30 agosto, 2007

Norma Cuéllar (Monterrey, 1977)

El -más- feliz viaje
Sin ánimo de sonar presuntuoso, siempre había tenido un excelente sexto sentido. Sueños premonitorios, corazonadas... éstas últimas nunca me fallaban: acostado boca abajo, antes de quedar dormido, me preguntaba algo como "¿Me aceptarán el proyecto en la empresa?", y si mi corazón latía apresuradamente significaba un sí incuestionable; si se quedaba normal era un no rotundo. También mi estómago me avisaba si tendría o no un mal día, pero me lo hacía saber a través de nauseabundas diarreas, exactamente antes de salir de mi departamento, hacia el trabajo. Y conste, lo de mal día era por causas ajenas a mí, no era sugestión.
Yo tenía 40 años, era infeliz en mi matrimonio y estaba atrapado en un trabajo de mierda. También soltero sería infeliz, la verdad es que era infeliz a secas y con dos intentos de suicidio tras de mí. No tenía ahorros: si se me "antojaba" algo costoso me lo conseguía al momento, porque los suicidas no sabemos si al día siguiente tendremos el momentáneo apuro de acabar con todo.
Un día, un 10 de octubre para ser exactos, compré un boleto de avión para Quintana Roo, por cosas del trabajo -yo era consultor de finanzas. Mi esposa Erika me creía feliz porque me anunció su embarazo. Si ella tan sólo hubiera sabido... si ella quedara viuda, la dejaría con tantas deudas que en caso de que ella fuera puta, ni acostándose con 5 hombres diarios durante 10 años podría pagar todo -sí, hice las cuentas.
Total, ya me había dado por vencido en eso de matarme. Me acosté después de discutir con ella, pues ella insistía en "hacer el amor", pues así el niño o niña sentiría mi presencia o algo así. A mí la idea sólo me dio asco. Acostado boca abajo antes de conciliar el sueño me pregunté si sería un buen viaje. Mi corazón parecía querer salirse del pecho. Y me dormí. Algo agradable he de haber soñado y muy real; mi mujer dijo que me estremecí varias veces con los ojos demasiado cerrados, como cuando yo tenía un orgasmo, según ella.
El avión partiría a las nueve de la mañana del día siguiente. Me levanté a las seis, para hacer mis pendientes mañaneros sin prisa. Desperté bastante contento, algo raro en mí, hasta desayuné cantando. Erika me despidió con un apasionado beso. Cuando salí de la puerta del depa mi estómago estaba normal: "va a ser un excelente día, Gabriel", me dije.
Llegué al aeropuerto con tiempo suficiente para desayunar, ahora sí, como rey, en uno de los restaurantes de por ahí. Luego gasté bastante dinero en revistas, libros, todo para el viaje. Pagué 300 pesos por unos chocolates de Turquía, 600 por una loción europea, 500 por unos habanos de lujo. A las 9 de la mañana tomé el avión, en primera clase, por supuesto. El vuelo duraría tres horas, y yo estuve de lo más tranquilo de 9 a 10:30, escuchando en mi IPodjazz de Gino Vanelli, tomando champaña.
De repente me llegó la sensación de algo de lo que necesitaba acordarme para vivir plenamente ese momento... ¡Claro! Ahí recordé: Había soñado un avión que después de una turbulencia se estrellaba contra mucha agua, y todos los tripulantes se desintegraban por la potencia del choque, al mediodía. Una súbita alegría invadió mi cuerpo, como la de un adicto tan sólo de pensar en su próximo jeringazo. Todo concordaba: el sueño premonitorio, las corazonadas la noche anterior, el estómago sin cólicos ni diarrea.
Entré al baño para orinar: una agua amarilla y caliente, tan bonita... Me peiné y me lavé la cara. Y la comida que me sirvieron después me pareció exquisita, saboreé cada bocado como sólo Hannibal Lecter lo podría haber hecho. En cuestión de segundos todos mis acompañantes me parecieron personas adorables, casi divinas. Con ojos llorosos me levanté de mi lugar y saludé a todos y cada uno: a la niña que antes me había parecido demasiado orejona, al señor que tosía sin parar y del que sospechaba que tenía tuberculosis, a los recién casados que se la pasaban besándose, que me habían parecido exageradamente felices. Una azafata estaba muy conmovida por mi comportamiento, me guió de la mano hasta el baño y me besó, con una lágrima rodando por su hermoso rostro. Volví a mi asiento y la odiosa señora parlanchina sentada a mi lado se había transformado en una viejita simpática, con una voz de terciopelo con la que me acariciaba.
Luego me puse a regalarles a los niños dinero, compact discs, corbatas finas, gemelos de plata, plumas Mont Blanc, lociones. Yo me sentía un Mesías, un ser iluminado con ganas irrefrenables de repartir cariño. Hasta me dejaron poner canciones alegres en las bocinas del avión, como El Noa Noa, de Juan Gabriel.
Eran las 11:40 de la mañana. Tomé un dizque micrófono y me puse a cantar delante de todos los viajeros Freedom, de George Michael. Precisamente canté Freedom porque me sentía deliciosamente libre...
De repente el avión se empezó a mover raro y me pidieron ocupar mi asiento y que todos nos pusiéramos el cinturón de seguridad y varias medidas más.
Las azafatas ya no me quisieron servir champaña, nomás querían secretear y lucir mortificadas. Varias señoras se me quedaban viendo, sus ojitos como preguntándome qué hacer. Yo estaba demasiado feliz y eso las reconfortaba.
A las 11:56, con el avión sacudiéndose, y las sobrecargos al borde del llanto, empecé a gritar:
-¡Esos pilotos borrachos! ¡Esos pilotos borrachos! ¡Cómo los quiero, ca’!
-¿¡Pero qué está diciendo, señor!? -me dijo la azafata besadora.
-Pos nada, que nuestros pilotos están batallando allá con una turbulencia, y aparte de eso, están bien pedos...
-¡No, no mam...! -dijo, y al momento se fue al compartimiento donde ellos estaban.
Todos se me quedaron viendo.
-¡Esos pilotos borrachos! ¡Cómo los quiero! -seguí exclamando: yo mismo había ido con ellos para saludarlos... y embriagarlos con tequila.
No iba a permitir que unos pilotos hábiles y en sus cinco sentidos me arruinaran la muerte, no señor.
Antes del regreso de la besadora, exactamente al mediodía, ya estábamos estrellándonos contra el mar.


