30 marzo, 2008

Liliana Pualuán (Chile)

LA HUESCA
En Pueblo siempre había alguien que avistaba el horizonte.
Esa madrugada don Ramiro lo escudriñó mas allá, con sus ojillos vivaces. Tenía la boina, heredada por generaciones, encajada hasta las orejas, sobre su largo cabello blanco Lo surcaba la expresión nostálgica de hijo de hijo de hijo de emigrantes aragoneses: quedó como una marca en su rostro. Una manta de Castilla lo cubría.
- ¡Que la Huesca viene! -gritó de pronto don Ramiro con el acento español que revelaba su ascendencia - ¡Que la Huesca viene -fue pregonando esa madrugada por las calles de Pueblo- ¡Que viene, ¡que viene! ¡Que la Huesca viene, y que viene con bandera blanca! ¡ Y que por el río viene, que ya viene! ¡La Huesca! ¡la Huesca!
Don Ramiro se dirigió al campanil sin dejar de pregonar. Hizo repicar las campanas, y un lamento ya conocido atravesó las casas de Pueblo, estremeciendo a los pueblinos
- ¡Que la Huesca viene! ¡Que viene!
Las campanas, con notas lentas y tristes, atravesaron una otra a vez la campiña y a los pueblinos
Se iluminaron las casas: la serial golpeó huertas y ventanas.
- ¡Alguien no despertó hoy! -dijo doña Manirrota
- ¿Quién será el finao? - exclamó doña Sabañona, preocupada.
- ¿A quien tocó la Parca? - cantó doña Alba
Se asomó la Fiura con su falda roja y cabello en desorden; salía de su descanso mítico.
Se asomó el señor Relegado con su sombrero de copa y su violín.
El señor Escribidiario dejó sus papeles por un instante.
El señor Traba detuvo su constante movimiento.
Doña Manilarga desenrolló su brazo para abrir la ventana; la voz de don Ramiro llenó de golpe la habitación:
- ¡Que la Huesca viene! ¡Que viene!
Hasta el señor Danaides dio un minuto a sus oídos para recibirla señal de las campanas y el pregón de don Ramiro.
-Death is coming- murmuró sir Hilo al escucharlo.
Se reunieron niños en la calle.
-La Huesca, la Huesca y con bandera blanca cantaron danzando hacia el río
- La Huesca, la Huesca - repitió doña Eufrasia, entre el fuelle de sus labios, como tragándose las palabras.
Como sucedía en esas ocasiones, los pueblinos se dirigieron hacia el río: los que miran hacia abajo, el marqués de Atril, el señor Fango, Neptis, la señorita Philesia, el capitán Palinuro, el deshollinador Cantilagua, la niña Cydonia: todos fueron, grandes y chicos. Los que no fueron observaban el movimiento desde sus ventanas.
La Huesca se acercaba muy segura zarandeando los remos, que parecían plumas en sus manos; la túnica de arpillera se veía húmeda sobre su largo y huesudo cuerpo: era flaca, alta, de frente grande; tenia ojos verdes como las algas verdes; su rostro era cetrino y huesudo de rasgos marcados, duros y con una leve sonrisa en la que asomaban los dientes blancos apenas cubiertos por sus labios delgados. El cabello largo y gris en una trenza le llegaba hasta la cintura. Sabia encontrar los cuerpos que arrastraba la corriente, y ese era su oficio.
-¿Quiénes son? - preguntó uno de los estibadores que se acercó al bote de doña Huesca para ayudar a desamarrar los muertos.
Doña Huesca era de pocas palabras: sólo le señaló los cuerpos.
Se escuchó un murmullo: los estibadores levataron los cuerpos
-¿Ajuerinos? – preguntó alguien
- El Turista con su hijo - afirmó un policía
- ¿Quienes son? - preguntó el señor Gedezona
La Huesca hizo un gesto de ignorancia y muchos pueblinos lo repitieron.
Se acercó don Tepa, el carpintero hacedor de botes y ataúdes; tomó las medidas de los cuerpos. El niño estaba amarrado al padre.
- Se les voltió el bote en el Correntoso - afirmó don Pletorio.
- Así ha debido de ser - respondió la enana Eumarginula.
Doña Huesca los había encontrado enredados entre los sauces y arrayanes que están inclinados en las orillas.
- Vienen de quién sabe donde - dijo alguien
- Nadie preguntó nada - dijo otra voz de los pueblinos.
- Se jueron, se jueron - dijo otra voz -, y ya no han de regresar.
En eso llegó el cura que bendijo al padre y al hijo, primero; a la multitud después; nadie dijo nada
Nadie se atrevió a desatar al hijo del padre Así los encontró la Huesca, y así los dejaron La Huesca bajó la bandera blanca y remó de regreso, el agua salpicaba su rostro cetrino; la túnica de arpillera se bamboleaba al viento.
La Huesca, que vivía en el agua más que en tierra, se fue alejando.
Algunos pueblinos siguieron al cura, otros regresaron a sus casas, las rondas se deshicieron.
- ¡Que se fue la Huesca! - repitió don Ramiro- ¡que se fue, que ya se fue!
Silenciosas golondrinas dibujaron pequeños arcos blanquinegros sobre las nubes grises.
de La Huesca y otros relatos, Ed. Rumbos, 1995
Liliana Pualuán vivió su infancia en Puerto Aysén. Ha publicado cuentos, novela, participado en antologías, ferias del libro y talleres literarios.

