31 marzo, 2010

Graciela Montes(Argentina, 1947)

 Elísabet


Matias Alcacer
  http://www.alcacer.com.ar/


Celina Noemí Varela recuerda con toda precisión el día en que decidió que se llamaría Elísabet. Tenía once años, hacía calor y estaba de pie junto a la canilla. Incluso recuerda cómo estaba vestida: short floreado, remera blanca, ojotas, una cinta roja en la muñeca derecha y otra más en el tobillo, derecho también, porque la abuela, que por entonces tenía
influencia nada desdeñable sobre Elísabet (Elísabet piensa que en cierto modo no ha dejado nunca de tenerla), consideraba que, dadas las circunstancias especialmente desdichadas como consecuencia de la última y obligada mudanza , el rojo nunca era bastante. También recuerda muy bien el primer día en que dijo llamarse Elísabet, que fue seis años más tarde. Ese día no estaba de short, remera y ojotas, sino con zapatillas, buzo azul y pantalones negros. Negros, largos y de franela, con lo que se deduce que hacía frío.
Elísabet piensa a menudo en ese día, y siempre que piensa en ese día le llama la atención el hecho de que el atuendo hubiese sido ése justamente. Es decir que lo que la sorprende es la contradicción entre el haberse animado a dar ese primer paso y el tener puestos unos pantalones para ella tan odiosos. (...)


Elisabet. Buenos Aires, Mondadori, 1999.


30 marzo, 2010

Claudia Hernández (El salvador, 1975)

Color de otoño


Se llama Margarita, señor. Tendría que haber muerto hace tres días, según los cálculos, pero sigue ahí. Por supuesto, no he llamado a su puerta para reclamarle por no haber cumplido con la fecha de su muerte ni pienso cobrarle los días de más que se quede en la habitación (siempre y cuando no excedan de cinco).

A mí también me parece atractiva ahora, pero sé que su belleza actual es solo un espejismo. Todas las mujeres que van a morir se ponen así de hermosas. En su lugar, no me dejaría seducir por su mirada suelta ni permitiría que me hiciera sentirme responsable por ella, correría de inmediato en la dirección contraria a sus ojos y me escondería en la primera casa que me abriera sus puertas hasta olvidarla. Claro que a mí me resultaría mucho más fácil que a usted: soy un hombre viejo, ya no me importa si puedo salvar a alguien; además, he vivido con ella ya varios meses, no me engaña su encanto de ahora, sé cómo es en su estado natural: una mujer opaca, más bien marchita, como es propio de cualquier mujer de su raza a los 24 años. El cuerpo esquelético de ahora no se parece en nada a la silueta de animal con que se presentó a mi puerta para alquilarme la habitación que me sobraba. Eso sí, la voz era mucho mejor antes, hoy es sólo un chillido ofensivo que, sí, claro, usted no la ha escuchado hablar aún, ni creo que lo haga: a ella no le gusta recibir visitas, nunca las recibió, tampoco vinieron a buscarla muchas veces, tres o seis, tal vez fueron menos, seguramente los parientes, siempre uno distinto cada vez, le dejan recados conmigo y número de teléfono, pero ella no los visita —no sale— ni los llama —su habitación no tiene teléfono—. Sólo nos recibe a mi señora —que le lleva comida y cumple con sus encargos— y a mí —que le cobro las mensualidades—. Pero tiene un amante (no se lo digo por desalentarlo). Al principio, mi señora y yo pensábamos que se trataba de pasos insomnes, pero el sonido era demasiado delicado para ser de simples pies, por eso dedujimos que eran besos de ella para alguien a quien nunca vimos salir por la puerta de nuestro apartamento. No le reclamé porque me apenó que supiera que estábamos escuchándola siempre; mi señora en cambio sí lo hizo, le dijo que le habíamos rentado la habitación porque —aunque moribunda— nos había parecido una chica decente, pero que estaba desilusionándonos con su actitud. Ella la miró indiferente, se dio la vuelta y dijo no saber de qué le estaba hablando. De los besos, le dijo alterada mi señora, y la chica repitió con voz aún más baja que no sabía acerca de qué le estaba hablando. Concluimos que a lo mejor da besos dormida a un amante del pasado. O a un fantasma. Es todo lo que le puedo decir, lo demás será indiscreción de parte mía. Pero puede preguntar al 7038131700, ese número marcó la única vez que pidió prestado el teléfono. Llame. En el 7038131700 vive alguien que sabe de ella.