Norma Cuéllar presentó en el año 2001 el cuaderno de narrativa Fuegos Internos, con apoyo de Causa Joven de Nuevo León y Tlaquepaque Producciones. Ese año también fue consejera editorial de La Nuezcofundadora y consejera editorial de Revista de Brian, http://www.clubdebrian.com/index.php?option=com_content&task=view&id=145&Itemid=170
Obras suyas han aparecido en Himen, La Flecha, Oficio, La Rocka y NAVE, entre otras publicaciones.
Estudió cine en Voladero Espacio Cultural; trabajó como diseñadora de moda, productora de Internet y radio, guionista de programas infantiles y redactora creativa de publicidad.
En el 2005 obtuvo el tercer lugar en el concurso El Rock es Puro Cuento, de la revista La Rocka con "La Última Carta", texto que será publicado en una antología del certamen, de Oficio EdicionES.
Obtuvo mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento ¿El crimen como una de las bellas artes? del Instituto Coahuilense de Cultura, con La Otra Llorona, texto que también será publicado en una antología del certamen, de Editorial Porrúa. Recibió otra mención honorífica en el XII Premio Nacional de Cuento Carmen Báez, del Colectivo Artístico Morelia, en 2005.

18 agosto, 2007

Ester de Izaguirre(Paraguay, 1923 - Buenos Aires)

EL CASTIGO

Sintió frío. Desganada fue a la cocina. Encendió el gas. Puso el café a calentar y se quedó esperando hasta que el líquido, al chillar, le cambió la mirada distraída. Lo bebió como si tuviera sed o hambre o deseo simplemente de llenarse la boca vacía, de colmarse ella, también vacía.
El salto de cama le dejaba al descubierto las voluptuosas pantorrillas. Tenía calzado un zapato. El otro, al caer, rompió el silencio del cuarto. Parecía dormida, como si el sueño la hubiese sorprendido de cualquier manera, jugando a las estatuas. Y quedó en la posición de una mujer aplastada contra el viento. Pero a no engañarse. No dormía. Con los brazos rodeaba la caja del teléfono, esperando que sonara y al fin escuchar la voz de él: voz somnolienta en al mañana, apresurada en la tarde, cálida en la noche: “¿Cómo lo pasaste? Deseo tanto verte”. No oía más que el traqueteo del reloj que a veces tenía ritmo de comparsa o repetía palabras “noteolvides”, “noteolvides”, “noteolvides”. Lo metió debajo de la almohada. Que se asfixie junto con las horas. “Nomeahogues”, nomeahogues”, “nomeahogues”. No habría clemencia. Allí tendría que aguantar hasta que él llamara.
Le pareció oír el teléfono. Soltó el pocillo y corrió. No. No era el teléfono. Era el maldito reloj que, a cualquier hora y a causa de la sordina de la almohada, sonaba a campanilla. Sonrió al recordar... Los dos estaban mirando el techo, acostados; él quizás indiferente; ella con ese sentimiento de pena que la embargaba cada vez que hacían el amor de ésta y de la otra manera y tenían que separarse.