22 marzo, 2008

Stella Calloni (Argentina)


EL HOMBRE QUE FUE YACARÉ

Venía desde lejos, desde el sertâo de Brasil, así lo dijo. Ojos añorazados en el alma solitaria. Ni por más de sentir le di pan, palabras mías. El miraba a lo hondo, como cavando mi alma en pena, en luces. Alma en luces pareció verme. Breñales de los suyos propios andares quedaron prontamente en mí. Sentido que hubo las doloranzas o dolores de los propios sertâos, los de su cuerpo, la piel juntada a sí mismo, la piel seca, los soles secando la piel suya, muy propia, oscura, o quien sabe qué formas de su tristeza. Fue que el hombre anduvo en mis alrededores, de mí cavándolo todo, mis cuentos, mi risa, mi piedad, mis temblores. Todo cavándolo, a su manera, a sus formas de mirar, hondo, sin decires, sin sutilezas, formas, para mí, profundas de mirar. Eso administró mis sentidos. Cayuquito de sus soledades él mismo queriéndome, dijo. Esto lo expresaba con todo su cuerpo, sus largas manos, su lengua en mi cuello. Dio en sentarse por fin sobre los tristes muebles, apenas un catre de lona vieja, sillas de totora, el ropero que mi padre trajo desde Areguá, en el Paraguay. Lo cargó días y días en su viejo carro, tirado por los caballos del abuelo que murieron después del viaje.

El hombre aquel que llegó un día al amanecer, tenía una luna propia, como vuelo de ave, hasta que volvió en sí. Volvió de sus andares, de su socavado mundo. Lloró entonces bajamente, con bajuras, como llanto de vida perdida, como un hombre sin amores más que los suyos. Contó su historia. Un pasado propio, en ríos, lagunares, todo un gran ruido del agua en su cabeza, según dijo. «He cazado cocodrilos, yacarés en Brasil. He visto hombres sin piernas, sin brazos, hombres mochos mirando las costas, hombres aquellos como una bahía, una bahía propia en sus pesares. ¿Quién ha visto esos muñones, esos pedacitos de hombre quedando en lontananza de la vida, tendidos en las cos­tas sobre las arenas, mirando, mirando, sólo para ver un día morir al cocodrilo, esperando ver esa agonía del yacaré maldito que lo mochó?». Así decía y lloraba quedito, amurallado en su propio cuerpo. Habló de los propios sertâos, de sus miedos y llantos. Y entonces vi como se iba formando él mismo en yacaré, recordando a esos malditos lagartos que mochaban hombres.

«¿Y para qué tanto dolor, tanta espesuras de hombres?. Para aquellos que vienen desde otros mundos y llegan allá a las fronterizas verdes y compran apenas por nada, por una botella de ron amargo, una camisa, una muda apenas, unas monedas, compran la piel del cocodrilo o un lagarto vivito. ¿Y para eso tanto hombre mocho, sin brazos, sin piernas, tantos hombres desolados», dijo y se doblaba sobre su propio vientre.

