25 enero, 2010

Hebe Uhart. (Argentina 1936-).


UNA SE VA QUEDANDO.

Justo a mí me tenía que tocar, porque me pasan todas. Volvía de una reunión en el pueblo donde remueven los perendengues de abajo para arriba, que las actas volantes, que el registro anual de matrícula… Si yo tengo veinte alumnos y los veo venir desde una legua. Y después ellas me miran desde los pies hasta el turbante, no soy turca ni hice voto de llevarlo: mi pelo es de paja y no puedo calentar agua para lavarlo porque el Negro se olvidó de bombear. Y Cucú se me había ido no sé dónde: cuando se va, no vuelve hasta que anochece. Quise igual ir a la reunión del pueblo; yo sabía que no estaba en las mejores condiciones, pero necesito ir al pueblo de vez en cuando: en el campo una se va quedando. También quería llevar al médico a Chinchín, pero el médico no estaba.
En Moreno se rehicieron las doce, la hora del puchero, así que lo arrastré de vuelta, pobre viejo, pero por lo menos recorrió toda la Escuela Número Uno hasta los techos. Le dije:
- Esta es la Escuela Número Uno, es la principal del pueblo. Aquí estudió tu mamá.
No terminé de hablar que Chinchín ya galopaba por los patios y yo pensaba:
“Que se familiarice con una cosa distinta de vez en cuando”. Volvía de esa reunión, digo, con las planillas cuatrimestrales, las anuales y las complementarias y veo en la puertita de entrada de mi escuela una figura grande, con traje gris de elefante, anteojos y un portafolios. A mí me tenía que pasar, era la de Artacho, la inspectora. Chinchín se había sacado los zapatos y venía descalzo; yo se los llevaba en la bolsa, con las planillas y el pan que habíamos comprado en “La Aurora” de Moreno. Ella me dijo:
- Soy la señora de Artacho.
No dijo “Artacho”, decía “Artasho”.
- Mucho gusto, señora, la conozco de vista- le dije.
Le dije y para qué te cuento: el caballo estaba adelante para comerse el pasto, que estaba muy crecido, el caballo deja todo liso, hecho una pintura: pero me pareció que la de Artacho le tenía miedo. Chinchín es muy chico para atar caballo y Cucú no volvía; por otro lado, mejor, pensé, porque vuelve más negro que el padre, tras que sale al padre, vuelve con nidos, ramas, y por un rato no hay quien lo calme. También al lado de la puerta de entrada estaba la víbora muerta pero por suerte no la vio, era una broma que le hicimos al jesuita jovencito. Él viene todos los jueves en bicicleta para dar religión; lo quieren mucho, pero a mí ya me venía cansando con esa cara de sol todos los jueves, así que les dije a los de quinto:
- ¿Vamos a hacerle una broma al curita?
Y ellos pusieron la víbora muerta en la puerta de entrada. Venía embalado, porque vine siempre con entusiasmo, pero esta vez vaciló, se bajó de la bicicleta, miró para todos lados. Nosotros lo espiábamos desde la ventana de la cocina; Cucú, Chinchín, los de quinto y yo. Dio un rodeo y por fin le vimos alguna vez la cara de otra cosa que no de perpetuo entusiasmo, y en vez de entrar en bicicleta sin manso haciéndose el canchero, entró a pie, arrastrando la bicicleta.
Bueno, la de Artacho entró con un portafolios grueso, con todos los folios, segura, y los infolios adentro; parecía un elefante con polleras. La de Artacho avanzaba hacia la escuela con el aire del que no tiene más remedio, ni miró los frutales. Chinchín me miraba a mí como diciendo “¿qué pasa, mamá?”
- Vaya con su padre- le dije.
Y entendió enseguida porque se fue, descalzo, a la cocina.
Ella dijo:
- Quiero ir a la Dirección.
La Dirección es más chica que el baño y en el cesto de los papeles duerme el perro. Cuando lo vio, me dijo:
- Saque eso de ahí.
Saqué a Puchi y lo llevé a la cocina, con el Negro y Chinchín. Cuando se sentó en la silla de paja que está al lado del escritorio, me pidió:
- Muéstreme el archivo.
No decía “archivo”, decía “arshivo” y ahí entré a temblar.
- No sé si lo podré abrir- dije.
En el archivo o arshivo puse una clueca con pollitos y ahora requería la ayuda del negro.
- Negro- le dije- hacé de cuenta que me ayudás a abrir el cajón de la clueca pero no lo abras.
El Negro, en caso de apuros, responde.
Camino del archivo la de Artacho miró algo y dijo:
- Aquí hay chenches.
No decía “chinches”, decía “chenches”. Y seguía mirando alrededor. Decía:
- ¡Qué sucio! Pero ¡qué sucio!
Con admiración, como si fuera una curiosidad.
Vino el Negro y no estaba muy presentable, una pena, con lo bien que queda mi Negro bien vestido y bien bañado. Cuando lo vio, ni lo saludó, se dirigió a mí y me dijo:
- Voy a hacer un informe.
Se sentó en la Dirección. Le pregunté si quería un vaso de agua. No quiso, me advirtió.
- Es necesario que abra el archivo.
Menos mal que el armario no estaba dentro de la dirección y por suerte ella no me preguntó por qué. Le dije:
- Un momentito, señora.
Fui a la cocina y le dije al Negro que arreglara un poco, por si a ese elefante se le ocurría entrar en al cocina, el Negro dijo que ésa era su casa, que la casa es un lugar de hospitalidad, el que entra tiene que sentirse contento con lo que ve, si es que entra con bondad. Yo lo hubiese matado, pero no quise discutir porque las cosas no andaban muy bien con él. Le sugerí que fuera con Chinchín a lo de don Salvador y él me dijo que no tenía por qué irse de su casa. Pero era la casa-habitación del director de al escuela, que venía a ser yo, y la da el Ministerio, así que muy bien la de Artacho podía revisar la casa si quisiera.
Me volví a la Dirección y ella escribía y escribía. Mientras esa mole escribía sin hablarme, yo no sabía qué hacer: si debía sentarme a su lado o desaparecer, caminaba cerca de ella y pensaba: “Soy maestra, portera y directora todo junto, Directora de mi culo, y a veces”. Cuando terminó de escribir me dijo:
- Haga tres copias manuscritas y elévelas a la brevedad. Lo lamento, pero debo hacerle un sumario. Me retiro –y me dio una mano blanda y fría como una lagartija.
La tuve que acompañar hasta el portoncito, no fuera a ser que el elefante pisara un hormiguero y entones la tendría de huésped obligada. Antes de irse me dijo, como si yo tuviera la culpa”
- ¡Ay, cuándo pondrán el asfalto!
- No sé, señora- le dije. Y pensé “Ojalá que el barro nos cubra hasta las orejas, así no te veo nunca más.”
Porque, cuando hay barro los inspectores no vienen. Caen cuando hay sol, cuando todo se empieza a secar y una salió del encierro de la lluvia, ahí caen.
Volví para ver qué había escrito:
“En el día de la fecha visito la Escuela Rural Número 42 correspondiente al Distrito Número 2, haciéndose presente la maestra y directora de la misma. Encuentro el edificio en notable estado de abandono. Me veo en la imposibilidad de refrendar las actas volantes, las planillas cuatrimestrales, las anuales de estadística y los partes semanales así como también los registros de asistencia, las planillas de calificaciones y las de perfil bio-socio-psicológico por ausencia del archivo, lo que constituye una falta grave”.
Al día siguiente me puse a copiar el informe por triplicado y me equivocaba. El Puchi estaba en el cajón de los papeles, tan tranquilo, como si nada hubiera pasado, yo tiraba al cajón pelotas y pelotas de papeles mal pasados, y como vi al perro tan tranquilo y que no me ayudaba en nada, le encaje una paliza de padre y señor mío, al Puchim, que es mi adoración. Pobre viejo, no se ofendió y eso me dio más pena todavía. Si lloro, ni sé ya por qué lloro. Pensar que me eduqué en María Auxiliadora, llevaba cuello collarino, sobrecuello y de todas esas chinches, ni me acuerdo.