-¿Sabés que parecés una chica de quince años? Es sorprendente; hay en vos algo intacto. Ella se rió irónica:

- Bueno, sí en mí queda algo intacto... ¿adiviná qué es?

Y en aquella otra ocasión envolviéndole la cintura con un movimiento pausado y seguro, buscándole los labios para vencerla una vez más. Y una vez más lo conseguía: nadaban en aguas profundas confundiendo sus piernas con las madréporas y con las algas sombreadas del abismo.

- Cuando se te ve caminar parecés tan alta y a mi lado sos apenas una piba.

Y otro día (y aún el mismo día) en otra oscura intimidad, la voz del hombre era breve, cortante, precisa:

- Callate. No hablés. Dejame decir a mí. A vos te puedo contar cosas como a un taxista. Además, y no sé por qué, a tu lado siento paz. Toda vos sos una negación de la ansiedad que afuera me persigue. Todos me exigen, me emplazan. Sólo vos me tranquilizás.

Y otro día y otro...

• Decime, nena, ¿yo te gusto?

• Sí, me gustás con locura.

• Con lo que te sobra...

Ella vivió años a la espera de la palabra que los hombres dicen a las mujeres que quieren. Esas que se necesitan para aguantar el absurdo: “Te amo; no podría vivir sin vos; sos lo más importante que tengo”.
Nunca se lo dijo. Nunca. Y esa nubosa tarde de invierno, al verse en el espejo algunas arrugas y una leve hinchazón de los párpados, tuvo la certeza de que no podría aguantar un día más sin escuchar esas palabras.
No necesitaba el reloj para saber que la noche había llegado. Se lo denunciaba el adormecimiento de los pregones callejeros. De pronto, como en un ataque de lucidez se encogió de hombros y aceptó el hecho de que pretendía un imposible. Pero la aceptación no duró mucho y se puso a repasar febrilmente los recuerdos... ¿Y si esas palabras habían sido pronunciadas y ella no se había dado cuenta? No. No las había oído ni en los momentos en que los hombres mienten para crear un clima propicio.
Se sobresaltó cuando oyó la campanilla del teléfono. Una, dos, tres veces. Cuánto pensó en esa fracción de eternidad. Tal vez él deseaba venir a su casa en lugar de encontrarla en el sitio de siempre: “Hoy quiere verte allí, donde vivís, porque tengo que decirte... o mejor... te lo digo ahora; a mí que tanto me cuesta decir ciertas cosas, me ocurre que no puedo callar más: nadie quiso tanto como yo te quiero”. Al fin. Ya podría envejecer. Y por qué no. Morir también.
El teléfono insistía. Levantó el tubo y no necesitó acercarlo demasiado para oír la voz impersonal:

- ¿Podría darme con Nora?

- Soy yo –musitó, derrotada.

- Me dio tu número el Turco.

- ¿Y?

- Quiero saber si tenés libre esta noche.

- Sí. ¿A qué hora te viene bien?

- A las diez en Lavalle y Esmeralda. Pero... ¿cómo te reconozco?

- Soy rubia y llevaré un tapado verde oscuro con cuello de piel –no quiso agregar “tengo cuarenta y dos años”.

- ¿Disponés de toda la noche o de algunas horas?

- Lo que te venga bien a vos.

- Y bueno, la haremos larga. Chau.

- Chau.

Colgó el auricular. Sacó el reloj de su prisión. Miró los muebles del cuarto como si no los conociera, como si acabara de despertar. Empezó a ponerse las medias según lo hacía todas las noches, con la minuciosidad con que una niña viste a su mejor muñeca. En la ventana, el guiño rojo de un cartel luminoso.

Nacida en Asunción, Paraguay, en 1923. Poeta, narradora y ensayista. Reside en Buenos Aires desde los cinco años. Publicó los libros de poemas: Trémolo, El país que llaman vida, No está vedado el grito, Girar en descubierto, Qué importa si anochece, Judas y los demás, Y dan un premio al que lo atrape vivo, Fuera de programa, Si preguntan por alguien con mi nombre, Una extraña certeza nos vigila y Morir lo imprescindible. Ha obtenido los siguientes premios: Primer Premio Municipal de Cuento; Premio Fondo Nacional de las Artes; Gran Premio Dupuytren; Faja de Honor de la SADE; Pluma de Plata del Pen Club; y el Premio Municipal de Poesía. Fue Visiting Lecturer en la Universidad Estatal de San Diego y Visiting Associate Professor en la Universidad de Irvine, California, U.S.A. Desde entonces hasta la fecha es invitada a dar clases dos ciclos por año, en varias universidades norteamericanas: Domínguez Hills, Baylor, Greeley, etc. Fue invitada por la UNESCO, París, 1983, para dictar clases y conferencias. Además invitada por las Universidades de París; Jawaharlal Nehru University, Nueva Delhi, India; Al-Azhar en el Cairo; de La Madraza de Granada (España) y en el Colegio Mayor Argentino de Madrid. Colabora en los diarios La Nación, La Prensa, Clarín, La Gaceta de Tucumán y revistas del exterior. Ha sido traducida al alemán, italiano, inglés y francés.