Doblado él en sus fiebres, temblando, tembladeral de su cuerpo y de su alma. Y ya no parecía verme. Sólo buscaba mi piel para calentamiento de sus propios sentidos en esa soledad del sertâo, aunque no es sertâo mi casa en la selva espesa.

Sola yo, ido mi hombre en otro largo tiempo, ya sin espe­ras, calmé aquel triste de mi cuerpo con este hombre nuevo que luego entró en los delirios. Cada día los ojos como vidrios y muchas lunas se encendían en esos, sus oscurantes modos de vivir. Le hablé necesariamente de la calma, de estarse quieto, de olvidar sertâos, de estos otros tiempos andando conmigo por la selva, escuchando a los pájaros, mirando la sombra del yaguareté y las otras muchas remembranzas. Pero el hombre entró a contar historias propias, las de la fiebre.

«Yo soy cocodrilo ahora, yacaré -me dijo- yo también soy yacaré, lagarto cazado por los hombres, soy yo, yo mismo». Y diciendo esto se azotaba sobre paredes y barros aquel hombre lagarto. Y solícita lo llevé al río muchas veces y creo que lagarto yacaré era porque se arrastraba en las arenas. Y miedo fue cavando en mi pecho, miedo por el día y por la noche.

Tarde alguna, tiempos idos, calmado muchas veces en el sosiego de mi cuerpo, queriéndome mucho -según dijo- y evitándome males, volvía a su naturaleza de hombre lagarto y se largó por el río, en la correntada se fue, yacaré vuelto -dijo él­ aunque yo sólo vi forma de hombre sobre el agua. Se iba más lejos, hacia Foz de Iguazú se iba, quien sabe.

¿Y mi hijo será también yacaré?, me preguntaba yo en esta selva-sertâo. Rogué a los dioses de la selva su protección. Y ellos anduvieron en mis alrededores hasta la parición. Rondaban ciertamente dulces. Alejaron los sertones que el hombre dejó en mi cuerpo, pero no pudieron desenredar mi lengua. El hombre me dejó sus modos, su forma de dar vuelta las palabras, de cortarlas.

Y mi hijo no será yacaré lagarto, me dijo la mujer de la Villa Grande, cuando me dio la ropa para el niño, y se rió muy bajito, como de muy querido se rió. Me volví a la selva con mi hijo, nunca más sola, aunque lagarto yacaré fuera su padre.

De El hombre que fue yacaré (Ediciones Papeles de Coghlan, Buenos Aires 1998)

CALLONI LEGUIZAMÓN, Stella: Nació en Pueblo Leguizamón. La Paz. Entre Ríos. Actualmente reside en Buenos Aires. Periodista y escritora. Corresponsal en Sud­américa del periódico “La jornada de México”. Desde hace 25 años tra­baja en publicaciones mexicanas y residió en diversos países de Centroamérica como corresponsal. Colaboró con diversas revistas argentinas, de América Latina, Europa y Estados Unidos. Premio Latinoamericano de periodismo José Martí. Libros Publicados: En Ediciones colectivas de poesía: 16 Poemas Breves y Vocación de Buenos Aires (Ediciones del Alto Sol, Argentina, 1968). Libros de Poesía: Los Subverdes (Ediciones El Mendrugo, Argentina, 1975). Carta a LeRoi Jones (Formato 16, Universidad de Panamá, 1983). Memorias de Trashumante (Ediciones Papeles de Coghlan, Argentina, 1998). Cuentos: El hombre que fue yacaré (Ediciones Papeles de Coghlan, Argentina, 1998). Ensayos: Torrijos y el Canal de Panamá (Argentina 1975). Nicaragua: el Tercer Día (Uruguay y Argentina, Ediciones: La Hora y Noé, 1986). La Guerra Encubierta contra Contadora y de Contadora a Esquipulas (ambos en colaboración con el periodista uruguayo Rafael Cribari, Panamá y Uruguay, 1983-1986). Panamá: Pequeña Hiroshima (Edi­ciones El Día, México, 1992). En 1970 escribió la poesía y las letras del Long Play Las Montoneras (historia de la independencia argentina) con música del uruguayo Manuel Picón. Poesías y cuentos de la auto­ra fueron traducidos y publi­cados en distintos países.

12 marzo, 2008

Carmen Lyra *San Jose/Costa Rica,1888-?