En el 7038131700 viven un fumador y una histérica. No se hablan entre ellos desde hace tres años. Tampoco saben de la chica. Jamás escucharon de ella. En cambio, sí oyeron hablar alguna vez de un amante, pero no están seguros de que se trate del mismo, amantes hay miles.

La mujer me dice en voz baja que a lo mejor su marido es el amante ese. El alcanza a escucharla, la toma por la cintura, la sienta en una silla lejana. Me dice que no le crea: él no tiene amantes, lo que tiene son mariposas, una colección impresionante, me la muestra, me dice sus nombres y las fechas en que la mujer y él las atraparon. La última tiene puesta la fecha de ayer con la letra de ella. Creí que no se hablaban desde hace tres años. La mujer, desde la esquina, cuenta en voz alta las historias de amantes que ha escuchado. No nos hablamos desde hace tres años, pero seguimos coleccionando mariposas juntos. Hay cosas que no cambian porque uno deje de hablar: seguimos bebiendo leche entera por las mañanas —300 ml cada uno— comiendo ternera cuando se da la ocasión y cazando mariposas. También nos abrazamos de vez en cuando, dice ella desde su silla. Miente, no nos abrazamos; alguna vez —y en muy raras ocasiones— chocamos en el intento por atrapar una mariposa, pero nada más. Si seguimos viviendo juntos es porque no queremos dividir la colección y porque nos resulta más barato mantener el apartamento. Y porque no podemos pagar el precio del divorcio, agrega ella. Es cierto. Asienten al mismo tiempo.

Después de un rato me dicen que ha sido un gusto recibirme en su hogar, pero que es hora de que me vaya. Ellos no pueden ayudarme más. Ella me pide la dirección de la chica, irá a verla desde la acera, por curiosidad, dice —nunca ha visto a una moribunda—. Él ni siquiera está interesado, pero me pide que no se la proporcione. Conoce a su mujer: quiere preguntarle a la chica si él pasa con frecuencia por ahí y si alguna vez fueron amantes. No quiero que la incomode. Me levanto tan pronto como puedo. La mujer me exige el dato, me pregunta si soy acaso cómplice de su marido. Él cierra la puerta. Pregunto desde el pasillo porqué la chica llamó al número de ellos. Ella me abre, dice que porque su marido es el amante ese al que besa por las noches; me pregunta si quiero ser su amante, para vengarse. Él grita desde la cocina que lo más seguro es que la chica llamaba al antiguo inquilino. ¿Antiguo inquilino? ¿Sí o no? ¿Qué? Sí, nos mudamos acá hace dos meses apenas. ¿Será mi amante o no? ¿Sabe el nombre del antiguo inquilino? No, pero el agente que nos hizo el contrato debe saberlo o —por lo menos— sabrá contactarlo con el dueño; voy a conseguirle la tarjeta, espere un momento. Espero un momento. La mujer espera mi respuesta. El fumador me da un papel color moho con un nombre y un número de teléfono. La mujer intenta acercarse a mí. Me despido de él. Me desea suerte. Me despido de ella. Me desea que fracase. Bajo las escaleras.

Bajo las escaleras espera una anciana. A cualquiera. Me mira de frente. No hay color en sus ojos. Le tiembla la barbilla. Me dice que está muerta. Margarita. No ha entrado a su apartamento y ya —por el silencio que se escapada de su dentro— lo sabe. Estaba advertida. Me lo dice: si hija cedió a la tentación del otoño, se fue. Me toma de la mano y me conduce hasta su puerta. Me pide que la acompañe mientras llegan los de medicina legal a reconocer el cadáver. No se atreve a entrar. Tras la puerta yace su hija, Margarita. Es el día. Lo advirtieron en la radio.

Lo advirtieron en la radio: es epidemia de un día. Las llamadas Margaritas se dejan cautivar por el color del otoño y se van a perseguirlo en esta fecha si se las deja solas y si no se les presta atención. Se despojan de la vida para alcanzarlo. La gente no suele creer en la veracidad de esas advertencias hasta que se hacen ciertas frente a sus ojos, cuando ya es muy tarde. Esa señora hizo mal en ir a comprar a la hora en que se llena la panadería. Fue un descuido. Yo he tomado precauciones a pesar de que no tengo una sola familiar o amiga que lleve ese nombre. Esta misma mañana, por ejemplo, salvé a una chica de que fuera atropellada por un camión. A Dios gracias, el conductor detuvo a tiempo su marcha también —y ya estaba advertido, la radio había anunciado día de Margaritas suicidas— y no hubo víctimas. Él y yo nos sonreímos. La chiquilla ni siquiera nos dio las gracias, se largó ansiosa, por lo que concluimos que debió haber sido una de esas Margaritas suicidas que tanto lío andan dando por la ciudad, y nos dispusimos a seguirla.

