrirla sería la locura que es una forma gigantesca de la culpa. La culpa que rompe las palabras, que desordena el mundo. Y mandó a la niña que se fuera a dormir y que ya basta.
Todos los cuentos de mi tío Marcel terminaban así.
No sé si dijo así lo que dijo, pero hablaba mucho como cuando mi tío se acerca a la nariz una especie de talco. Lo olía y hablaba.
Me gustaban las palabras.
Me las metía en la boca y les encontraba un gusto salado a cosa tensa y suave.
Las anotaba. Muchas veces las anoto para no perderlas en una libretita que siempre llevo conmigo. Anoto las palabras de sus cuentos y cómo unas y otras se mezclan. Después las leo muchas veces y aunque no las entiendo me gusta repetirlas.
Me ponía las palabras en las uñas y se me quebraban las uñas de las ganas de acariciar. Acariciar el gusto salado, tenso y suave.
Le pedí varias veces que las repitiera para copiarlas bien y para aprenderlas de memoria como las poesías de la escuela. Yo tengo muy buena memoria y las aprendo enseguida. Las encerré en el fondo de mi cabeza y pregunté por qué el tío de la historia mandaba a la niña a dormir. Aunque no abriera la puerta del sueño, ambos podían mirarla. Y si ese mundo sale al mundo de las cosas vulgares es grande el peligro. Por ejemplo decir “buenas noches” y que buenas noches signifique distinto de lo que significa buenas noches. (¿Qué puede significar?) La locura hay que saltarla cuando el ojo duerme. De lo contrario contamina el mundo.
Le pregunté: ¿Es una enfermedad contagiosa?
Dijo que sí. Que cuando se abre la puerta ya no hay fuerza capaz de volver a cerrarla. Que si uno mira la puerta, estalla el deseo de abrirla. Y si la abre invade la culpa y se sufre como si uno estuviera por morirse a cada momento. Ese es el infierno que contaba Dante y el infierno debe quedar en el libro que es un sueño escrito o en un cuadro que es un sueño pintado. Y si uno pierde la culpa vive en otro mundo. Entonces vienen los guardianes del orden y te encierran en una jaula de animal.

..........................

Estábamos en la cama y mi tío Marcel me pidió que me quedara de espaldas. La arañita de la mano me tocaba la nuca, bajaba hacia los costados.
Yo tenía la nariz pegada a la almohada.
Le hablaba de cómo esa mañana había cazado una mariposa en el jardín del frente. Que la mariposa tenía las alitas muy finas y amarillas. Como si estuviera hecha con polvo de azafrán.
La mano llegó hasta la línea que te separa las nalgas. Me dio vergüenza pero él no hizo caso. Luego el dedo rozó apenas como si no quisiera pero también como si fuera una caricia pequeñita.
Casi débil.
Le expliqué que había tomado a la mariposa cuando se posó sobre una planta. Que tenía las alas muy juntas. Que le temblaba el cuerpo, las patas, las antenas. Que toda era un temblor y que era tocar un temblor entre el pulgar y el índice. También la mano temblaba, el dedo tenía alitas.
Le dije que me hubiera gustado tener a la mariposa adentro de la boca pero sin hacerle daño. Para sentir el temblor en la lengua.
Sin permitirme que dejara de estar de espaldas, apartó mi cara de la almohada, me hizo probar apenas la dura suavidad rosada. Después gritó un poco, pero sólo por sentir el borde de mi lengua.
Le dije que sólo acerqué a la mariposita al contorno de mis labios y que sentí sus patas finas.
Una cosquilla.
Acercó el contorno de sus labios sin besarme a la zona más secreta.
Le dije que solté a la mariposa y que me gustó y me dolió verla en el aire otra vez fuera de mí. Yo la amaba y hasta lloraba su pérdida y el gusto de verla en el viento.
Sin pedir permiso, sin decirme te haré esto, o diciéndome que me haría daño, que el viaje sería mucho más terrible, que me abriera y que me pusiera en cuatro patas como un cabrito, noté que la dura suavidad entraba, pero no en el lugar de otras veces. Empujó y creo que me asusté. Me dolía tanto como haber perdido a mi mariposa.
En un momento el dolor se hizo intolerable.
Lloré.
Lloré bastante. A gritos.
Me tapó la boca para que no me oyeran.
Los otros no iban a entender lo que hacíamos. La gente grande nunca entiende esas cosas.
Sentí tanta vergüenza.
Vergüenza quizá de manchar. Hubo sangre.
Sentí vergüenza y vergüenza. Como si te orinaras en el colegio delante de todos, con la hermana Rosa y con el inspector mirándote. O como lo peor y delante de todo el colegio.
Me insultó. Dijo cosas terribles. Dijo que el placer lo hacía insultar. El placer del viaje.
Cerraba los ojos y hablaba muy despacio. Tenía mojadas las comisuras de los labios.
También lloraba. Tal vez le dolía. O no. O era mío el dolor. O lloraba porque me dolía y porque yo tenía vergüenza.
El aire estaba quieto y libre. Sin mariposas. O podía venir otra pero ya no era lo mismo.
Nunca era lo mismo.