"¿Qué habrá sido de ella?*" (cuento/extracto)

"Comprendéis, comprendéis, señor lo que significan estas palabras:
"no tener ya adonde ir". ¿No? ¡Todavía no comprendéis esto!"

Crimen y Castigo.
Th. DOSTOIEVSKY

(*) Publicado en 1959 con el nombre: Ramona, la mujer de la brasa

SE llamaba Ramona, como se llaman muchas de esas mujeres del pueblo que uno se encuentra a menudo en el camino -atareadas y humildes en el cumplimiento del deber cotidiano -el cabello lacio recogido de cualquier modo, a prisa porque coge tarde, calzadas sin coquetería, por cubrirse los pies no más, con unos zapatos torcidos, la punta vuelta hacia arriba, en demanda de resignación a Dios. Ramona, nombre bueno para un pedrón de la calle! A las madres, en el pueblo no les queda tiempo de leer novelas ni de ser románticas, y dan a sus hijos el nombre del santo del día en que nacen, y rara vez ponen el magín a decidir entre una Julieta y una Roxana o un Marco Tulio y un Rolando. Su filosofía natural y recóndita les aconseja llamarlos con los nombres casi siempre duros, cándidos o bobalicones de los mártires, y aguantadores de vainas, que llenan el calendario. Lo más probable es que lleven una existencia semejante a la de esos bienaventurados, si bien nadie los canonizará aunque al desenterrarlos encuentren que la muerte respetó más su cuerpo que lo que lo respetó la vida, y jamás su imagen rodeada de aureola aparecerá en altar alguno.
Así pues, esta criatura se llamaba Ramona y era una de las tantas sombras heroicas que pasan por esta vida soportando casi en silencio el peso de la Santa Pobreza, vieja doncella enjuta e hipócrita con huesos y manto de plomo, que no se sabe cómo pudo hallar gracia ante los ojos de San Francisco de Asís.
Llevaba ya quince años de casada y diez partos, lo cual la había convertido en un ser desvaído y escurrido. La maternidad se había encargado de exprimir de su cuerpo el encanto y la carne de su juventud, todo ello trasegado ahora en aquello ocho cantarillos humanos, en sus ocho hijos, de trece años el mayor. Sólo ánimo Ie iba quedando a la infeliz.
Madrugaba más que el alba para poder dar abasto con el trajín que diez cuerpos demandaban y cumplir con las ropas ajenas que lavaba y planchaba ¡Cuántas noches no supo lo que era poner la cabeza en la almohada por estar arrollando cigarrillos de encargo o dándole a la plancha! Y esto, estuviera como estuviera, en ocasiones con las piernas tan hinchadas cual vástagos de plátano. Y no había más remedio, porque al pasmadote de su marido se Ie paseaba el alma por el cuerpo y no era capaz de salir avante con semejante ejército.
Eso sí, él siempre dormía sus noches desde el toque de queda en los cuarteles hasta que el pito de la estación del Atlántico anunciaba las seis de la mañana.
Pero él no tomaba en cuenta esos sacrificios y si no podía trabajar como era debido en vista de los ocho picos siempre dispuestos a engullir, sí tenía fuerzas para insultarla a cada rato y hasta para maltratarla de hecho si así se Ie antojaba. Y sobre esto la suegra, ¡Santo Dios! que no la podía ver ni pintada en la pared, porque creía que su hijo había descendido desde el trono del Altísimo al profundo abismo en donde Ramona había nacido, para casarse con ella. ¡A saber las malas mañas de que se había valido la tal por cual para engatusar a su muchacho! Siempre le estaba sacando los ojos con su otra nuera. Esa sí era toda una señora, de la misma clase de ellos, si no es que un poquitín más elevada.
Y esta vida de trabajo y tormentos, añadida a cierta irritación nerviosa debida a sus muchos alumbramientos, habían terminado por agriar su carácter. Le costaba ya hablar con dulzura a los niños: los amenazaba a gritos por naderías y sin motivo les sacudía el polvo. Los mayores Ie tomaron por ello cierta inquina, se declararon sus enemigos y cuando los castigaba, la amenazaban con irse a vivir donde la abuela. Tiraban para alIá porque era mujer de buen pasar. Allí nunca tenían hambre, y su tía, la nuera, señora a quien Dios no diera hijos, los mimaba. Esto ponía fuera de sí a Ramona.
¡Ay¡, aquella vieja bandida y aquella otra inutilota con nueve años ya de casada sin saber lo que era echar un hijo al mundo. ¡Eso sí podía, jalarse los ajenos¡
Cada hora de almuerzo y de comida era una borrasca: el hombre vociferaba, ella lloraba y el histerismo la convulsionaba, los pequeños gritaban y huían como pollitos perseguidos.
El la había despedido muchas veces: -Anda, vete; anda, vete de aquí No haces falta: Los chiquillos estarán mejor con mi mamá y con Lola que con vos. Aquí no haces falta.
Por fin un día no pudo más.
-Sí, sí, valía más separarse. ¡Eso no era vida y el mal ejemplo para los chiquillos! ¡Qué se los llevaran, que la dejaran sola! ¡Ella sabía trabajar, se concertaría!
Y se fue al solar a dar gritos. Los niños la miraban con terror y ni Pedrillo, que era el más apegado, ni Juancito, el menor, que siempre andaba colgando de ella como un arete, quisieron acercársele y la contemplaban de lejos lo mismo que a una extraña.
Cuando se calmó volvió a la casa y encontró todo revuelto. El marido estaba cargando en un carretón lo más pesado: la mesa, el armario, las cuatro sillas, las camas de los niños, la cama de matrimonio. ¡La cama en donde nacieron sus diez hijos!
¡Dichosos los dos muertos! ¡De las que se habían librado! ¡Dichosos de ellos!
Las cosas menudas las llevaban los niños. Se asomó a la puerta a verlos partir. Ninguno Ie dijo adiós. Iban uno tras otro; parecía un caminito de hormigas: unos con los cuadros de los santos, otros con motetes en la cabeza. Hasta Juancito llevaba algo: el candelero de hojalata, con un cabo de candela todavía pegado. La candela que la noche anterior había alumbrado la ultima vigilia al lado de sus chacalincillos.
Caminaban despacio por la carga y porque Juan -de la mano de María, la mayor de las mujeres,- no podía marchar aprisa.
La cabecita rojiza de Pedro iba al frente de la tropa y oscilaba semejante a una llama que fuera alumbrándoles el camino.
-Pedro, Pedrito -gritó Ramona.