Lo intentó en dos calles más. Fracasó gracias a que el camionero y yo alertamos a coro Margarita suicida, Margarita suicida. Finalmente, la atamos de pies y manos y la llevamos a la dirección que tenía anotada en su identificación. Sus padres ignoraban que la muchacha había salido de casa, ni siquiera sabían que era día de suicidios. Por un momento, hasta pensaron que los estábamos engañando. Después, claro, estaban avergonzados. A la señora le dio por llorar. El señor tomó de inmediato las llaves del automóvil y se puso en marcha: quería estar seguro de que su madre se encontraba bien. Le pidió a su esposa que la llamara y la mantuviera en línea hasta que él llegara a acompañarla. También se llamaba Margarita.

Por supuesto, uno no puede andar salvando a todas las Margaritas que conoce y a las que no conoce, no puede uno andar por la vida resolviéndole la existencia a los demás. El mío fue un caso excepcional. Lastimosamente no estuve cerca para ayudar a esta dama. Me siento culpable. Usted por lo menos la acompañó hasta que le hicieron el reconocimiento al cadáver, pero yo ni siquiera la conozco, no puedo acercarme para darle el pésame porque seguramente no va a reconocerme como amigo suyo, rechazará mis condolencias y me reclamará por haber osado entrar en un dolor que no me pertenece. Y tendrá razón: el dolor es lo más privado que una persona puede tener. A nadie le gusta recibir a extraños en sus funerales. Será mejor que me vaya. A lo mejor pueda salvar a otra Margarita este día. A lo mejor sólo me dedique a caminar un poco. No estoy seguro.

Aún no estoy seguro de que sea él. Lo he seguido de cerca por casi tres cuadras y no termino de convencerme de que sea el amante del que habla el casero. Para mi gusto, tiene las manos demasiado blancas y las ojeras muy marcadas, sin embargo luce como amante de una chica moribunda, como dijo el casero que debía lucir.

Es él. Lo han llamado por el mismo nombre que el casero dijo que la chica pronunciaba a veces. Me le acerco. De cerca tiene otra fisonomía y otras maneras, pero sigue pareciendo amante de la moribunda. Se lo pregunto. No. No es su amante. Es su hermano. Le extraña que ella pronuncie su nombre, tampoco a él ha querido verlo y no cree que esté arrepintiéndose a última hora, ella no se arrepiente, por eso no ha ido a buscarla como el resto de los parientes. Pregunta si a mí me ha permitido acompañarla. Le tranquiliza saber que tampoco. Pero yo no se lo he pedido siquiera. Le pregunto por el amante, el de los besos. No sabe. Dice que nunca le conoció uno. A cambio, me habla de la manía de ella de caminar con pasos suaves en las noches de insomnio y de los árboles que le gustan; me señala su favorito: tiene el color de su piel. Nos sentamos a mirarlo. Lo escucho conversar con él como si se tratara de su hermana. No le pregunto más porque temor a que descubra que no la conozco.

Termina el encuentro. Se despide. Me pregunta si por casualidad hablé ya con Agustín, si sé algo de él. Estuve con el señor Aguilar esta mañana. No, con el casero no, me dice, con Agustín Alberasturi. Agustín Alberasturi.

Agustín Alberasturi está muerto, tendrá que esperar un momento. Me hacen sentar: van a desenterrarlo. Murió hace una semana. No tiene caso, entonces, me voy. No, por favor, espere: él pidió que lo desenterráramos si alguien venía a preguntar por él, le gustaba atender a sus visitas personalmente. No se moleste por causa mía. No se preocupe: no es el primero que ha venido a buscarlo, parece que no dejó arreglados todos sus asuntos. Lo mío no tiene que ver con él. Entonces: ¿por qué vino a buscarlo? Por curiosidad: el hermano de Margarita me preguntó si había hablado con él. ¿Cuál hermano de cuál Margarita? Conocemos muchas Margaritas con hermanos. Una que debió morir hace tres días. Ah, sigue viva, murmura. Es una tragedia que no se haya cumplido con ella como con mi padre. Se conocían, entonces. Claro, en el hospital: a ambos le dieron la fecha de muerte el mismo día, juntos. Esa noche vino a cenar, al día siguiente nos llevó a casa de su familia, una chica simpática. Y muy hermosa. No me lo pareció. Debería verla ahora. Puede ser, es un síntoma. ¿Su padre también se volvió hermoso? No padecían la misma enfermedad, por eso ella viviría cuatro días más, según el cálculo, pero parece que ha tenido un atraso, ¿Por qué? ¿No pagó sus impuestos? ¿Impuestos? ¿No lo sabe? Uno puede dejar pendiente cualquier cosa, pero no el pago de impuestos por muerte, sin eso no le está permitido suspender la respiración. No lo sabía. A lo mejor sea ésa la causa del retraso; pregúntele, es posible que lo haya olvidado. A mi padre tuvimos que recordárselo nosotros: con eso de las fiestas a las que van antes de morirse se vuelven olvidadizos. Ella no va a fiestas, si sale es sólo al balcón. Debí suponerlo, era una chica muy tímida, nunca aceptó que pasáramos a recogerla para ir a una. De hecho, los últimos meses ni siquiera respondió a nuestras llamadas. Se mudó.