..........................

Yo estaba desnuda, sentada sobre mis rodillas. Tenía la cabeza de mi tío sobre los muslos. La cabeza me acunaba. Hablábamos no sé de qué.
Del ruido del agua.
Del ruido que hace el agua cuando cae de la canilla. De eso. Yo contaba las gotas como cuando no dormís y te dicen que hay que contar ovejas.
Y del silencio. Y que el silencio tiene rumor de agua.
Él estaba desnudo. Yo lo miraba. Era tan raro ver a un hombre grande desnudo. No te acostumbrás. Desnudo y tendido. Se lo dije. Y que estaba adentro del silencio. Como si fuera adentro del silencio.
Un hombre desnudo, un hombre grande, es algo raro de verdad. Las personas grandes no quieren que las vean desnudas.
Entonces me propuso un juego. Era más raro jugar desnuda con un hombre grande y desnudo. Era un juego de silencio como cuando vos te mirás con otra chica y no pueden hablar y se miran hasta que una hace buches de risa y todo se acaba. Este es un juego para jugar en silencio. Y no reírse. Yo voy a hacer algo, pero vos tenés que estar en silencio. Sólo pondrás tus uñas en mi espalda. Quiero que veas cómo corre mi sangre. Porque el viaje tiene que ser con sangre. Así dijo.
Le pregunté: ¿Para eso querías que no me comiera las uñas y que me crecieran?
Contestó: Para eso.
Y con una tijera cortó mis uñas en punta.
Le dije: Pero a mí no me gusta lastimarte.
Me dijo: Yo sí quiero que me lastimes.
No le dije nada.
Pensé que él también iba a lastimarme. Que jugaríamos a las peleas y que nadie podría gritar. Me abrió las piernas y empezó lentamente a absorberme. Yo le puse las uñas en la espalda. No me gustaba eso de lastimarlo.
No quería.
Pero después fue imposible. Para contener esa impaciencia que empecé a sentir, para que no se volviera grito, abrí la boca, para gritar sin voz. Para gritar con voz de canilla, de agua metida en el silencio.
Ya no me acunaba.
Nadie me acunaba.
Noté que me temblaba el cuerpo.
Que temblaba la pieza entera. Un terremoto.
El techo, los cuadros, todos viajaban conmigo.
Es difícil eso de no gritar. Te vuelve completamente impaciente. Te enfurecés.
Después no sé. Vi las gotitas de sangre en la espalda que bajaban en hilitos rojos. Yo las había extraído. Grité. Me tapó el grito con su grito. Nos tapamos la boca.
Nos tapábamos el grito para que nadie oyera.
No entenderían. La gente grande no entiende esas cosas, ya sabés. Se asustarían. Especialmente por la sangre. Mamá querría tirarse por la ventana más alta. Merce lloraría. José se escondería detrás de una silla y aullaría como una tiza que raspa el pizarrón.
No entenderían.
Después lo toqué. Le hice una casita entre mis manos. Las humedecía con el agua blanca y me las puse en la boca.
Había vuelto el silencio con rumor de canillas. El silencio donde podías meterte despacito como en la iglesia y cerrar los ojos.
Así aprendí a lastimarlo y a querer que me lastimara. Es lindo eso de lastimar. Y a veces hasta es lindo que a uno lo lastimen. Pero es mejor lastimar.
Le dije: Me haré una pulsera con las gotitas de tu sangre.
Me dijo: Me haré un anillo con la tuya.
En casa no entenderían eso de viajar así. Se lo dije. Ni de viajar de ninguna manera. Los niños no viajan. No veo por qué.
Me dijo: Son unos imbéciles.
Le dije: Ahora quiero toda la sangre.
Me dijo: Sí.