Lyra, Carmen. Relatos escogidos. San José, C.R.: Editorial Costa Rica, 1999. P. 255-257.

María Isabel Carvajal Quesada conocida como Carmen Lyra, nació en San José el 15 de enero de 1888. Ella popularizó su seudónimo por medio de los cuentos infantiles que escribió, obras que - posterior al movimiento modernista- marcan el advenimiento de la mujer en las letras hispanoamericanas.
Su talento y su inquietud la condujeron hacia diversas actividades de orden social y político que tuvieron como punto de partida su gran solidaridad con el pueblo.
En Costa Rica es la escritora que más cerca está del realismo en sus inicios. Ha sido considerada la fundadora de la narrativa de tendencia realista social en nuestra patria, luego de escribir sus interesantes cuentos Bananos y Hombres, El Barrio Conethjo Fishy y Siluetas de la Maternal que le dieron un gran renombre en nuestra patria y en el extranjero.
Sin embargo la obra más reconocida en su trayectoria literaria es la popular Cuentos de mi tía Panchita, aparecida en 1920 y de la cual se han hecho numerosas ediciones.
Sus primeros trabajos literarios aparecen en las revistas Páginas Ilustradas, Pandemonium, Ariel, Athenea, así como en Repertorio Americano. Posteriormente dirigió las revistas Renovación (artística y pedagógica), San Selerín - una de las primeras revistas infantiles en nuestro país fundada por ella y Lilia González en 1912 - y El maestro, órgano de la Secretaría de Educación, de 1926 a 1929. Al entrar a formar parte del Partido Comunista colabora con el periódico Trabajo, además en el Diario de Costa Rica, La Hora y La Tribuna.
Su obra aparece fundamentalmente influida por los cambios ideológicos que se dieron en ella: desde los vaivenes iniciales del cristianismo al anarquismo, el antiimperialismo, su adhesión al socialismo científico y al partido de las clases obreras.