Se mudó sin avisarnos. Una noche trajo a cenar a una familia escandalosa y, al mes siguiente, simplemente ya no estaba. Creímos que se había ido con ellos. La llamaban frecuentemente. Luego nos enteramos que se iba a morir, nos lo dijo el señor Aberasturi, nos lo confirmaron en el hospital, donde había dejado todas las facturas pagadas, incluso el impuesto por muerte del que usted me habla. Nos desesperamos. Preguntamos a sus pocos amigos si sabían algo, pero ni uno supo darnos respuesta, estaban tan sorprendidos como nosotros, nadie había sospechado siquiera que estuviera enferma, nunca hablaba acerca de sí. A veces nos daba la impresión de tener una extraña en casa, pero no se lo decíamos, no queríamos perturbarla —parecía estar siempre ocupada pensando en algo importante—, mucho menos herirla.

Al principio decidimos esperar un poco, imaginamos que deseaba estar un tiempo sola, y nos pareció justo. Pero cuando transcurrieron los meses y seguíamos sin saber de ella, formamos una cuadrilla y salimos a buscarla por toda la ciudad (no podía ir más lejos, no sabía cómo).

Quién la encontró fue su tío Raúl: estaba asomada en el balcón de una cuarta planta. Llamamos a la puerta, pedimos hablar con ella, verla, pero no quiso recibirnos. Dijo estar ocupada. Esperaba el final del otoño, no quería perderse ni un instante, nos lo dijeron los señores que le alquilan la habitación. Ellos nos hacen el favor de interceder por nosotros y de transmitirle los mensajes telefónicos que recibimos para ella. Aún no responde al primero, pero esperamos que reaccione. La queremos de vuelta en casa. Antes de que llegue el invierno.

Antes de que llegue el invierno ella habría muerto. Nosotros erramos de vez en vez —casi nunca—, pero no con márgenes grandes. Si le dijimos a ella que moriría para esa fecha, morirá, téngalo por seguro. Que siga viva no significa que haya mejorado, sino que o es muy terca o nos dio mal la fecha en que tuvo su primer síntoma. Si gusta, revisemos su expediente. No, no es ninguna molestia. Al contrario, para nosotros es importante que los familiares y amigos de nuestros clientes se informen lo más completamente posible, es les ayuda a saber cómo tratarlos. Siéntese.

Siéntese, por favor, la señora vendrá en un minuto. Aparece una vieja con un amplia bata amarilla que me mira fijamente a las arrugas de la frente, a las manos, a la boca. Antes de que le pregunte por la chica, me dice que no debo preocuparme más, que no es asunto mío. Sé —de alguna manera— que debo irme, pero permanezco un rato más en su sala intentando hacerle creer que no sabe para qué he llegado a verla. Me advierte que el invierno se está acercando, que el color del otoño está desapareciendo, que la última hoja está por caer, que debo irme pronto si quiero contemplar el espectáculo. Quiero saber por qué la llamó. No: quiere saber por qué no le contesté. Ella lee mi mente mejor de lo que yo lo hago. ¿Por qué? Yo no hablo con muertos. Ella está viva. Nadie puede contra el otoño. Me insiste en que la última hoja está por caer, que vaya a recogerla. Voy a recogerla.

Voy a recogerla en cuanto caiga. Mientras, la observo sucumbir a la tentación, entregarse al asfalto, abrir las manos, cortar el viento, provocar la angustia del balcón, que se queda huérfano de ella. Se mira hermosa aún con los ojos cerrados, mucho más que antes. Puedo salvarla, correr hacia ella y esperarla con mi cuerpo en tensión. Puedo salvarla, pero estropearía su encuentro con el color del otoño.