Liliana Díaz Mindurry nació en Buenos Aires en 1953. Es autora de los libros de poemas: Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas (1er Premio Instituto Griego de cultura y Embajada de Grecia) y Wonderland. De relatos: Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte; La estancia del sur (1º Premio Municipal de Buenos Aires, inéditos 1990-91); En el fin de las palabras; Retratos de infelices; Ultimo tango en Malos Ayres (Premio Centro Cultural de México, Concurso Juan Rulfo, París 1993 y Premio El Espectador de Bogotá, Concurso Juan Rulfo, París, 1994), y de las novelas La resurrección de Zagreus; A cierta hora; Lo extraño (1er Premio Fondo Nacional de las Artes); Lo indecible; Pequeña música nocturna (Premio Planeta 1998) y Summertime.


01 septiembre, 2010

Viviana Mellet(Perú, 1959)


LA OTRA MARIANA


La luz. Ernesto se levanta del escritorio para encenderla. Esta hora siempre lo llena de zozobra. El cielo se pone lívido y las nubes parecen apurarse, como la gente que, en la calle, corre para alcanzar el colectivo. Los fluorescentes parpadean antes de iluminar la oficina, mientras Ernesto termina de anotar números en una planilla. La dobla y la deposita del cajón. Se pone el saco y sale. En el vestíbulo del edificio, el portero toma un café con bizcochos. Se le hizo tarde otra vez, le dice, tocándose la gorra a manera de despedida. Él le responde encogiéndose de hombros. Habrá que tomar un taxi, qué remedio, sin auto y a esta hora. No está acostumbrado a caminar en el centro. Normalmente, entra y sale en auto. Con el tránsito si sabe defenderse. En cambio a pie tropieza con la gente, pisa la mercadería de los ambulantes, roza las paredes inmundas.

Detiene el primer taxi que divisa entre el barullo de los omnibuses y sus cláxones. Sube como quien se aferra a un salvavidas. Ya dentro se da cuenta de que es un caro destartalado con los asientos cubiertos de cretona descolorida y sucia. Huele a pescado y el conductor tiene ganas de conversar, pero mientras el auto alcanza la avenida, siente un gran alivio, casi felicidad. Va camino a casa, el aire que entra por la ventanilla malograda los despeina y se lleva el olor a pescado y el centro va quedando atrás. Atrás van quedando los edificios enmohecidos y la muchedumbre y la noche se define ya sobre los árboles de la venida. Recién repara en el taxista no ha tomado la vía expresa. Demasiado tarde. Es de los que les gusta conversar y no le importa demorarse con los semáforos cada dos cuadras: esto es más bien un agradable pretexto para prolongar la charla. Le está contando una nueva versión de la última “bola” que ya le comentaron a la hora del almuerzo: el surgimiento de un nuevo grupo terrorista de extrema derecha. Él responde con monosílabos. Solo piensa en legar a casa, pegarse un duchazo y tomarse un whisky en las rocas en el saloncito a media luz. Hoy fue un día de miércoles. Es miércoles. Es miércoles y él solo quiere sentarse en el saloncito a media luz y ver un video. El taxista insiste en que el nuevo grupo terrorista es el resultado de los pésimos sueldos de los policías con muchos exteriores, mucho verde y mucho azul: una mujer rubia, como Úrsula Andress, o Bo Derek, en una playa tropical o algo así. Si…recientemente, muy mal pagados los tombos. El taxista se ha entusiasmado en su plática, porque hay algo que obstruye el tránsito. Un marco inmenso de lado a lado. Y ahora, con el auto detenido, puede especular a sus anchas sobre lo que dirá esta noche en Ministro del Interior.