Extraído de “ESAS MALDITAS MUJERES. CUENTOS DE ESCRITORAS LATINOAMERICANAS CONTEMPORÁNEAS”. (Selección, prólogo y notas de Angélica Gorodischer. Edit, Ameghino. Argentina, 1998).

03 enero, 2010

ALICIA MUNRO(Canadá, 1931)

Escapada(Fragmento)

Sylvia no tenía nada que hacer en la casa más que abrir las ventanas. Y Pensar – con una ansiedad que la consternaba sin sorprenderla demasiado – cuánto tardaría en poder ver a Carla. Toda la parafernalia de la enfermedad había desaparecido. El cuarto que fuera dormitorio de Sylvia y su marido – luego convertido en cámara mortuoria -, estaba limpio, ordenado para que pareciera que allí no había pasado nunca nada. Carla le ayudó en esa faena durante los pocos días frenéticos transcurridos entre la cremación del marido y la partida de Sylvia rumbo a Grecia. Las prendas de ropa que León había usado y algunas que no se había puesto nunca – incluso regalos de las hermanas que jamás salieron de los paquetes -, fueron apiladas en el asiento trasero del coche y entregadas en la tienda de segunda mano Sus píldoras, sus enseres de afeitarse, las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto tiempo como fue posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez comiera adocenas, los frascos de plástico llenos de una loción que le aliviaba el dolor de espalda, las pieles de cordero donde yacía… Todo eso fue a parar a bolsas de plástico arrastradas afuera como la basura, sin que Carla cuestionara nada. Nunca dijo, “A lo mejor alguien podría usar eso”, ni señaló que cartones enteros de latas estaban sin abrir. Cuando Sylvia dijo, “Querría no haber llevado la ropa al pueblo. Querría haberlo quemado todo en el incinerador”, Carla no se mostró sorprendida. Limpiaron el horno, restregaron las alacenas, enjuagaron paredes y ventanas. Un día Sylvia estaba en el salón repasando las cartas de pésame recibidas. (No había papeles acumulados ni libretas que fuera necesario revisar, como sería de esperar tratándose de un escritor. No había trabajos sin terminar ni borradores garabateados. Meses antes él le había dicho que había tirado todo. “Sin contemplaciones.”) La pared en declive de la fachada sur de la casa tenía grandes ventanales. Sylvia levanto los ojos, sorprendida por la sombra de Carla, las piernas desnudas, los brazos desnudos en lo alto de la escalera, la cara resulta coronada con un rizo de pelo color diente de león, demasiado corto para la trenza. Rociaba y restregaba vigorosamente el cristal. Cuando vio que Sylvia la miraba se detuvo, extendió los brazos como si estuviera despatarrada allí y puso cara de gárgola tontucia. Las dos se echaron a reír. Sylvia sintió que esa risa la recorría de pies a cabeza como una corriente juguetona. Volvió a sus cartas y Carla reanudó la limpieza. Decidió que todas esas palabras amables – sinceras o de cumplido, elogiosas o compungidas – podían seguir el camino de las pieles de cordero y las galletas. Cuando oyó que Carla apartaba la escalera y se quitaba las botas en la terraza se sintió de pronto cohibida. Se quedó donde estaba con la cabeza inclinada mientras Carla entraba en la habitación camino de la cocina, para meter el cubo y los trapos bajo el fregador. Carla apenas hizo un alto, era rápida como los pájaros, pero de refilón dejó caer un beso en la cabeza inclinada de Sylvia. Siguió de largo silbando algo casi inaudible. Desde entonces Sylvia no se quitaba el beso de la mente. No tenía ningún significado particular. Era una manera de decir “ánimo” o “casi he acabado”. Significaba que eran buenas amigas, que habían hecho juntas muchas tareas dolorosas. O quizá sólo que había salido el sol. Que Carla pensaba volver a su casa y ocuparse de los caballos. Sin embargo, Sylvia lo consideró un florecimiento halagüeño, cuyos pétalos se le desparramaban por dentro tumultuosa calidez, como sofocón menopáusico. Era frecuente que entre sus alumnas de cualquiera de las clases de botánica hubiera alguna especial, una cuya inteligencia, dedicación y torpe egotismo – hasta cierta genuina pasión por el mundo de la naturaleza – le recordara su juventud. Esas chicas merodeaban a su alrededor, la idolatraban, esperaban alguna suerte de intimidad que, en la mayoría de los casos, ni siquiera imaginaban. Y no tardaban en crisparle los nervios. Carla no se parecía en nada a ellas. Si a alguien se semejaba en la vida de Sylvia, sería a ciertas chicas conocidas en el instituto: las que eran brillantes, pero nunca demasiado brillantes; buenas atletas, pero no exageradamente competitivas; vitales, pero bravuconas. Alegres por naturaleza.



"Vida de Jóvenes Mujeres y Mujeres"

Alice Munro, escritora nacida en 1931 en Ontario, Canadá. Sus historias de mujeres de mundos aparentemente anodinos, gracias a esos precisos detalles nos lleva de la mano por los recovecos casi imperceptibles de sus vidas, pero que son capaces de encerrar mundos interiores que van buscando el movimiento, es decir la vida. Sus mujeres están hambrientas de sueños, no quieren dejar escapar lo único que realmente poseen su propio yo. Son mujeres que viven vidas silenciosas, son casi invisibles, pero Alice Munro nos narra esos mundos sumergidos en una Canadá profunda.
Tiene varios libros escritos: El Progreso del Amor; Escapada; Odio, Amistad, Noviazgo, Amor, Matrimonio; El Amor de una Mujer Generosa; La Vista desde Castle Rock; Secretos a Voces. Ha sido galardonada con varios importantes premios y también ha sido candidata al nobel. Sino la conocen, los invito a leerla y descubrir esos mundos femeninos que se escapan de lo cotidiano y nos abren múltiples puertas.
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