Me detengo en la esquina y la miro en su silencio, que también es el mío. La contemplo. Hasta que la ceremonia termina. Miro cómo la detiene el suelo y se esparcen su belleza y su aliento sobre él. Me acerco para recogerla. No hay nadie en la calle. Es nuestro único momento a solas. Aprovecho para acariciarle una parte del rostro, cualquiera, para darle un beso. Su cuerpo no opone resistencia. Luego pido que llamen a una ambulancia. Se acercan los vecinos. Acuden las autoridades. Me preguntan si la conozco. Me preguntan si sé su nombre. Se llama Margarita, señor.


*
Este cuento forma parte del libro Otras ciudades, Alkimia editores, San Salvador, 2001.

¨Yo creo que en este momento se ha olvidado que el cuento puede ser muy lírico. Creo que se ha olvidado que puede nutrirse de esa vertiente, y que debe nutrirse de esa vertiente. Por la naturaleza del cuento. El género cuento mide la cara mágica del mundo¨ Claudia Hernández nació en San Salvador, el 22 de julio de 1975. Licenciada en comunicaciones por la Universidad Tecnologica de El Salvador, realizó también estudios de derecho. En 1998 ganó el primer honorífico (4º lugar) del premio "Juan Rulfo" de Radio francia Internacional, en la categoría de cuento. En 2004 obtuvo el prestigioso premio "Anna Seghers", en Alemania, por obra publicada. Ha sido antologada en España, Italia, Francia, Estados Unidos y Alemania.

Obras : Otras ciudades. Alkimia, San Salvador, 2001. Mediodía de frontera. Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002. Olvida Uno. Índole Editores, San Salvador, 2005. De fronteras. Guatemala: Editorial Piedra Santa, Colección Mar de tinta, 2007. La canción del mar. Suplemento de La Prensa Gráfica, San Salvador, junio de 2007.

26 marzo, 2010

Silvina Ocampo

dibujo original de Silvina Ocampo
La casa de azúcar

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, esta supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
- ¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con sus pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles
del dormitorio y mis padres los del comedor. El resto de la casa la amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez al teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez, a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
- Acaban de traerme este vestido - me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
- ¿Cuándo te lo mandaste a hacer?
- Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te
parece?
- ¿Con qué dinero lo pagaste?
- Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir a teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color de pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
- ¿Qué quiere? - repitió dos veces.
- Vengo a buscar a mi perro - decía la de voz de una muchacha -.
Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
- Los barriletes son juegos de varones.
- Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes
pájaros: me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
- Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
- Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la
casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
- No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
- Bruto.
- Lléveselo, por favor, antes de que me encariñe con él.
- Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se moriría. No lo puedo cuidar.
Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
- No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
- ¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en
cuando, porque lo quiero mucho.
- A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un
perro de regalo.
- No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la Plaza
Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el Parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
- Bueno. Me quedaré con él.
- Gracias, Violeta.
- No me llamo Violeta.
- ¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa
Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en este barrio. Yo pasaba todas las tardes por la Plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
- ¿Te gustaría que me llamara Violeta?
- No me gusta el nombre de las flores.
- Pero Violeta es lindo. Es un color.
- Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de constitución, asomada sobre el parapeto de fierro. Me acerqué y no se inmutó.
- ¿Qué haces aquí?
- Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
- Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
- No me parece lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
- ¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
- Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y
con quedar partirse.”
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? de todo), durante el trayecto
apenas le hablé.
- Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan
desagradable este barrio - le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
- No creas. Tenemos muy cerca de aquí el Parque Lezama.
- Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles
apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
- No me fijo en esas cosas.
- Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o
pan.
- He cambiado mucho.
- Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que
tiene un museo de leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
- No te comprendo - me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un
desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad.
Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
- Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías,
Cristina? ¿Te irías de aquí?
- Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas
figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
- Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
- No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta - respondió mi mujer.
- Usted está mintiendo.
- No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
- Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
- No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces, advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles.
En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable pero me exasperaba , porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
- Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada - fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me apreció la más indicada: era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
- ¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de
averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
- Canto con una voz que no es mía - me dijo Cristina, renovando su aire misterioso -.
Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tomar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos.
Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
- ¿Usted es el marido?
- No, soy un pariente - le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
- Usted será uno de sus innumerables admiradores - me dijo entornando los ojos y
tomándome la mano -. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta, forzosamente haya sido pura fiel, buena.
- Quiere consolarme - le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
- Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se
disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que trasmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse”.

Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
- No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa
¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López
que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a
todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

14 marzo, 2010

Esther Seligson(México,1941-2010)

Canícula

EL BALCÓN-TERRAZA SE ASOMA AL VALLE. Está casi a la altura del camino que corre unos metros más adelante, polvoriento, subrayado por una hilera de arbustos que a lo mejor fueron plantados a propósito pero que ahora se enredan entre sí sin acierto ni concierto. A un lado del balcón hay un gran árbol de largas ramas, desmadejado y a medias marchito.

La escena se presta para el inicio de un cuento corto, o de una novela, según el humor de quien escribe o de quien simplemente quiera imaginarla en una mañana de verano, calurosa, seca, perfumada por la miel de los geranios que cuelgan del barandal cabeza abajo.

Ella está sentada en una silla leyendo mientras una brisa suavísima le orea el cabello aún húmedo. De algún lugar de la casa salen las notas de los Kinderszenen de Schumann. Del valle suben ecos de un motor, talados y voces y risas masculinas. Poco a poco se adentra el sopor del mediodía. La luz se intensifica, se agudiza, y todo lo fracciona hasta un nivel de partículas ínfimas, de gránulos que giran espiralados a una velocidad tal que parecen inmóviles, vibrando apenas como el respirar de un recién nacido. El aire languidece. Ella se adormila.

—Señora, por favor, ¿podría regalarme un poco de agua?
—¿Agua? El pozo está allá, entre las piedras, bajo el olivo. ¿Qué le ocurre?
—Mi caballo está a punto de reventar de sed, y yo igual. Quizá la pelleja
tronó durante el galope y yo ni siquiera me di cuenta.
—¿Viene de lejos?
—Sí, Señora, cabalgando la noche a través del bosque. Hay reclutamiento y debo incorporarme lo antes posible.
—¡Ah! Ya veo. El pueblo queda a unas cuantas millas. No le será difícil llegar pronto. Vaya por el agua. Prepararé algo de comer.
—Gracias, Señora, muchas gracias.

El aire que languidecía se reconcentra. La tierra devuelve el calor recogido durante la mañana, absorta, a bocanadas, con ligeros temblores que aquietan a los pájaros y obligan a gatos y perros, a vacas y burros, a echarse sin más. Los cerdos roncan y en el gallinero difícilmente se escuchará cacareo alguno. Entre los dos cuerpos un hilillo espeso mezcla sudor y saliva: va tallando pequeñas grietas en la piel, esgrafía destellos picantes, olor a clavo, a menta remojada, a pan enmohecido y gruta agria. La avidez de los labios en ambos trae la fuerza, la lentitud y el fuego de una consunción de lava que escurre en la oscuridad de sus cauces rumbo a un posible cráter. Nada, salvo el roce de su parsimonia, se escucha. Las manos han permanecido entrelazadas atenuando el arrebato, redes para cuando ocurra la inminente caída que no buscan, que no desean, que retienen con sólo el poder del aliento y las inagotables disoluciones infinitesimales de sus miembros, huesos, venas, coyunturas.

Ahora, los ojos se abren. Miran lo que para la piel y el tacto ya no es desconocido porque la presencia del Otro se ha incorporado a los propios sentidos, al ritmo de la propia oscilación, de lo que alguna vez el anhelo pudo imaginar sin falsos pudores en su impulso hacia la unidad. Fulguraciones de espejo pasmado, se deslumbran las pupilas de consuno, se regocijan los senos, el fuste del hombre resplandece, arroyos desvían briznas de luz donde se entrampan suspiros, aleteos de caricia abierta ya al juego libre, al espacio sin límite que entre los dos cuerpos se expande y contrae, se contrae y expande, límpido.

Sopla leve el aire. Imperceptibles crujidos. Aquí y allá reinicia el zumbar de los insectos. La súplica colmada se eleva por fin y resquebraja a su alrededor las capas soporíferas, densas, del mediodía, cuya ruptura aliviará, metódica, segundo a segundo, a la tórrida atmósfera. Pausa aún. Otra más. Sin adioses, sin intercambiar nombres, Ella retorna a la terraza. Él, al camino.