Carmen Lyra no sólo fue una gran escritora y maestra, sino que además fue una mujer de ideas políticas muy nobles, definida en favor de las causas sociales. Cuando por razones políticas quedó cesante, a su casa acudían intelectuales, políticos, jóvenes con inquietudes literarias, luchadoras sociales: en fin, su casa se convirtió en una escuela popular.
Otras obras suyas son En una silla de ruedas (1918), Las fantasías de Juan Silvestre (1918), Obras completas (1972), La cucarachita mandinga (1976), Relatos escogidos (1977) y Los otros cuentos de Carmen Lyra (1985).

06 marzo, 2008

Susana Silvestre(1950/2008)


NO TE OLVIDES DE MÍ
Fragmento

Son las siete de la tarde y La Mujer quiere leer. Lleva puesta una solera verde sin breteles porque es verano, y unas sandalias de taco alto y fino, Desde la mañana que quiere leer pero aún no termina su horario de oficina. Ya abrió varias veces la puerta de Blindex que da al pasillo y caminó hasta el baño que comparten las tres oficinas del piso. Se pintó los ojos, se peinó con un cepillo y roció perfume en los lóbulos de las orejas.
En el reloj del despacho del gerente son las siete y diez. En su escritorio La Mujer revuelve papeles distraída y mirando de a ratos las luces innecesariamente encendidas de la calle. Abre el archivo y pasa desatenta las hojas de un bibliorato, lo vuelve a guardar. Revisa la caja y se acuerda que mejor saca un vale de adelanto porque es viernes y además no volverá en quince días. Está contenta por eso, porque es viernes y porque tiene sus vacaciones por delante. Apenas termine su horario queda libre para irse al bar que le gusta y empezar a leer la novela que compró al mediodía en una librería de usados. Ahora la novela está sobre el archivo. Hubo gente que entró y salió y miró encima del archivo y vio la novela y alguno dijo
algo pero casi ninguno nada. Entonces llega el gerente. Charlan un poco porque también a él le gusta que sea viernes y además compró unas plantas nuevas para el jardín. El gerente le pregunta dónde piensa ir tan linda y con ese perfume nuevo. Le pregunta si quiere que la alcance hasta algún lado. Ella dice que no, sonríe y da las gracias, pero no le dice dónde piensa ir. El gerente sale y llega la secretaria del director general vestida con un pantalón de cuero, unas botas negras, unos lentes oscuros. Se cruzan en el pasillo y el gerente le pregunta dónde se olvidó la moto y la convence de que parece una Heavy. La secretaria del director general se ríe y dice que regala entradas para Cemento, si alguien las quiere. La secretaria del director general dice alguien porque también llegó el cadete con la respuesta del último encargo. El cadete dice qué bajón, loco, viernes y se tiene que ir a estudiar, la mira a la secretaria del director general, lo piensa bien y le pide las entradas. Se despiden hasta el lunes y en el pasillo se cruzan con la telefonista que informa que el fax está en automático y que se va cinco minutos antes porque el hijo hizo un dibujo precioso para el concurso de Canal Nueve y va a llevarlo personalmente. Dice que la verdad que está podrida de que a su hijo le dé por participar en cuanto concurso propone la tele y que ella lleva las cartas personalmente porque no confía en el correo. Se despide hasta el lunes y se cruza en el pasillo con la secretaria del director adjunto, tailleur malva y blusa negra, pechos inesperados en su figura delgada, cartera en ristre, tacos muy altos, entra y declama que ésta es la última noche, que se acabó, que mañana mismo busca un buen hombre y se casa; dice que mire a la hora que se va por culpa de ese desgraciado que llamó hace apenas unos minutos desde la reunión de directorio de la empresa en la que es accionista minoritario, que llamó de un privado y absolutamente loco, amenazando tirarse del piso once. Ella supone que llamó descalzo, es decir en medias, así que espera que el privado sea suficientemente privado porque si no qué papelón, que encima lo que a él le pasa cuando se pone loco es que le salen hongos en los pies. Si ella está para eso pregunta, para que él se esconda en su casa porque no es pertinente que lo vean con ella, que eso podría arruinar su carrera. Y encima va cuando está loco y a meter los pies en una palangana o jofaina o escupidera o chata o como La Mujer quiera llamarle a eso en que pone sus pies con agua tibia. Sale y no se cruza con nadie en el pasillo. Ya casi son las ocho. Ya puede cubrir las máquinas y poner llave a la caja y después al archivo y a los cajones del escritorio y darle una última mirada a la agenda del lunes, y entonces se da cuenta de que no necesita pensar en ninguna actividad para la semana siguiente; saca su agenda personal y tacha catorce días. En el reloj de pulsera de La Mujer y en el despacho vacío del gerente son las ocho. Suelta las persianas y empieza a apagar las luces. Va cerrando las puertas de los despachos y clausurando lámparas hasta que la única que queda encendida es la de su escritorio. Arriba del archivo está la novela, iluminada por un resplandor débil, triste. Es mucho más potente la claridad que se cuela desde la calle por la única persiana aún abierta; el aire fresco hace ceder el calor del día. Es, sin duda, un viernes de verano. Es cuando puede ir al bar que