Es entonces cuando Ernesto la ve. “Mariana, piensa. Bajo la luz verde de un aviso de neón, su palidez dándole un aire fantasmagórico, además, la aparición, pues se trata del negativo de Mariana. Idéntica, pero opuesta. Lo que en Mariana es esbeltez, en la muchacha es debilidad. Lo que en Mariana elasticidad, en la otra nerviosismo: lo que en Mariana gracioso, en la otra mezquino: lo que en una atributo, en la otra imperfección. El taxi sigue detenido. Ernesto paga. Me bajo aquí, dice, sin esperar el vuelto. Si no fuera porque “sabe” que en estos momentos Mariana debe de estar accionando el control remoto, la puerta del garaje abriéndose suavemente, la llantas del Jaguar estrujando como celofán el cascajo del porche, juraría que lleva una doble vida. Tienes una doble, Mariana, le diría más tarde, igualita a ti, caminando otras calles, viviendo una vida en dirección exactamente opuesta a la tuya. Si no fuera porque sabe que Mariana regresa del vernissage de la Chichi, contenta con su nuevo Márquez. La sigue subyugando por el fantástico parecido y por la diferencia abismal. Y porque siente que ha ingresado a otra dimensión de espacio y de tiempo y que él también se ha desdoblado, y el hombre que camina detrás de la muchacha no obedece ya a su voluntad.

El pelo de Mariana la llueve sobre los hombros –horquillado, sin reacondicionamiento, sin hebilla de carey – a esta Mariana intrusa que libera el seguro de un coche oxidado y lo empuja con una mano. La otra la tiene ocupada con una bolsa llena de pan. El niño que va a pie se coge de su falda, lloroso. Upa, le pide. Ella lo mira con desasosiego y le dice algo que Ernesto no llega a oír. Está a unos diez metros y ha empezado a seguirla sabiendo que es absurdo, pero que lo hará de todos modos. La muchacha se interna por una calle oscura. Unos palomillas juegan pelota en la pista. La pelota alcanza al niño quien transforma su gimoteo en llanto franco y se niega a seguir caminando. La mano de Mariana –pero sin anillos Cartier, de plata quemada con oro, de brillante ruso -, suelta el coche para consolar con una caricia al niño que solloza. El coche empieza a resbalar acera abajo. Ella lo alcanza y lo detiene con brusquedad. Ahora también el bebe en el coche está llorando. Tres panes han caído de la bolsa y han rodado hasta un charco. Mariana – que no está acostumbrada a lidiar con los niños, porque para eso están las nanas -, se impacienta, insinúa un breve pataleo, levanta la voz, pero termina por cargar al niño. Echa a andar empujando el coche con la pierna. La pierna de Mariana que olvidó depilar, que no depila, que afeita con la prestobarba del marido. Ernesto adivina la aspereza de la pantorrilla de la otra. Mariana que dobla la esquina haciendo malabares con el coche. Las lágrimas y los mocos del hijo resbalan por el hombro inclinado. Ha oscurecido del todo, pero Ernesto continúa con la sensación de abandono del crepúsculo. Por las ventanas que dan a la vereda, ve los televisores encendidos en los comedores. Las familias comen mudas, absortas en las palabras del Ministro del Interior. A esta Mariana se le acabó el gas, seguro, y esta noche servirá pan con palta y café con leche. Está cansada y desesperada porque los dos niños lloran a la vez, le duele la cintura y todavía tiene que ir a hervir agua a la casa de la vecina.