07 marzo, 2010

Emma Wolf


El rey que no quería bañarse

Las esponjas suelen contar historias interesantes. El único problema es que las cuentan en voz muy baja, de modo que para oírlas hay que lavarse bien las orejas.
Una esponja me contó una vez lo siguiente:
En una época lejana las guerras duraban mucho.
Un rey se iba a la guerra y volvía treinta años después, cansado y sudado de tanto cabalgar, con la espada tinta en chinchulín enemigo.
Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue de guerra una mañana y volvió veinte años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.
Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañadera con agua caliente.
Pero cuando llegó el momento de sumergirse en la bañadera, el rey se negó.
-No me baño -dijo-. ¡No me baño, no me baño y no me baño!
La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.
-¿Qué pasa, Majestad? -preguntó el viejo chambelán-. ¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¿El jabón demasiado frío? ¿La bañadera es muy profunda?
-No, no y no -contestó el rey-. Pero yo no me baño nada.
Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.
Con todo respeto trataron de meterlo en la bañadera entre cuatro, pero tanto gritó y tanto escándalo hizo para zafar que al final lo soltaron.
La reina Inés consiguió que se cambiara las medias -¡las medias que habían batallado con él veinte años!-, pero nada más. Su hermana, la duquesa Flora, le decía:
-¿Qué te pasa, Vigildo? ¿Temes oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte...?
Así pasaron días interminables.
Hasta que el rey se atrevió a confesar:
-¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañadera de agua tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo, en tono dramático:
-¿Qué soy yo, acaso? ¿Un rey guerrero o un poroto en remojo?
Pensándolo bien, Vigildo tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo?
Razonaron bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea.
Mandó hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey. También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y cocodrilos del tamaño de un carretel para poner en el foso del castillo.
Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o a soplidos.
Todo eso lo metieron en la bañadera del rey, junto con algunos dragones de jabón.
Vigildo quedó fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!
Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados y ahí nomás inició un zafarrancho de salpicaduras y combate.
Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacía sonar una corneta y gritaba:
-¡Avanzad, mis valientes! Glub, glub. ¡No reculéis, cobardes! ¡Por el flanco izquierdo! ¡Por la popa...!
Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.
También, que esa costumbre quedó para siempre.
Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuéntenme lo aburrido que es bañarse.