02 agosto, 2007

Cristina Peri Rossi - Montevideo, Uruguay, 1941-

El extranjero
Su acento lo delata: arrastra un poco las eses y pronuncia de igual manera las b y las v. Entonces se produce cierto silencio a su alrededor. No es un gran silencio, pero él percibe alguna curiosidad en las miradas y un pequeño reajuste en los gestos, que se vuelven más enfáticos. (Cambios imperceptibles para un observador común, pero el exilio es una lente de aumento). A partir de ese instante (y también otros) él se siente en la necesidad de compensar a los demás. Oh, es cierto que él es un extranjero y debe hacerse perdonar. Agradece la buena voluntad ajena, ésa que consiste en no preguntarle jamás de donde viene, ni que hacía antes, si ha solucionado o no los problemas de los papeles, cómo era el lugar donde vivía, si perdió algo en el camino, si se siente solo. Todos están dispuestos a disimular esa pequeña anomalía, a tomarlo en cuenta, pese a todo, a no hacerle preguntas y especialmente: a no demostrar ninguna clase de curiosidad por su vida. Para corresponder a tanta amabilidad, él se obstina en ignorar su pasado (hace como si no lo tuviera), reprime cualquier malestar y demuestra gran conocimiento de las plazas de la ciudad, los monumentos, el nombre y la ubicación de las calles, los servicios públicos y la escasa flora del lugar. Puede indicar con precisión la ruta de los autobuses y de los metros y la composición de la Alcaldía, pero precisamente, el hecho de conocer todos estos datos (en especial: el nombre de los árboles del ornato público y el emplazamiento de los principales monumentos) crea cierta desconfianza a su alrededor y confirma que en efecto, se trata de un extranjero que vive entre nosotros. Evita muy cuidadosamente el uso de la primera persona del plural, para no sembrar dudas a su paso, porque los individuos suelen ser muy celosos en cuanto a la comunidad a la que pertenecen y él no desea ofender a nadie. Está muy agradecido al sol, que también lo calienta a él y por un ingenioso mecanismo sortea las trampas que se le tienden para intimidarlo: cuando alguien habla de un defecto nacional, él lo convierte de inmediato en una virtud. Por ejemplo, cuando su interlocutor, sin mirarlo especialmente fijo, menciona la mezquindad de los habitantes de la ciudad, él afirma que se trata del sano sentido del ahorro que ha permitido prosperar a las familias; si se habla de la rudeza y falta de urbanidad de los transeúntes, él asegura que es espontaneidad y falta de inhibiciones; si alguien comenta que en esa ciudad hay poca imaginación y sus habitantes son aburridos, él sugiere que en realidad, se trata del sentido común de la raza, poco dad - gracias a Dios - al delirio y a la aventura. Si el interlocutor persiste en enumerar los vicios y defectos del país, él da por terminada la conversación con un enfático << ¡Ustedes no saben lo que tienen!>>, y el ciudadano se interrumpe, mira alrededor, algo confuso, convencido de que el exiliado ama más el lugar que él. Pero de inmediato se recupera: no está dispuesto a que nadie hable de su patria superlativamente, si no nació allí. Es entonces cuando el Exiliado comprende que ha cometido una falta irreparable y que por más esfuerzo que haga, siempre será un extranjero.

CRISTINA PERI ROSSI nació en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de l941.
Desde el principio, usó el segundo apellido en homenaje a su madre, que la instruyó desde pequeña en el amor a la literatura, a la música y a la ciencia.
Estudió biología, pero se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos.
Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.
Se trasladó a Barcelona, España, en l972; comenzó su actividad contra la dictadura uruguaya, escribió en las páginas de la mítica revista Triunfo, pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974.
Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España.
Ha sido profesora de literatura, traductora y periodista, y es conferenciante habitual de universidades españolas y extranjeras. Sus numerosos artículos han aparecido en diversos diarios y revistas: El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona, El Mundo y Grandes firmas de Agencia Efe.
Ha luchado contra las dictaduras, a favor del feminismo y de los derechos de los homosexuales.
Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas.

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