En casa, Mariana ha encendido la radio – hoy hay un programa de jazz -, fuma un cigarrillo en el sofá que ya es tiempo de cambiar el tapiz de la chaisse longue. Tal vez algo como oriental y unas palmeras hawaianas detrás… y en la pared de nuevo Márquez… o no, mejor una ensalada de frutas y las alpargatas percudidas del negativo de Mariana pisan una cáscara de plátano parado junto a la carretilla del frutero. Y a Ernesto le asombra cuánto tiene de Mariana, su Mariana sin la ventajas de su protección, de su amor y de toda su prosperidad.

Cuánto de vulgar y desdeñable en el cansancio de esta muchacha y, sin embargo, por qué Ernesto siente, a la vez, una amarga ternura. Un riesgo en la vida de Mariana eliminando en el preciso instante de juraste hasta que la muerte nos separe. Entonces él todo se lo ofrece, porque una mujer así se merece lo mejor del mundo. ¿Qué se merece este calco borroneado de Mariana? ¿Acaso puede acercarse a ella y tenderle la mano? ¿Sacarla de esta dimensión como si la arrancara de una viñeta? Y recuperar a la Mariana de cuando todavía todo era una posibilidad. Hundir la cara en su axila tibia y jurarle te voy a hacer feliz. Mariana, te voy a dar todo lo que te mereces, tendrás lo que se te antoje, pero, por favor, no cambies la mirada, no estés más tan lejana…

Cruzaré una calle, piensa Ernesto,, mientras la muchacha escoge unas naranjas. Le daré la espalda y no miraré más a este remedo triste de Mariana. Es cuestión de sólo cinco o seis cuadras y ya estará caminando las calles arboladas de su barrio, llegando a su casa, sintiendo el crujir del cascajo bajo los pies y luego lo mullido de la alfombra. Mariana le mostrará con suficiencia su nuevo Márquez y le dirá que un shantung albaricoque le cae a pelo a la chaisse longue. Y Ernesto le dirá, envuelto en la bata de felpa y con el vaso en la mano, y en los hielos tintineando, tienes un doble. Mariana, aquí cerca, al otro lado del parque. Y ella lo mirará desde el rabillo del ojo. Y quién en ese barrio puede parecerse a mí, por favor, Ernesto… Una muchacha en alpargatas, cargada de bolsas, cuyo hombro húmedo Ernesto desea tocar ahora, para rescatarla de la viñeta y recuperar una mirada. Pero Mariana lo mira desde muy adentro de la historieta en la que está atrapado. Lo mira con reproche y le está diciendo, “Ay, Ernesto, qué haces ahí parado, ayúdame con estas bolsas, se me acabó el gas, caramba, cuándo me comprarás el balón de repuesto… ¡Carga, pues hombre! No puedo con tanto peso… ¡Ah! Te advierto: no hay ni una gota de agua.



Nacida en Lima, 1959. Actualmente gerencia la oficina de desarrollo de Télmex. Ha sido autora de libro de cuentos “La mujer alada” (Peisa, 1994).
Fue incluida en la coedición latinoamericana que seleccionó a las 17 narradoras latinoamericanas. Asimismo, fue incluida en la Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, obra seleccionada por Julio Ortega.
El crítico Roland Forgues hace un excelente análisis de su libro de cuentos en la "Mujer, creación y problemas de identidad en América Latina".
Los cuentos de Viviana Mellet han sido traducidos a varios idiomas.
El siguiente cuento, que aparece a continuación, fue finalista en el concurso "Premio Literario Asociación Peruano Japonesa" 1992
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