le gusta y, pedirle al mozo un sandwich de lomo y un agua mineral y después, enseguida, un café doble. Y leer. Mira la novela .Y ya no le parece triste. Apaga la última luz, agarra la cartera y sale, el libro bajo el brazo. Camina por Bartolomé Mitre hasta Callao y dobla, en la esquina está el bar. Busca una mesa apartada, muy al fondo, donde casi no llegan los ruidos de la calle. Enciende un cigarrillo y abre el libro. Apenas si se da cuenta cuando el mozo deja el sandwich, lo agarra mecánicamente porque sólo come para calmar el hambre y el acto la molesta; lo único que quiere es que desaparezca esa sensación de vacío para pedir el café doble y leer tranquila. Puede interrumpir de a ratos y mirar la calle porque la sofoca lo que lee o la hace pensar, en el libro, no en su vida; el viernes se vuelve viernes gracias a una novela y le gusta estar ahí, cerca del centro y a mano de todo y no usar nada, nada más que el libro y seguir pidiendo café mientras la gente va al cine o al teatro o forma grupos en bares más céntricos. Sin embargo este viernes tiene algo de irreal. En cinco años es la primera vez que se toma vacaciones, el hecho no es importante en sí mismo, repara en él para darle una explicación a esa inquietud indefinida que la lleva a cruzar y descruzar las piernas, a no sentirse cómoda en esa silla, a no poder concentrarse en lo que lee. No es que tenga miedo de aburrirse. No ira a la playa, no irá a ningún lado justamente porque lo que quiere es descansar, quedarse en su casa, levantarse tarde a la mañana, poner cosas al día, no sabe bien cuáles. No importa, la inquietud cesa y La Mujer vuelve al libro. Al rato pasa velozmente las páginas, ya casi ni levanta la cabeza. Como el mozo ve que está terminando el sandwich y conoce sus costumbres le trae el café doble. Y entonces es cuando aparece el chico. Ella tarda en verlo, acodado en la silla vacía de su mesa, y tarda en comprender lo que dice, hace un esfuerzo enorme por olvidarse de la novela y lo oye:
-¿Señorita no me da eso que le sobra?
-¿Eh? -dice ella.
-El sandwich -dice el chico. Lleva puesto un pantalón rotoso y un buzo azul; está sucio, se queda ahí, mirándola.
Ella siente una especie de terror, una molestia suprema, quiere que se vaya, que desaparezca, quiere seguir leyendo tranquila y las sobras no quiere dárselas. Sabe, sin embargo, que no va poder seguir hasta que el chico coma y le dice que pida uno, que ella lo paga.
-¿Un qué?
-Un sandwich.
-¿El más barato? -pregunta el chico.
-No sé, el que quieras. Uno como el mío.
-Bueno -dice el chico y hace un movimiento terrible, va a sentarse a su mesa, quiere ocupar la silla frente a ella. Se siente invitado.
La Mujer piensa en todos los chicos del mundo, ella no tiene la culpa, no hizo nacer ninguno y además es viernes y comienzan sus vacaciones y no quiere interferencias. El chico aparta decididamente la silla y adelanta una pierna: la rodilla un agujero.
-¡No! -dice ella y señala un lugar-, ahí hay una mesa vacía, vas a estar más cómodo.
Es evidente que el chico no siente lo mismo pero obedece.
-¿También puedo pedir una coca-cola? -pregunta.
Ella le dice que sí, que puede, que ocupe la mesa y llame al mozo y que le pida lo que quiera, también postre, que ella paga. El chico se aparta y se sienta en el lugar indicado, grita.
-¡Mozo!
Y entonces ella repara en su café doble, está frío pero no le importa. Alza la cabeza y en el reloj de péndulo del bar ve que hay una inscripción que dice "El Bohío". El péndulo oscila de uino al otro lado del bohío (de la casa, del rancho, de la choza, de la cabaña: del hogar) y por alguna razón la calma porque baja la cabeza y consigue concentrarse de nuevo en la lectura; otra vez las páginas pasan velozmente, otra vez es viernes y también pasa el mozo. No es que ella lo vea pasar sino que lo oye porque él habla airadamente para que ella lo escuche y lo vea caminar con el sandwich y la coca-cola en la bandeja. El mozo dice, básicamente, lo siguiente: que habráse visto tener que servirle a ese pendejo, que está todo dado vuelta en este mundo y cualquiera se puede sentar en un bar decente y encima comerse un sandwich como la gente normal. Dice que no entiende por qué ella no le pidió una medialuna y que se la fuera a comer a la calle. Para la caridad una de grasa alcanza. El mozo no entiende esa lógica, no entiende y está desesperado porque el sandwich es el mismo. ¿Por qué hay dos sandwiches idénticos en el universo, cómo es posible? Además son los más caros. La gente no hace economía y así va el país, él trabaja mientras un vago de mierda se sienta a una mesa y él está obligado a servirlo. Curiosamente, el dueño del local no está o no dice nada o comparte la opinión del mozo. La gente mira. El chico come, tranquilo, come y no mira. Entonces La Mujer se endereza en la silla, olvidada de la novela, del viernes y de todo y le pregunta al mozo qué dijo, qué tiene que objetar, qué carajo le importa lo que ella está pidiendo para el chico. El mozo no responde. Entonces ella pide la cuenta y él se la tira sobre la mesa, toca con un dedo el importe correspondiente al sandwich del chico, baja el dedo un renglón y da dos golpes someros sobre el importe correspondiente a la coca-cola. Ella paga y sale a la calle. Hace un calor horrible.