01 marzo, 2010

Niní Marshall

Edipo

Animador: Qué tal, Catita... ¿Cómo le va?... La noto triste...
Catita: ¡Es que quedé tan empresionada con una novela que me emprestaron, que me se cuaja la sangre a las venas, cada vez que me acuerdo!...
Animador: ¡No me diga!... ¿Tan sensible es?
Catita: ¡Altro que los dramas que pasan en la tele!... ¡Dramas los que pasaban en los tiempos antiguos de antes!...
Animador: Bueno, eso, según se mire...
Catita: Seré curiosa, ¿uste leyó uno de un tal Edipo? ¿No? Bueno ante tanta ensistencia, se lo voy a contar. ¿Tiene panuelo?... Porque mire que es pa llorar a mocos tendidos...
Animador: No tema; soy fuerte...
Catita: Resurta de que Tebas, un país de estos antigüísimos, el rey y la reina, estaban por dar a luz, y en la curiosidá de la cuestión, fueron a que les endivinara la suerte, el oráculo, perdonando la palabra.
Animador: Sí, sí: fueron a consultar al oráculo.
Catita: El oráculo, dispensando la mesa puesta, les prenosticó de que el ninio que habían encargado era un desgenerado, porque cuando se viniera grande, iba a suicidar a su padre y a casarse con su madre...
Animador: ¡¡¡Qué barbaridad!!!...
Catita: Un caso como pa un psicólogo... ¡Hay cada uno ma de cuatro!... Buá; nace el ninio, y el rey, aunque no era superticioso, lo manda matar, por las dudas, bah, pa que no lo ganara de mano, como se lo habían predecido, pero el serviente encargado de lequidarlo, afloja al último istante, y en vez de matarlo se lo encaja a unos campesinos del campo, pa que lo críen a escuendidas.
Animador: Hábil estratagema...
Catita: Estos campesinos, agarran y osequian al ninio, al rey de Corinto, el país ande se curtivan las pasas de uva, un tal Polibo, que a lo que era güérfano de hijos... lo cría como propio, o sea cual si sería hijo de sus entranias reales.
Animador: Sí, sí: lo adopta, como padre...
Catita: Bah, yo no quiero decir putativo, porque como es un rey... Buá, pasan los anios, pasan los anios, pasan los anios, y Edipo, que así se denomina el ninio, se viene hombre o sea adúltero, que le dicen...
Animador: Adulto, Catita.
Catita: Bueno, síbala más, síbala menos... Un día a Edipo le da la loca de viajar, y se va a Tebas, ande había nacido por vez primera.
Animador: Su tierra natal.
Catita: Se va a Tebas, y al camino trompieza con una carroza, se la agarra con el condutor y con los pasajero, y palabra va, palabra viene, me los mata a los dos.
Animador: ¡Qué horror!
Catita: Sigue viaje, y, a la entrada de la suidá se topa con la Efinge, una bestia feroz de una especie destinguida, porque ya no hay más, y culio cuerpo pertenece, mitá al seso femenino y mitá al seso animal. Esta bestia dicho sea sin ilusión personal, tiene a su cargo un programa de preguntas y respuestas, liamadas enimas, o, prenunciado con firulete, egnimas, y al que no le acierta, lo despacha pa’l otro mundo.
Animador: ¡Qué crueldad!...
Catita: Edipo, que es tan rebusto cuan enteligente, y se las sabe todas, acierta el enima, con lo cual, la Efinge se muere de bronca.
Animador: ¡Claro!
Catita: Los suidadano de Tebas, agradecidos de que los haiga librado de la bestia feroz, lo proclaman rey, y Edipo agarra por esposa a la viuda del rey anterior, que se casa en segundas náuseas con su propio hijo.
Animador: ¡No!... ¡Lo que son las casualidades!...
Catita: Porque resurta de que el pasajero asesinado a la carroza por Edipo, era nada meno que su padre ligítimo... ¡Oh cruel fugarreta del destino!...
Animador: ¡Ay, me corre un frío por la espalda!...
Catita: ¡Paresé, que todavía no acaba!
Animador: ¿Siguen las desgracias?
Catita: ¡No se la espera!... Endemientras viene una peste que empesta a todos los suidadanos, y el oráculo, con perdón, dice que eso es un castigo devino, por curpa de un crimen que ha sido vítima el rey anterior, y qué sé yo, qué sé cuánto y que patatín y que patatán...
Animador: ¡Qué chismoso el oráculo!
Catita: Cuando se descubre el merengue, y todos se desayunan lo que ha pasado, les agarra tal desperación que la reina se horca el pescuezo, y Edipo se arranca todos los ojo, y el pueblo lo desentierra de Tebas... Le dice que se vaya, que se vaya, que se vaya... Y se va.
Animador: ¡Y se fue!...
Catita: Y dicen que anduvo desojado, sin ojos, bah, pernotando de tierra en tierra, lievado de la mano por su hija Antígona, que le servía...
Animador: De báculo.
Catita: ¿Lo qué?... No, que le servía de parro pa marcarle el camino, hasta que, hablando matirialmente, estiró la pata. ¡Pobre Edipo! ¡Rascáte en paz!
Animador: Dígame, Catita. Usted me contó que leyó esta historia...
Catita: ¡No! ¡Esta novela!... que la escribió un tal Sófocle; pero yo le digo una cosa que si es vedírica, Sófocle hace muy mal en publicarla, ¡porque tantos crímenes son un mal enjemplo pa la humanidá!

Marina Esther Traveso (n. 1 de junio de 1903, Buenos Aires – m. 18 de marzo de 1996, Buenos Aires) fue una actriz, guionista y comediante argentina, conocida con el seudónimo de Niní Marshall.
La llamaron La Dama del Humor y La Chaplin con faldas, y retrató de modo inolvidable y emblemático los arquetipos de la inmigración argentina, especialmente en los personajes de la gallega Cándida y la italiana Catita. Trabajó en Argentina y durante un exilio, en México. Fue relacionada con los cómicos Charles Chaplin y Buster Keaton.[1]
Confesó que el humor era lo único que podía hacer. Hizo reír a varias generaciones, incluso en épocas duras donde había muchas cosas restringidas. De estilo simple y sencillo, se la recuerda como una gran actriz con mucha sensibilidad. Actualmente posee más de 3415 fans y miembros de todo el mundo en la red social Facebook. Siendo relevante para toda América Latina y una parte de Europa, recibió una gran cantidad de premios.[2]
Al momento de su muerte, había filmado 50 películas en todo el mundo, más de 30 participaciones radiales, 12 actuaciones y conducciones televisivas y una infinidad de obras teatrales. Su talento descolló en la radio, el cine, la TV y el teatro. Autora de sus propios libretos, inmortalizó personajes cotidianos como Catita, Cándida o Doña Jovita.
En 1943 tuvo que exiliarse en México, como lo hizo en 1950, porque el lenguaje de sus personajes fue considerado "una deformación del idioma". En 1989 la consagraron Ciudadana Ilustre. Utilizó la caricatura como un recurso de la observación y siempre bromeó con su muerte.
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