* En 2007 había ganado nada menos que el premio Casa de las Américas, por la novela “Mil y una”, recreación argentina y contemporánea de la saga de Sherezade, del Decamerón y de los no menos clásicos Cuentos de Canterbury.
Como ella solía decir, pudo publicar cuentos y novelas en importantes sellos argentinos hasta 1995, año en que sobrevino la brutal concentración y el achicamiento del mercado editorial del país, seguida de una preceptiva “global” a los autores, para que escribieran pensando en un público “más amplio”.
Como Susana Silvestre era una autora, una creadora de verdad, se resistió al adocenamiento que querían imponerle. Y la victoria fue ese premio Casa que obtuvo el año pasado, con una hermosa novela que ahora sí, tal vez, consiga la distribución y la prensa que se merece.
El pasado domingo 2 de marzo, el agravamiento de su enfermedad y el dolor corporal, insoportable, la llevaron a quitarse la vida.
Una gran mina y una maestra de escritores/as con quien el oficio me cruzó muchas veces y a quien le agradezco mucho de lo que aprendí sobre cocina.


Había nacido en San Justo, provincia de Buenos Aires, en 1950. Su primer libro de cuentos, El espectáculo del mundo, recibió el premio "Roberto Arlt", otorgado por la Municipalidad de Comodoro Rivadavia, en 1982. Su obra Los humos de Clitemnestra (cuentos, inédita) fue premiada con mención del Fondo Nacional de las Artes en 1994. En el bienio 1990-91 recibió el Premio Municipal. Publicó además las novelas Si yo muero primero (Editorial Letra Buena, 1992), Mucho amor en inglés (Emecé Editores, 1994), No te olvides de mí (Editorial Planeta, 1995), Biografía no autorizada (Alción editora, 2004) y el libro de cuentos Todos amamos el lenguaje del pueblo (Ediciones Simurg, 2002). La biografía Delfina y Pancho Ramírez fue publicada por Editorial Planeta en 1999. Incursionó en el cine, para el que escribió el guión de La vida según Muriel.
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